Una vez,
cuando faltaba poco para Navidad, un niño hizo su Nacimiento. Preparó las
montañas de cartón piedra, el cielo de papel de seda, el laguito de cristal, el
portal con la estrella encima. Colocó las figuritas con fantasía, llevándolas
una por una desde la caja en las que las guardó el año anterior. Y tras
haberlas colocado en sus sitios —los pastores y las ovejas sobre el musgo, los
Reyes Magos en la montaña, la vieja castañera junto al sendero— le parecieron
pocas. Quedaban demasiados espacios vacíos. ¿Qué hacer? Era demasiado tarde
para salir a comprar otras figuritas y, además, tampoco tenía tanto dinero…
Mientras
miraba alrededor, a ver si se le ocurría una idea, le saltó a los ojos otra
gran caja, aquélla en la que había metido a descansar, de pensionistas, algunos
juguetes viejos: por ejemplo, un piel roja de plástico, último superviviente de
toda una tribu que marchaba al asalto de Fort Apache…, un pequeño aeroplano sin
timón, con el aviador sentado en la carlinga…, una muñequita un poco «hippy»
con la guitarra en bandolera; había llegado a casa por casualidad, dentro de la
caja de detergente para la lavadora. Naturalmente nunca había jugado con ella,
los varones no juegan con muñecas. Pero, mirándola bien, era verdaderamente
mona.
El niño la
depositó en el sendero del Nacimiento, junto a la viejecita de las castañas.
Cogió también al piel roja, con el hacha de guerra en la mano, colocándole al
final del rebaño, junto a la cola de la última oveja. Por último, colgó de un
hilo el aeroplano y su piloto, en un árbol de plástico bastante alto que en
otros tiempos fue un árbol de Navidad, de esos que se compran en los grandes
Almacenes, y les encontró también un sitio sobre la montaña, no muy lejos de
los Reyes Magos y sus camellos. Contempló satisfecho su trabajo, después se fue
a la cama y se durmió en seguida.
Entonces se
despertaron todas las figuritas del Nacimiento. El primero que abrió los ojos
fue uno de los pastores. Notó en seguida que en el Belén había algo nuevo y
diferente. Una novedad que no le hacía demasiada gracia. En realidad no le
hacía ninguna gracia.
—Eh, ¿pero quién
es ese tipejo que sigue a mi rebaño con un hacha en la mano? ¿Quién eres? ¿Qué
quieres? Márchate en seguida si no quieres que te eche encima a los perros.
—Augh —hizo
el piel roja por toda respuesta.
—¿Cómo has
dicho? Oye, habla claro, ¿entiendes? O mejor, no digas nada y vete con tu
hocico rojo a otra parte.
—Yo quedarme
—dijo el piel roja, ¡augh!
—¿Y ese
hacha? ¿Para qué la quieres? Anda, dímelo. ¿Es para acariciar a mis ovejas?
—Hacha ser
para cortar leña. Noche fría, yo querer hacer fuego.
En ese momento
también se despertó la castañera y vio a la chica con la guitarra en bandolera.
—Oye,
muchacha, ¿qué clase de gaita es la tuya?
—No es una
gaita, es una guitarra.
—No estoy
ciega, veo muy bien que es una guitarra. ¿No sabes que sólo están permitidas
las zambombas y las flautas?
—Pero mi
guitarra tiene un sonido precioso. Escuche…
—Por caridad,
para ya. ¿Estás loca? ¡Qué cosas! ¡Ah, la juventud de ahora! Escucha, lárgate
antes de que te tire a la cara mis castañas. Y te advierto que queman, ya casi
están asadas.
—Las castañas
son ricas —dijo la chica.
—¿Encima te
haces la graciosa? ¿Quieres quedarte con mis castañas? Entonces, además de una
desvergonzada, eres también una ladrona. Ahora vas a ver… ¡Al ladrón! Quiero
decir, ¡a la ladrona!
Pero no se
oyó el grito de la viejecilla. El aviador había escogido precisamente ese
momento para despertarse y poner en marcha el motor. Dio un par de vueltas
sobre el Nacimiento, saludando a todos con la mano, y aterrizó junto al piel
roja. Los pastores le rodearon amenazadoramente:
—¿Qué
pretendes? ¿Asustar a las ovejas?
—¿Destruir el
Belén con tus bombas?
—Pero si no llevo bombas —respondió el aviador—, éste es un aparato de turismo. ¿Queréis dar una vuelta?