27 noviembre 2022
26 noviembre 2022
VIAJE DE UN GORRIÓN DE PARÍS
VIAJE DE UN GORRIÓN DE PARÍS
En busca del mejor gobierno
Introducción
Los Gorriones de París, desde hace mucho tiempo, pasan por ser los más atrevidos y descarados Pájaros que existen: son franceses y con esa sola palabra quedan dichos sus cualidades y sus defectos; son envidiados y eso explica muchas calumnias. Viven, en efecto, sin miedo a los tiros, son independientes, no les falta nada, y son, sin duda, los más felices entre todos los volátiles. Quizá, a un Pájaro no le conviene demasiada felicidad. Esta reflexión, que sorprendería en cualquier otro, es natural en un Gurriato nutrido de alta filosofía y de pequeños granos; pues yo soy un habitante de la calle Rívoli, revoloteo en el tejado de un ilustre escritor, voy de su tejado a las ventanas de las Tullerías, y comparo las zozobras que abruman al palacio con las rosas inmortales que florecen en la sencilla morada del defensor de los proletarios, esos Gorriones humanos, esos Pájaros que crean generaciones y de los cuales no queda nada.
Engullendo migajas de pan y escuchando las palabras de un gran Hombre, he llegado a ser muy ilustre entre los míos, quienes me eligieron en circunstancias graves, y me confiaron la misión de observar la mejor forma de gobierno que se podría ofrecer a los Pájaros de París. Los Gorriones de París fueron naturalmente ahuyentados por la revolución de 1830; pero los Hombres estaban tan ocupados en aquella gran mixtificación, que no nos dedicaron ninguna atención. Por otra parte, los motines que agitaron al pueblo alado de París tuvieron lugar cuando el cólera. Veamos cómo y por qué.
Los Gorriones de París, plenamente satisfechos de esta vasta capital, se han convertido en pensadores y se han hecho muy exigentes, desde el punto de vista moral, espiritual y filosófico. Antes de venirme a vivir al tejado de la calle Rívoli, yo me había escapado de una jaula, donde me habían encadenado y donde sacaba un cubo de agua para beber cuando tenía sed. Jamás ni Silvio Pellico ni Maroncelli han padecido tantos dolores en el Spielberg como yo padecí durante dos años de cautividad en casa de ese gran Animal que pretende ser el rey de la tierra. Les había contado mis sufrimientos a los del barrio de San Antonio, a donde logré escaparme, y que se portaron maravillosamente conmigo. Fue entonces cuando observé las costumbres del pueblo de los pájaros. Me di cuenta de que la vida no consistía sólo en comer y beber. Fui sacando conclusiones que aumentaron la celebridad que ya debía a mis sufrimientos. A menudo, se me podía ver posado sobre la cabeza de una estatua en el Palacio Real, con las plumas despeluzadas y la cabeza escondida entre los hombros, no dejando ver más que el pico, redondo como una bola, con el ojo a medio cerrar, reflexionando sobre nuestros derechos, nuestros deberes y nuestro futuro. ¿De dónde vienen los Gorriones? ¿A dónde van? ¿Por qué no pueden llorar? ¿Por qué no se organizan en sociedad como los Patos salvajes, como los Cuervos, y por qué no se comunican como ellos, que poseen una lengua sublime? Éstas eran las cuestiones que yo meditaba.
Cuando los Gorriones se peleaban, acababan sus disputas ante mí, al saber que yo me ocupaba de ellos, que pensaba en sus asuntos y se decían: «¡Mirad el Gran-Gurriato!» El ruido de los tambores y los desfiles de la realeza me hicieron abandonar el Palacio Real: me vine a vivir dentro del área inteligente de un gran escritor.
Entre tanto, pasaban cosas que se me escapaban, aunque yo las hubiera previsto; pero después de haber observado la caída inminente de un alud, un Pájaro filósofo sabe situarse muy bien al borde de la nieve que va a rodar. La desaparición progresiva de los jardines convertidos en casas hacía muy infelices a los Gorriones del centro de París y los ponía en una situación penosa, evidentemente inferior a la de los Gorriones del barrio de Saint-Germain, de la calle Rívoli, del Palacio Real y de los Campos Elíseos.
Los Gorriones de los barrios sin jardines no tenían granos ni insectos ni gusanillos: total que no comían carne; se veían obligados a buscarse la vida en las basuras, donde, a veces, encontraban sustancias dañinas. Había dos clases de Gorriones: los Gorriones que tenían todas las dulzuras de la vida y los Gorriones que carecían de todo; en una palabra: Gorriones privilegiados y Gorriones desgraciados.
Esta constitución viciosa de la ciudad de los Gorriones no podía durar mucho tiempo en una nación de doscientos mil Gorriones descarados, ingeniosos, camorristas, la mitad de los cuales pululaban felices con soberbias hembras, mientras la otra mitad adelgazaba por las calles, con las plumas deshechas, los pies en el fango y siempre en situación de alerta. Los Gurriatos doloridos, nerviosos, pertrechados de grandes picos endurecidos, con las alas ásperas como sus voces masculinas, formaban una población generosa y llena de valor. Fueron a buscar como líder a un Gurriato que vivía en el barrio de San Antonio en casa de un cervecero: era un Gurriato que había asistido a la toma de la Bastilla. Empezaron a organizarse. Cada uno sintió la necesidad de obedecer al momento, y muchos parisienses quedaron sorprendidos al ver volar a miles de Gorriones en fila sobre los tejados de la calle Rívoli, con el ala derecha apoyada en el Ayuntamiento, la izquierda en la Magdalena y el centro en las Tullerías.
Los Gorriones privilegiados, asustados por esta demostración, se vieron perdidos: serían expulsados de todas sus posiciones y empujados hacia los campos, donde la vida es muy penosa. En estas circunstancias, enviaron a un elegante Gorriona para llevar a los insurrectos palabras de conciliación: «¿No sería mejor entenderse que pelearse?» Los insurrectos me descubrieron. ¡Ah! Fue uno de los momentos más bellos de mi vida aquél en que fui elegido por todos mis conciudadanos para redactar una Constitución que conciliase los intereses de los Gorriones más inteligentes del mundo, divididos momentáneamente por una cuestión de víveres, eterno meollo de toda discusión política.
Los Gorriones que estaban en posesión de los lugares encantados de esta capital ¿tenían derechos absolutos de propiedad? ¿Por qué y cómo se había establecido esta desigualdad? ¿Podía durar? En caso de que la igualdad más perfecta reinara entre los Gorriones de París, ¿qué formas tomaría el nuevo gobierno? Éstas fueron las cuestiones planteadas por los delegados de ambas partes.
—Pero el caso es —me dijeron los Gurriatos— que el aire, la tierra y sus productos son de todos los Gorriones.
—¡Falso! —dijeron los privilegiados—. Nosotros habitamos en una ciudad, estamos en sociedad, y participamos de lo bueno y de lo malo que hay en ella. Vosotros vivís infinitamente mejor todavía que si estuvierais en estado salvaje, en los campos.
Hubo entonces un gorjeo general que amenazaba con aturdir a los legisladores de la Cámara, los cuales, desde este punto de vista, temen la rivalidad y procuran aturdirse a sí mismos. Algo salió de aquel tumulto: todo tumulto, tanto entre los Pájaros como entre los Hombres, anuncia un hecho. Un tumulto es un parto político. Se propuso, con la aprobación unánime, enviar un gorrión franco, imparcial, observador e instruido, en busca del Derecho Animal, y encargado de comparar los diversos gobiernos. Me nombraron a mí. A pesar de nuestras costumbres sedentarias, salí corriendo en calidad de procurador general de los Gorriones de París: ¡qué no haría uno por su patria!
De vuelta poco después, me entero de la sorprendente Revolución de los Animales, su sublime decisión tomada en su célebre noche del Jardín Botánico y coloco el relato de mi viaje sobre el altar de la patria, como una información diplomática debida a la buena fe de un modesto filósofo alado.
AA. VV.
Vida privada y pública de los animales
25 noviembre 2022
Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox (continuación)
—A ver —le dijo al mozo—, ¿qué es lo que llevas ahí?
—¿Sé yo acaso lo que puede haber dentro? —repuso el otro—. Esto —y señaló el bulto de forma estrambótica envuelto en periódicos— creo que es un bicho disecado, y lo otro debe de ser una jaula, porque se notan los alambres; pero léveme o demo si sé lo que tiene dentro.
El señor Ramón desenfundó el bulto envuelto en periódicos y apareció ante su vista una gruesa avutarda disecada, de color pardusco, sostenida por sus patas en una sólida tabla de caoba.
El portero quedó estático y sonriente en presencia del ave, que le miraba con sus cándidos ojos de cristal; pero cuando vio en la garra del pajarraco un letrero colgado en donde se leía con letras rojas: Avis tarda, volvieron otra vez las oleadas de pensamientos a sumergir su porteril cerebro en el caos.
Ya vista y bien observada la obesa y simpática avutarda, el señor Ramón pasó a examinar el otro bulto cubierto con una arpillera. Se notaban a través del burdo lienzo los alambres de una jaula; mas ¿por qué estaba tapada de aquel modo?
Seguramente en su interior había alguna cosa de gran interés.
El señor Ramón examinó el envoltorio por todas partes. Estaba tan bien cosida la tela, que no se observaba en ella el menor resquicio por donde pudiera averiguarse lo que había dentro.
El portero, después de vacilar un rato, entró en su garita, desapareció en ella y volvió al poco rato con un cortaplumas.
—No vendrá el amo, ¿eh? —preguntó al mozo.
Este, por toda contestación, elevó sus hombros con ademán de indiferencia.
—Vamos a ver lo que hay dentro —murmuró el señor Ramón; y para tranquilizar la conciencia del mozo añadió—: Luego lo volvemos a coser. No tengas cuidado.
El portero cortó unas puntadas, descosió otras, practicó una abertura en el lienzo; pero al dilatarla se encontró con que el agujero hecho caía sobre él suelo de la jaula, que era de madera. Incomodado con esto, no se anduvo en chiquitas; rasgó la tela de un lado y de otro, hasta dejar al descubierto un lado de la jaula, precisamente aquel en el cual estaba la puerta.
—¿Qué demonio hay aquí? —se dijo el señor Ramón.
No se veía dentro más que un ovillo negruzco como un puño de grande nada más.
La curiosidad del portero, como podrá suponerse, no estaba satisfecha. El hombre abrió la puertecilla de la jaula y metió la mano por el agujero. Notó al principio una cosa que se deslizaba entre sus dedos; luego sintió que le mordían. Dio un grito y retiró el brazo velozmente, y al sacarlo vio con espanto arrollada en la mano una culebra que le pareció monstruosa.
De miedo ni aun pudo gritar siquiera; lívido, con la energía del terror, desenroscó el animalucho de su brazo, y poseído del mayor pánico, con los pocos pelos de su cabeza de punta, huyó escaleras arriba sin atreverse a mirar hacia atrás.
Mientras tanto, la culebra, una culebrilla de esas pequeñas llamadas de Esculapio, incomodada con los malos tratos recibidos tan inmerecidamente, había pedido protección a la avutarda y junto a ella se enroscaba en el suelo y levantaba la cabeza bufando, con su lenguecilla bífida fuera de la boca.
Al mozo de cuerda le hizo tanta gracia la fuga del señor Ramón, que se deshizo en carcajadas estrepitosas, torciéndose y agarrándose a la boca del estómago con las dos manos; ya moderada su risa, salió del portal, cogió un pedazo de ladrillo de en medio de la calle y entró con intención de matar a la culebra; pero al ver al portero en lo alto de la escalera agarrado a la barandilla, temblando y lleno de terror, volvióle a acometer la risa; y en el primer intento, al dejar caer el ladrillo sobre el suelo, no acertó a aplastar la cabeza del animalucho, como quería.
El señor Ramón, ante aquella hilaridad mortificante, se estremeció.
¡Su dignidad estaba por los suelos! ¿Qué hubieran dicho los porteros del barrio, el prendero de la esquina, el memorialista de enfrente, las criadas de la vecindad, para las cuales era casi un oráculo, al verle expuesto a aquellas risas indecorosas? ¡Él, antiguo vicepresidente de la Sociedad de porteros de Madrid!
¡Sí, su dignidad estaba por los suelos!
Mientras el señor Ramón hacía estas reflexiones, el mozo de cuerda, ya sosegado y corrigiendo la puntería, iba a machacar la cabeza del ofidio cuando apareció de pronto en el portal un nuevo personaje. Venía envuelto en un abrigo de color de aceituna, con vetas mugrientas, adornado con dos filas de botones grandes y amarillos.
El recién venido era de baja estatura, algo rechoncho, de nariz dificultosa y barba rojiza en punta; llevaba en la cabeza un sombrero hongo color café, con gasa de luto y alas planas; pantalones a cuadros amarillentos, pellica raída en el cuello, un paraguas grueso en la mano derecha, y en la izquierda un paquete de libros.
Tras él marchaba un perrillo de largas y ensortijadas lanas, blanco y negro, a quien no se le veían los ojos; un pequeño monstruo informe, sin apariencia de animal, que daba la sensación, como diría un modernista, de una toquilla arrollada que tuviera la ocurrencia de ser automóvil.
El señor de la pellica raída entró en el portal, vio lo que pasaba y, como quien ejecuta un acto por acción refleja, levantó el paraguas en el aire inmediatamente.
—Pedazo de imbécil —le dijo al mozo—, ¿quién te manda a ti abrir esa jaula?
—Si no he sido yo. Ha sido el portero —replicó el mozo.
—¿Dónde está ese portero?
—Mírele usted… Allá.
—¿Y por qué le has dejado hacer su capricho a esa vieja momia? —gritó el señor, irritado y señalando con la punta del paraguas al aludido.
—¡Oh! ¡Vieja momia! ¡Qué de dicterios! ¡Qué de vituperios! —murmuró el señor Ramón en voz baja, y pasó por su mente el martirologio de todos los santos.
—Mire usted —repuso el mozo de cuerda rascándose la cabeza—, yo, la verdad, creí que sería alguna culobra que se había metido en la jaula a comerse el pájaro. ¡Cómo las culobras suelen comerse a los pájaros!
24 noviembre 2022
Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox
En el fondo del portal había un camaranchón de madera pintado de azul, con un ventanillo, por cuyos cristales verdosos se veían cortinas blancas, en sus tiempos adornadas con leones lampantes bordados en rojo. A un lado de la ventana se leía en un cartel este letrero: Verdaderos palillos de enebro, y colgando del mismo clavo que el cartel un paquetito amarillo.
Pocos momentos después de presentarse el mozo de cuerda en el portal se abrió la ventana del camaranchón y apareció en ella una cabeza de viejo cubierta con un gorrito negro, torcido graciosamente hacia un lado; después de la cabeza se presentó en la ventana una bufanda, luego un chaleco de Bayona, y el señor Ramón el portero —nuestros lectores quizá hayan comprendido que aquella cabeza, aquella bufanda y aquel chaleco de Bayona eran nada menos que del portero—, después de apartar de su lado una bandeja llena de palillos, preguntó al mozo de cuerda:
—Eh… Tú… ¿Cuándo viene el amo?
—No lo sé… Diome estas cosas…
—Pero ¿no tiene muebles ese tío? Porque hasta ahora no ha traído más que cajas y frascos y cacharros de cristal; pero de muebles, cero.
—No sé —repuso el mozo—. Díjome el amo que ya quedaban pocas cosas por trasladar.
—¡Pocas cosas! ¡Pero si no ha traído ni un trasto todavía! ¡Pues tiene sombra! —el señor Ramón se levantó de su asiento, abrió la puerta de su covacha y salió al portal.
Era un hombrecillo rechoncho, afeitado cuidadosamente, con un aspecto de cura, profesor de baile o cómico bien alimentado.
Andaba a pasitos cortos, taconeando fuerte; se levantaba sobre la punta de los pies cuando decía algo importante, y para rematar sus frases se dejaba caer sobre los talones, como indicando así que este movimiento dependía más que del peso de su cuerpo del peso de su argumentación.
El nuevo inquilino empezaba a preocupar al portero; no se había presentado a él, no tenía muebles.
—¿Quién es este hombre? —se dijo el señor Ramón a sí mismo con diversas entonaciones, y añadió—: Habrá que vigilarle. ¡No vaya a resultar uno de esos personajes misteriosos como los de las historias de los folletines!
Para darse cuenta o tomar al menos algún indicio de quién podía ser el nuevo y extraño inquilino, días antes el portero había abierto cautelosamente, sin que nadie lo viera, la buhardilla número 3 con la llave que el mozo de cuerda encargado de la mudanza le entregaba al marcharse, y había hecho largas y severas investigaciones oculares. Vio primeramente en el interior de unas cajas carretes de alambre recubiertos de seda verde, aquí frascos, allá pedazos de carbón y de cinc, en un rincón un pajarraco disecado, en otro, varias ruedas; un maremágnum…
—Esto es el caos —se dijo el señor Ramón—, esto es el caos.
Y pasaron por su portentoso cerebro historias de anarquistas, de fabricantes de explosivos, de dinamiteros, de siniestros bandidos, de monederos falsos. Toda una procesión de seres terribles y majestuosos desfiló por su mente.
En un álbum el portero encontró un retrato que le llamó la atención. Era de un hombre de edad indefinible, calvo, aunque no del todo, porque tenía un tupé como una llama que le saliera de la parte alta de la frente. La cara de este hombre mal barbado, de nariz torcida y de ojos profundos y pequeños, era extraña de veras: tan pronto parecía sonreír como estar mirando con tristeza.
En el margen del retrato se leían estas líneas escritas con tinta roja:
El señor Ramón quedó, según su decir, completamente sumergido en el caos. Bajó las escaleras absorto, preocupado, en actitud pensativa. De vez en cuando, como las encrespadas y furibundas olas que baten con empuje vigoroso las peñas de la bravía costa, chocaban en su cerebro estas preguntas turbadoras de tan noble espíritu: ¿Dé quién era aquella cabeza? ¿De quién era aquella inscripción?…
¡Oh terribles misterios de la vida!
Pío Baroja
Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox
La vida fantastica - 1