CAP. IV. FLOR DE SANTIDAD
—¡Buenas almas del Señor, haced al pobre peregrino un bien de caridad!
Era su voz austera y plañida. Apoyó la frente contra el bordón, y la guedeja negra, polvorienta y sombría, cayó sobre su faz. Una mujeruca asomó en la puerta:
—¡Vaya con Dios, hermano!
Traía la rueca en la cintura, y sus dedos de momia daban vueltas al huso. El peregrino levantó la frente voluntariosa y ceñuda como la de un profeta:
—¿Y adónde quiere que vaya, perdido en el monte?
—Adonde le guíe Dios, hermano.
—A que me coman los lobos.
—¡Asús!… No hay lobos.
Y la mujeruca, hilando su copo, entróse nuevamente en la casa. Una ráfaga de viento cerró la puerta, y el peregrino alejóse musitando. Golpeaba las piedras con el cuento de su bordón. De pronto volvióse, y rastreando un puñado de tierra lo arrojó á la venta. Erguido en medio del sendero, con la voz apasionada y sorda de los anatemas, clamó:
—¡Permita Dios que una peste cierre para siempre esa casa sin caridad! ¡Que los brazados de ortigas crezcan en la puerta! ¡Que los lagartos anden por las ventanas a tomar el sol!…
Sobre la esclavina del peregrino temblaban las cruces, las medallas, los rosarios de Jerusalén. Sus palabras ululaban en el viento, y las greñas lacias y tristes le azotaban las mejillas. Adega le llamó en voz baja desde la cancela del aprisco:
—¡Oiga, hermano!… ¡Oiga!…
Como el peregrino no la atendía, se acercó tímidamente…
—¿Quiere dormir en el establo, señor?
El peregrino la miró con dureza. Adega, cada vez más temerosa y humilde, ensortijaba a sus dedos bermejos una hoja de juncia olorosa:
—No vaya de noche por el monte, señor. Mire, el establo de las vacas lo tenemos lleno de heno y podría descansar a gusto.
Sus ojos de violeta alzábanse en amoroso ruego, y sus labios trémulos permanecían entreabiertos con anhelo infinito. El mendicante, sin responder una sola palabra, sonrió. Después volvióse avizorando hacia la venta, que permanecía cerrada, y fué á guarecerse en el establo, andando con paso de lobo. Adega le siguió. El mastín, como en una historia de santos, vino silencioso á lamer las manos del peregrino y la pastora. Apenas se veía dentro del establo. El aire era tibio y aldeano, sentíase el aliento de las vacas. El recental, que andaba suelto, se revolvía juguetón entre las patas de la yunta, hocicaba en las ubres y erguía el picaresco testuz dando balidos. La Marela y la Bermella, graves como dos viejas abadesas, rumiaban el trébol fresco y oloroso, cabeceando sobre los pesebres. En el fondo del establo había una montaña de heno, y Adega condujo al mendicante de la mano. Los dos caminaban a tientas. El peregrino dejóse caer sobre la yerba, y sin soltar la mano de Adega pronunció a media voz:
—¡Ahora solamente falta que vengan los amos!…
—Nunca vienen.
—¿Eres tú quien acomoda el ganado?
—Sí, señor.
¿Duermes en el establo?
—Sí, señor.
El mendicante rodeóle los brazos a la cintura y Adega cayó sobre el heno. No hizo el más leve intento por huir. Temblaba agradecida al verse cerca de aquel santo que la estrechaba con amor. Suspirando cruzó las manos sobre el cándido seno como para cobijarlo y rezar. El mastín vino a posar la cabeza en su regazo. Adega, con apagada y religiosa voz preguntó al peregrino:
—¿Ya traerá mucho andado por el mundo?
—Desde la misma Jerusalén.
—¿Eso deberá ser muy desviado, muy desviado de aquí?…
—¡Más de cien leguas!
—¡Glorioso San Berísimo!… ¿Y todo por monte?
—Todo por monte y malos caminos.
—¡Ay santo!… Bien ganado tiene el Cielo.
Los rosarios del peregrino habíanse enredado en el cabello de la zagala, que para mejor desprenderlos se puso de rodillas. Las manos le temblaban, y toda confusa hubo de arrancárselos. Llena de santo respeto besó las cruces y las medallas que desbordaban entre sus dedos.
—Diga, ¿están tocados estos rosarios en el sepulcro de Nuestro Señor?
—En el sepulcro de Nuestro Señor… ¡Y además en el sepulcro de los Doce Apóstoles!
Adega volvió a besarlos. Entonces el peregrino, con ademán pontifical, le colgó un rosario al cuello:
—Guárdalo aquí, rapaza.
Y apartábala suavemente los brazos que la pastora tenía aferrados en cruz sobre el pecho. La niña murmuraba con anhelo:
—¡Déjeme, señor!… ¡Déjeme!
El mendicante sonreía y procuraba desabrocharla el justillo. Sobre sus manos velludas revoloteaban las manos de la pastora como dos palomas asustadas:
—Déjeme, señor, yo lo guardaré.
El peregrino la amenazó:
—Voy a quitártelo.
—¡Ah, señor, no haga eso!… Guárdemele aquí, donde quiera…
Y se desabrochaba el corpiño, y descubría la cándida garganta, como una virgen mártir que se dispusiese a morir decapitada.
Título original: Flor
de santidad
Ramón
María del Valle-Inclán, 1904