CAP. III. FLOR DE SANTIDAD |
ADEGA era huérfana. Sus padres habían muerto de pesar y de fiebre aquel
malhadado Año del Hambre, cuando los antes alegres y picarescos molinos del Sil
y del Miño parecían haber enmudecido para siempre. La pastora aún rezaba muchas
noches, recordando con estremecimiento de amor y de miedo la agonía de dos
espectros amarillos y calenturientos sobre unas briznas de paja. Con el
pavoroso relieve que el silencio de las altas horas presta a este linaje de
memorias, veía otra vez aquellos pobres cuerpos que tiritaban, volvía a
encontrarse en la mirada de la madre que a todas partes la seguía, adivinaba en
la sombra la faz afilada del padre contraída con una mueca lúgubre, el reír
mudo y burlón de la fiebre que lentamente le cavaba la hoya…
¡Qué invierno aquél! El atrio de la iglesia se cubrió de sepulturas nuevas.
Un lobo rabioso bajaba todas las noches a la aldea y se le oía aullar
desesperado. Al amanecer no turbaba la paz de los corrales ningún cantar
madruguero, ni el sol calentaba los ateridos campos. Los días se sucedían
monótonos, amortajados en el sudario ceniciento de la llovizna. El viento
soplaba áspero y frío, no traía caricias, no llevaba aromas, marchitaba la
yerba, era un aliento embrujado. Algunas veces, al caer la tarde, se le oía
escondido en los pinares quejarse con voces del otro mundo. Los establos
hallábanse vacíos, el hogar sin fuego, en la chimenea el trasgo moría de tedio.
Por los resquicios de las tejas filtrábase la lluvia maligna y terca en las
cabañas llenas de humo. Aterida, mojada, tísica, temblona, una bruja hambrienta
velaba acurrucada a la puerta del horno. La bruja tosía llamando al muerto eco
del rincón calcinado, negro y frío…
¡Qué invierno aquél! Un día y otro día desfilaban por el camino real
procesiones de aldeanos hambrientos, que bajaban como lobos de los casales
escondidos en el monte. Sus madreñas producían un ruido desolador cuando al
caer de la tarde cruzaban la aldea. Pasaban silenciosos, sin detenerse, como un
rebaño descarriado. Sabían que allí también estaba el hambre. Desfilaban por el
camino real lentos, fatigados, dispersos, y sólo hacían alto cuando las viejas
campanas de alguna iglesia perdida en el fondo del valle dejaban oír sus voces
familiares anunciando aquellas rogativas que los señores abades hacían para que
se salvasen los viñedos y los maizales. Entonces, arrodillados a lo largo del
camino, rezaban con un murmullo plañidero. Después continuaban su peregrinación
hacia las villas lejanas, las antiguas villas feudales que aún conservan las
puertas de sus murallas. Los primeros aparecían cuando la mañana estaba blanca
por la nieve, y los últimos cuando huía la tarde arrebujada en los pliegues de
la ventisca. Conforme iban llegando unos en pos de otros, esperaban sentados
ante la portalada de las casas solariegas, donde los galgos flacos y cazadores,
atados en el zaguán, los acogían ladrando. Aquellos abuelos de blancas guedejas,
aquellos zagales asoleados, aquellas mujeres con niños en brazos, aquellas
viejas encorvadas, con grandes bocios colgantes y temblones, imploraban limosna
entonando una salmodia humilde. Besaban la borona, besaban la mazorca del maíz,
besaban la cecina, besaban la mano que todo aquello les ofrecía, y rezaban para
que hubiese siempre caridad sobre la tierra. Rezaban al Señor Santiago y a
Santa María.
¡Qué invierno aquél! Adega, al quedar huérfana, también pidió limosna por
villas y por caminos, hasta que un día la recogieron en la venta. La caridad no
fué grande, porque era ya entonces una zagala de doce años que cargaba mediano
haz de yerba, e iba al monte con las ovejas y con grano al molino. Los venteros
no la trataron como hija, sino como esclava: Marido y mujer eran déspotas,
blasfemos y crueles. Adega no se rebelaba nunca contra los malos tratamientos.
Las mujerucas del casal encontrábanla mansa como una paloma y humilde como la
tierra. Cuando la veían tornar de la villa chorreando agua, descalza y cargada,
solían compadecerla rezando en alta voz:
—¡Pobre rapaza, sin padres!…
Título original: Flor
de santidad
Ramón
María del Valle-Inclán, 1904