01 noviembre 2022

Un libro una hora. Cadena SER. "Niebla" de Miguel de Unamuno

 

BRAULIO COSTAS

 BRAULIO COSTAS

ERA conocido por O Cazoleiro, porque era alfarero. Mejor dicho, lo fuera, que ahora, reumático, había dejado la rueda. Cuando le enfermó un nieto, hizo en barro una figura de niño, y fue a llevarla a los Milagros de Amil. El nieto curó. Con alguna frecuencia iban a pedirle que hiciese el favor de hacer una cabeza o una pierna para llevarle a un santo al que habían ofrecido un enfermo. El señor Braulio meneaba la cabeza negativamente y decía:
—¡Ese no es un caso desesperado!
Y no hacía el exvoto que le pedían. Otras veces se negaba por diferentes razones. Por ejemplo:
—¡Aun hice un brazo para llevar a San Cosme hace dos semanas, y no vaya estar cada día molestándolo con recomendaciones!
Porque el santo sabía que el exvoto era obra del antiguo cazoleiro, porque no hacía pieza que no firmase. Por ejemplo: «A San Roque. De parte de Braulio, seguro servidor que estrecha su mano». Ni más ni menos, con una letra redonda que hacía con un punzón antes de cocer la pieza. A veces la vidriaba con barniz de Linares.
Cuando le murió su mujer, la señora Casilda, hizo una figura de unas dos cuartas de alto, que todos decían que mismo era la señora Casilda con su pierna coja, adelantándola apoyándose en el bastón. Llevó la figura al camposanto, y la sujetó con unos alambres en la lápida del nicho. Cuando moría alguien en la aldea, le pedían una figura, pero él se negaba, diciendo que ciertas cosas solamente se hacen una vez en la vida. Y se echaba a llorar, recordando a su Casilda. Pero, un día, espontáneamente, hizo una figura, la figura de un niño, un ángel con abiertas alas en la espalda. Había muerto el hijo de unos vecinos, un niño de unos siete años, morenito, muy despierto. Braulio fue personalmente a llevar la figura al camposanto, y la colocó con tanto cuidado como había hecho con la de su finada Casilda. Los padres del niño Manoliño le dieron las gracias, y el señor Braulio explicó que saliendo de la iglesia el día del patrón, que era San Martín, Manoliño estaba comiendo una rosca, y su tía Fermina le decía que le diese un bocado, a lo cual el niño se negaba. Manoliño viendo al señor Braulio a la puerta de la iglesia, corrió hacia él, y dándole media rosca, le dijo:
—¡A ti te doy!
Y en recuerdo de aquel regalo, el señor Braulio hizo la figura de Manoliño. Fue la última que hizo. En los últimos días de su vida, encarnado, con grandes dolores del reúma que le retorcía los huesos, le confesó a su sobrino y heredero Marcelino:
—Cuando jugaba a las cartas, si me venía el caballo de copas, era seguro que ganaba aquel juego. Varias veces estuve tentado de hacerle una figura, pero como no es de la familia, ni nadie me lo pidió, no la hice. Y además, que llegaba a ser dueño de mi caballo de copas un jugador y se la llevaba a San Cosme, por ejemplo, y este al ver mi firma iba a decir: «¡Mira en que cousas se pon a pensar o señor Braulio cando vai a morrer!».
Mandaba que le secasen las lágrimas y lo sonasen, y comentaba que había que saber morir con señorío.

Álvaro Cunqueiro
Las historias gallegas

E cando lle chegóu a hora,
soñando estaba
un país onde chovían bolboretas
para que se fixese a luz. E a luz foi feita.
ÁLVARO CUNQUEIRO

Álvaro Cunqueiro (Mondoñedo, Lugo, 1911-Vigo, Pontevedra, 1981) ha sido uno de los grandes creadores de las literaturas gallega y española de la segunda mitad del siglo XX. Autor prolífico y bilingüe, con el idioma de Rosalía siempre en primer plano y con Galicia como permanente telón de fondo, Cunqueiro publicó a lo largo de cincuenta años casi una docena de novelas —once exactamente—, cuatro de ellas agrupadas después bajo un mismo título: Flores del año mil y pico de ave. También escribió seis poemarios, tres libros de semblanzas, unas cuantas piezas dramáticas —teatro breve muchas de ellas—, varias guías de viajes, algunos ensayos sobre gastronomía… y miles de artículos en periódicos y revistas. Utilizó indistintamente el gallego y el castellano para dar vida a estas obras, aunque confesó no creer en el bilingüismo: «Sostengo que hay siempre una lengua de fondo y mi lengua de fondo es el gallego. Que tenga más o menos facilidad para expresarme en otra lengua y que esta sea el castellano es otra historia», señalaba en una entrevista con Manuel Pérez Bello incluida en el catálogo de la exposición que le dedicó el Círculo de Bellas Artes de Madrid en 2003.

Ánsia o deseo

ansia o deseo

31 octubre 2022

CAP. V. FLOR DE SANTIDAD

 

CAP. V. FLOR DE SANTIDAD

ADEGA cuando iba al monte con las ovejas tendíase a la sombra de grandes peñascales, y pasaba así horas enteras, la mirada sumida en las nubes y en infantiles éxtasis el ánima. Esperaba llena de fe ingenua que la azul inmensidad se rasgase dejándole entrever la Gloria. Sin conciencia del tiempo, perdida en la niebla de este ensueño, sentía pasar sobre su rostro el aliento encendido del milagro. ¡Y el milagro acaeció!… Un anochecer de verano Adega llegó á la venta jadeante, transfigurada la faz. Misteriosa llama temblaba en la azulada flor de sus pupilas, su boca de niña melancólica se entreabría sonriente, y sobre su rostro derramábase, como óleo santo, mística alegría. No acertaba con las palabras, el corazón batía en el pecho cual azorada paloma. ¡Las nubes habíanse desgarrado, y el Cielo apareciera ante sus ojos, sus indignos ojos que la tierra había de comer! Hablaba postrada en tierra, con trémulo labio y frases ardientes. Por sus mejillas corría el llanto. ¡Ella, tan humilde, había gozado favor tan extremado! Abrasada por la ola de la gracia, besaba el polvo con besos apasionados y crepitantes, como esposa enamorada que besa al esposo.

La visión de la pastora puso pasmo en todos los corazones, y fué caso de edificación en el lugar. Solamente el hijo de la ventera, que había andado por luengas tierras, osó negar el milagro. Las mujerucas de la aldea augurábanle un castigo ejemplar. Adega, cada vez más silenciosa, parecía vivir en perpetuo ensueño. Eran muchos los que la tenían en olor de saludadora. Al verla desde lejos, cuando iba por yerba al prado o con grano al molino, las gentes que trabajaban los campos dejaban la labor y pausadamente venían á esperarla en el lindar de la vereda. Las preguntas que le dirigían eran de un candor milenario. Con los rostros resplandecientes de fe, en medio de murmullos piadosos, los aldeanos pedían nuevas de sus difuntos: Parecíales que si gozaban de la bienaventuranza, se habrían mostrado a la pastora, que al cabo era de la misma feligresía. Adega bajaba los ojos vergonzosa. Ella tan sólo había visto a Dios Nuestro Señor, con aquella su barba nevada y solemne, los ojos de dulcísimo mirar y la frente circundada de luz. Oyendo a la pastora las mujeres se hacían cruces y los abuelos de blancas guedejas la bendecían con amor.

Andando el tiempo la niña volvió a tener nuevas visiones. Tras aquellas nubes de fuego que las primeras veces deslumbraron sus ojos, acabó por distinguir tan claramente la Gloria que hasta el rostro de los santos reconocía. Eran innumerables: Patriarcas de luenga barba, vírgenes de estática sonrisa, doctores de calva sien, mártires de resplandeciente faz, monjes, prelados y confesores. Vivían en capillas de plata cincelada, bordadas de pedrería como la corona de un rey. Las procesiones se sucedían unas a otras, envueltas en la bruma luminosa de la otra vida. Precedidas del tamboril y de la gaita, entre pendones carmesí y cruces resplandecientes, desfilaban por fragantes senderos alfombrados con los pétalos de las rosas litúrgicas que ante el trono del Altísimo deshojan día y noche los serafines. Mil y mil campanas prorrumpían en repique alegre, bautismal, campesino. Un repique de amanecer, cuando el gallo canta y balan en el establo las ovejas. Y desde lo alto de sus andas de marfil, Santa Baya de Cristamilde, San Berísimo de Céltigos, San Cidrán, Santa Minia, San Clodio, San Electus, tornaban hacia la pastora el rostro pulido, sonrosado, riente. ¡También ellos, los viejos tutelares de las iglesias y santuarios de la montaña, reconocían a su sierva! Oíase el murmullo solemne, misterioso y grave de las letanías, de los salmos, de las jaculatorias. Era una agonía de rezos ardientes, y sobre ella revoloteaba el áureo campaneo de las llaves de San Pedro. Zagales que tenían por bordones floridas varas, guardaban en campos de lirios ovejas de nevado, virginal vellón, que acudían á beber el agua de fuentes milagrosas cuyo murmullo semeja rezos informes. Los zagales tocaban dulcísimamente pífanos y flautas de plata, las zagalas bailaban al son, agitando los panderos de sonajas de oro. ¡En aquellas regiones azules no había lobos, los que allí pacían eran los rebaños del Niño Dios!… Y tras montañas de fantástica cumbre, que marcan el límite de la otra vida, el sol, la luna y las estrellas se ponen en un ocaso que dura eternidades. Blancos y luengos rosarios de ánimas en pena giran en torno, por los siglos de los siglos. Cuando el Señor se digna mirarlas, purificadas, felices, triunfantes, ascienden a la gloria por misteriosos rayos de luminoso, viviente polvo.

Después de estás muestras que Dios Nuestro Señor le daba de su gracia, la pastora sentía el alma fortalecida y resignada. Se aplicaba al trabajo con ahínco, abrazábase enternecida al cuello de las vacas, y hacía cuanto los amos la ordenaban, sin levantar los ojos, temblando de miedo bajo sus harapos.

 

Título original: Flor de santidad

Ramón María del Valle-Inclán, 1904

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