12 de mayo. Pido que se me permita exponer los hechos en toda su desnudez, en toda su crudeza, a fin de que sea posible verificarlos en los libros y no sea posible ponerlos en duda. Debo tratar de que no se confundan con lo que he podido observar por mí mismo, ni con mis recuerdos. Ayer noche, cuando el conde salió de su habitación para acudir a mi encuentro, comenzó a interrogarme sobre cuestiones de derecho y el modo de tratar ciertos asuntos. Precisamente, como no sabía en qué pasar el tiempo y mantener la mente ocupada, había estado todo el día consultando varios volúmenes y refrescando diversos temas que estudié en Lincoln’s Inn. Como en las preguntas del conde existía cierto orden, cierta ilación, trataré de respetar dicho orden al reproducirlas. Lo cual, seguramente, me será útil algún día.
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12 mayo 2025
12 de mayo
Para empezar, me preguntó si en Inglaterra era posible tener a la vez dos abogados, o varios. Le contesté que, si tal era su deseo, podía tener una docena, aunque era más prudente tener uno solo para un solo negocio, al menos, ya que si recurría a varios a la vez, el cliente podía estar seguro de obrar contra sus intereses. El conde apreció mi respuesta y me preguntó si habría alguna dificultad de orden práctico a que, por ejemplo, un abogado o procurador velase por sus operaciones financieras, y otro se encargase de recibir las mercancías expedidas por mar, en caso de que el primer abogado habitase lejos del puerto. Le rogué que se explicase con más claridad, con el fin de no inducirle a una apreciación errónea con mis respuestas.
—Pues bien —continuó—, supongamos esto: nuestro común amigo Peter Hawkins, que vive a la sombra de la hermosa catedral de Exeter, que se halla lejos de Londres, compra para mí, por su intervención, una morada en dicha ciudad. Bien, ahora permita que le diga con toda franqueza (ya que usted hallaría extraño que me haya dirigido para este negocio a un procurador que vive tan lejos de Londres, y no a uno de la capital) que no deseaba que ningún interés particular pudiera interponerse en mis propósitos. Un abogado londinense tal vez habría intentado, en esta transacción, conseguir cierto beneficio personal o favorecer a un amigo; por esto preferí buscar un intermediario que, repito, serviría mejor a mis propios intereses. Supongamos ahora que yo, que llevo entre manos diversos negocios, quiero enviar unas mercancías, digamos a Newcastle, a Durham, a Harwich o a Dover. ¿No gozaré de mejores facilidades sirviéndome de un intermediario que viva en uno u otro de esos puertos?
Contesté que, ciertamente, sería más simple, aunque los abogados y procuradores habían creado entre sí un sistema de agencias que les permitían solucionar cualquier asunto de acuerdo con las instrucciones de otro abogado; de modo que un cliente puede confiar sus intereses en un solo abogado sin tener que preocuparse por nada más.
—Pero —replicó—, en mi caso, ¿podría dirigir yo personalmente el asunto?
—Naturalmente. A menudo, los hombres de negocios no desean que otros entren en conocimiento de las transacciones en curso.
—Perfecto —replicó.
Acto seguido se informó de la manera en que debía realizarse una expedición, me preguntó cuáles eran las formalidades exigidas, y a qué dificultades se exponía si antes no se adoptaban todas las precauciones. Le di toda clase de explicaciones, y cuando nos separamos tuve la impresión de que el conde lamentaba no haber ejercido la carrera de abogado, ya que ciertamente tenía buenas condiciones para ello, puesto que en todo había pensado y todo lo había previsto. Por tratarse de un hombre que jamás había estado en Inglaterra y que carecía, evidentemente, de práctica en los asuntos legales, sus conocimientos y su perspicacia al respecto resultaban sorprendentes. Cuando se sintió satisfecho con las explicaciones que había recibido y, por mi parte, hube consultado algunas cláusulas en los libros que tenía a mi disposición, se levantó bruscamente.
—Después de su primera carta —me preguntó—, ¿ha vuelto a escribir a nuestro amigo Peter Hawkins, o a alguien más?
Con cierto pesar le contesté que no, ya que todavía no había tenido ocasión de enviar ninguna carta a nadie.
—Bien, escriba ahora —me aconsejó, apoyando su pesada mano en mi hombro—. Escriba al señor Hawkins y a quien quiera, anunciando que usted se quedará aquí todavía un mes a partir de hoy.
—¿Tanto tiempo he de estar aquí? —indagué, estremeciéndome.
—Sí, tal es mi deseo, y no aceptaré ninguna negativa. Cuando su amo, su jefe (poco importa la forma de llamarle), se comprometió a enviarme a alguien en su nombre, quedó bien entendido que emplearía los servicios de su agente como mejor me conviniese. ¿No hay negativa? ¿Está de acuerdo?
Bram Stoker
Drácula
Penguin Clásicos
Jonathan Harker viaja a Transilvania para cerrar un negocio inmobiliario con un misterioso conde que acaba de comprar varias propiedades en Londres. Después de un viaje plagado de ominosas señales, Harker es recogido en el paso de Borgo por un siniestro carruaje que lo llevará, acunado por el canto de los lobos, a un castillo en ruinas. Tal es el inquietante principio de una novela magistral que alumbró uno de los mitos más populares y poderosos de todos los tiempos: Drácula.
05 noviembre 2024
5 de noviembre
DIARIO DE MINA HARKER.
5 de noviembre, por la mañana. Quiero anotar con fidelidad todos los detalles porque, aunque juntos hayamos visto cosas espantosas e increíbles, tal vez pueda llegar a pensar que estoy loco, que los muchos horrores y la prolongada tensión han acabado por desquiciarme del todo.
Mina está aún dormida. No logré despertarla ni siquiera para comer. Empiezo a temer que el fatal sortilegio del lugar la mantenga encantada, contaminada como está con la sangre del vampiro. Mientras avanzábamos me dormí a mi vez. Al despertar, avergonzado de mi debilidad, hallé a Mina durmiendo todavía y el sol en el horizonte. Desperté a la pobre muchacha y traté de hipnotizarla. Inútil: era demasiado tarde. Desenganché los caballos y encendí un fuego. Preparé la comida, pero Mina se negó a comer, asegurando que no tenía apetito. No insistí, sabiendo que era inútil. Después, temiendo lo que puede suceder, tracé un círculo a nuestro alrededor y dispuse sobre el mismo varios trozos de hostia, distribuyéndola de forma que nos preservase por todas partes. Mina permaneció sentada, pálida como una muerta, casi lívida. No pronunció una sola palabra. Cuando me acerqué a ella, se asió del brazo. La pobre temblaba de pies a cabeza, de una forma que me dio pena.
Se mostraba muy inquieta.
—¿No quiere aproximarse al fuego? —le pregunté.
Se levantó obediente, pero al dar un paso se detuvo como herida por el rayo.
—¿Por qué se para? —la interrogué.
Sacudiendo la cabeza, volvió sobre sus pasos y se sentó en su sitio.
—¡No puedo! —repuso luego, como despertando de un sueño.
Me alegré, pues así comprobé que tampoco aquellos que tememos podrán acercarse a nosotros. ¡Aunque el cuerpo de Mina corra peligro, su alma aún está a salvo!
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