Durante mi tercer año de colegio llegó a Saint-Boniface un joven que fue uno de los pocos caballeros distinguidos que figuraban entre los pensionistas que componían nuestra sociedad. Su popularidad creció rápidamente. Cualquier muchacho amable y corriente hubiera sido bien recibido, casi puedo asegurarlo, aun sin ser más rico que el resto; pero es innegable que la adulación, la banalidad, el servilismo, son vicios que arraigan tanto en la mocedad como en la madurez; y un muchacho rico, en la escuela o en el colegio, tiene siempre sus secuaces, escuderos, lugartenientes y cortes pequeñas, como cualquier viejo millonario de Pall Mall, de esos que en su club pasean la vista por encima para elegir al convidado del día, mientras que los humildes parias esperan ansiosamente, pensando: «¡Ah! ¿Me llevará esta vez o invitará a ese abominable, reptil y empedernido gorrón de Henchman?». Lo de siempre cuando se trata de parásitos y de aduladores. No, señor mío, no es que yo vaya a decir que usted sea uno de ellos; y me atreveré a decir que sería bajo y mezquino el que dedicásemos a un hombre nuestra simpatía por la sola razón de que tiene dinero. «Sé muy bien —solía decir Federico Lovel— que muchos amigos vienen a mi habitación a causa de mi prodigalidad, porque mi vieja ama de gobierno tiene almacenado vino en abundancia y porque doy buenas comidas; no me engañan; al menos, tiene que ser más agradable acercarse a mí, disfrutar de mis convites y de mis vinos añejos, que no acudir a los malditos tés de Jack Highsons o a la desagradable cervecería de Oxbridge que tiene Ned Roper». Hay que confesar, en suma, que las reuniones de Lovel resultaban más agradables que las de cualquiera otro compañero del colegio. Tal vez la excelencia del trato y el cuidado que se ponía en atender a los invitados hacíalas más encantadoras. Una comida servida en platos de estaño está muy bien, sin duda alguna, y yo recuerdo estos banquetes con plena gratitud de mi corazón; pero un almuerzo con pescados de Londres, con el aditamento posterior del juego, amén de tres o cuatro sabrosas entrées, es mucho mejor…, y no hay que olvidar que no había en toda la Universidad un cocinero que rivalizara con el nuestro de Saint-Boniface, y, ¡oh, dulces tiempos!, el apetito y las digestiones de entonces hacían las comilonas doblemente agradables. Entre Lovel y yo nació una amistad que confío no ha de disminuir ni siquiera con la publicación de este libro. El período que sigue inmediatamente a la reválida del bachillerato suele ser crítico y embarazoso. Los proveedores acostumbran a exigir con cierta rudeza la liquidación de sus cuentas. Los impresos que encargábamos Calidi Juventa; aquellos alfileres de corbata que los joyeros prendían a la fuerza en nuestros pechos sencillos; aquellas caprichosas prendas que cambiábamos por nuestros libros, y aun por nosotros mismos, todo aquello había de ser pagado por el recién graduado. Mi padre, que entonces vivía, rehusaba satisfacer aquellas demandas, esgrimiendo el argumento justo —tengo que confesarlo— de que mi pensión era bastante considerable y de que las entenadas no era equitativo que sufriesen perjuicio por consecuencia de mis extravagancias. Todo esto hubo de colocarme en situaciones difíciles y hasta de ponerme en riesgo de ser encarcelado, si no hubiera sido por Lovel, el cual, aun bordeando el peligro de ser condenado a reclusión campestre, corrió a Londres a ver a su madre —que entonces tenía razones especialísimas para mostrarse complaciente con su hijo— y obtuvo de ella una cantidad, que se apresuró a llevarme a la horrible fonda de mister Shackell, en que yo me hospedaba. Tenía llenos de lágrimas sus ojos cariñosos; apretó mi mano entre las suyas cientos de veces, al tiempo que me iba entregando los billetes; el inspector mayor —pues Sargent era entonces simple inspector—, que llegaba en aquella ocasión dispuesto a conducir a Lovel ante el rector, a causa de una infracción de disciplina, dejó escapar una lágrima cuando yo, con elocuencia conmovedora, le expliqué lo ocurrido, y el asunto quedó zanjado con un Porto especial de 1811, del que libamos copiosamente aquella tarde en el cuarto del inspector. Cúpome la dicha de liquidar con Lovel por medio de algunos plazos trabajosos. Tomé discípulos, como he dicho; emprendí trabajos literarios; me puse en relación con una revista, y, aunque me sonroje un poco el decirlo, llegué a imponerme al público como un estudiante clásico. No desmereció mi reputación de hombre ilustrado cuando, al morir mi padre, consolidé mi modesta independencia; y mis traducciones del griego, mis poemas firmados por Beta y mis artículos publicados en el periódico del que fui copropietario durante varios años no dejaron de tener su pequeño éxito en aquellos días.
En Oxbridge, si no obtuve distinciones académicas, tuve ocasión de mostrar mi gusto literario. Logré un año en Boniface el premio de composición, y me declaro culpable de haber escrito ensayos, poemas y hasta una tragedia. Mis compañeros me hicieron objeto de chacota —una simple broma servía para divertir a aquellos borrachuelos y mantener su risa largo tiempo—…; no me hiere la alegría que gozaron a mi costa, con ocasión de cierto compromiso que adquirí a mi llegada a Londres, y en el que no hubiera dejado de caer aunque hubiera comprado las verdes antiparras de Moisés Prim Rose.
Mi Jenkinson era un antiguo compañero de colegio a quien tuve la idiotez de suponer una persona decente; el amigo poseía una lengua muy pulcra y un aspecto exterior respetable y santo. Era un predicador bastante popular, y acostumbraba a gritar mucho en el púlpito; entre éste y un extraño comerciante en vinos y usurero llamado Sherrick se dieron traza para hacerme adquirir la posesión de aquel periódico literario llamado
Museum, que tal vez recordaréis; ésta fue la selecta propiedad literaria que me llevó a comprar con su labia seductora mi amigo Honeyman. Soy un hombre sin malicia; el amigo de marras hállase ahora en la India, donde presumo que las estará pagando todas juntas. Atravesaba una honda penuria cuando me vendió
Museum. Se puso por las nubes al decirle yo algún tiempo después que era un estafador, y escondiendo sus sollozos tras el pañuelo, me dijo entre gemidos que algún día pensaría mejor acerca de él; análogas quejas formuladas por mí frente a su cómplice Sherrick produjeron efectos contrarios, pues reventó en una carcajada en mis propias barcas y me dijo: «Tú has sido tonto». Y tenía razón
mister Sherrick. Era, en efecto, un cándido el que tratase con él cuestiones de dinero; y también estaba en lo cierto el pobre Honeyman, pues no pienso ahora de él tan mal como antes. Un muchacho oprimido por la escasez de dinero no podía resistir a la tentación de explotar a un joven inexperto como yo. No tengo más remedio que confesar que aquel dichoso
Museum me dio ínfulas de editor y que me sugirió el propósito de educar el gusto del público y de difundir por toda la nación la moral y la sana literatura, así como que obtuve una liberal remuneración de mis servicios. Declaro haber insertado mis propios sonetos, mi propia tragedia, mis propios versos —inspirados en un ser sin nombre, cuya conducta había hecho sangrar, y no poco, a un corazón leal—. Confieso haber escrito artículos satíricos, en los cuales campeaba la sutileza de mi ingenio, y trabajos de crítica, cuyos materiales afanaba en las enciclopedias y en los diccionarios biográficos; trabajos que denotaban una suma de conocimientos que hoy mismo me asombrarían. Declaro que entonces me ofrecí al público como un perfecto papanatas; pero, dígame usted, amigo mío, ¿no ha hecho usted nada semejante? Si no habéis sido
cándidos alguna vez, es difícil que lleguéis a ser hombres avisados.
Creo que fue mi notable colega del piso primero —él también había tenido con Sherrick relaciones económicas y visitádole tres o cuatro veces en las prisiones metropolitanas— el que primeramente me hizo ver la burla sangrienta de que se me había hecho víctima con motivo del periódico. Escribía Slumley en un periódico que se imprimía en el mismo sitio que el mío. El mismo muchacho solía traer las pruebas para los dos…, una pizca de mozalbete, de ojos muy vivos, que a los diez y seis años apenas representaba doce. Hombre ya por su discreción, tenía la estatura de un niño…, caso frecuente entre la gente pobre.
Este pequeño Dick Bedford acostumbraba a pasar largas horas sentado y dormido en mi antesala o en la de Slumley, mientras que corregíamos nuestros valiosos trabajos. Slumley era un caritativo malvado, y compartía con el chico sus comestibles y bebida. Yo gustaba también de obsequiar al muchacho con algo de mi almuerzo, y disfrutaba viéndole comer. Sentado con su cartera entre las rodillas, durmiendo con la cabeza hundida entre los hombros, y con los pies que no alcanzaban al suelo, hacía Dick una figurilla conmovedora. El borrachín del capitán le concedía un gesto de bienvenida cuando bajaba las escaleras con aire retador, llevando en la mano la chaqueta y el chaleco para dirigirse a su gabinete de aseo, detrás de la cocina. Los niños y Dick eran buenos amigos: Isabel protegíale y hablaba con él de vez en cuando, siempre en tono grave. ¿Conocéis al músico Clancy?… ¿Le conocéis tal vez mejor bajo el nombre de Federico Donner? Donner solía poner música a los versos de Slumley, o viceversa, y de vez en vez venía a Beak Street, donde trabajaba en el piano del poeta. A los sones de esta música centelleaban los ojos del pequeño Dick. «¡Oh, esto es admirable!» —decía el entusiasta joven—. Debe decirse que aquel bondadoso hereje de Slumley no sólo daba al chico algunos peniques, sino que le regalaba billetes para funciones y conciertos. Dick tenía en su casa una pequeña colección de trabajos; de mi toga de estudiante le aderezó su madre un magnífico chalequillo, y tanto él como su madre, que era una excelente mujer, ataviados con sus ropas mejores, ofrecían un aspecto bastante decoroso para el gallinero de cualquier teatro de Inglaterra.
Entre los espectáculos públicos a que asistía
mister Dick, solía frecuentar la academia en que bailaba
miss Bellenden, y de la que la pobre Isabel Prior salía después de media noche envuelta en su raída túnica. En cierta ocasión en la que el capitán, padre y protector de Isabel, se encontraba dificultoso para emprender una marcha regular, y con el habla tan escandalosa e incoherente que comenzaba a llamar la atención de los señores de la policía, surgió Dick, colocó en un coche a Isabel y a su padre, pagó de su bolsillo el recorrido y los trajo a casa en triunfo, ocupando él mismo el pescante. Yo acertaba a llegar a casa en aquel instante —de una de aquellas elegantes
soirées que daba
miss Wateringham en Dorset Square—, y cuando trasponía mi puerta entraba Dick con su impedimenta. «Tome usted, cochero» —decía Dick, alargando el dinero y mirando con sus ojos brillantes—. Era mucho más agradable contemplar esta cara llena de vida que no aquélla del capitán, que entraba en su casa vacilante. Según me dijo Isabel, rompió Dick a llorar cuando una semana después intentó devolverle el dinero; era aquél, en opinión de Isabel, un muchacho excepcional. Y así era, en efecto.
Volvamos a mi amigo Lovel. Estaba yo precisamente induciéndole a que hiciera el grado —examen que, acá para entre nosotros, nunca pensé que pudiera salvar airosamente—, cuando me hizo saber de pronto desde Weymouth, donde se hallaba pasando las vacaciones, su propósito de dejar la Universidad y de hacer un viaje al extranjero. «Han ocurrido cosas, amigo querido —me escribía, que hacen la casa de mi madre un lugar de tristeza para mí —poco sospechaba yo, cuando fui a la ciudad para cuidarme de tu asunto, la verdadera causa de aquella milagrosa amabilidad para conmigo—. Mi corazón se hubiera destrozado, Carlos —mi nombre de pila es Carlos—, si las heridas no hubieran encontrado un
lenitivo».
En el curso de este capítulo se habrá advertido la sombra de algunos pequeños misterios, a cuenta de los cuales, de ser yo aficionado a esta clase de artificios, podía fácilmente haber mantenido al lector intrigado por espacio de un mes:
- ¿Por qué insiste la señora Prior en llamar academia al teatro en que baila su hija?
- ¿Cuáles eran las razones especiales que movieron a la señora Lovel a mostrarse tan complaciente con su hijo y entregarle ciento cincuenta libras no bien se las pidiera?
- ¿Por qué estuvo a punto de destrozarse el corazón de Federico Lovel?
Y
- ¿Quién era el lenitivo de sus dolores?
Voy a contestar inmediatamente, sin el más leve intento de dilación o circunloquio:
- La señora Prior, que había recibido dinero en muchas ocasiones de su hermano, Juan Erasmo Sargent, rector de Saint-Boniface, sabía perfectamente que si el rector, a quien había ella estado atosigando toda la vida, se enteraba de que a su sobrina se la había mandado a la escena, no habría de darles un chelín más.
- La razón de que Emma, la viuda de Adolfo Loeffer, confitero de Whitechapel Road, hubiese acogido con tanta amabilidad a su hijo Adolfo Federico Lovel, Esq. del colegio de Saint-Boniface de Oxbridge y socio principal de la mencionada casa de Loeffel, casi un niño aún, consistía en que ella, Emma, se hallaba a punto de contraer segundas nupcias con el reverendo Samuel Bonnington.
- El corazón de Federico Lovel se conmovió tan profundamente al enterarse de ello, que adoptó gestos y ademanes de Hamlet; se vistió de negro; empezó a gastar melenas que llegaban hasta los ojos, y presentó mil señales exteriores de pena y desesperación, hasta que…
Y
- Luisa —viuda de sir Popham Baker, de Bakerstown Cº Kilkenny —baronet— indujo a mister Lovel a emprender un viaje al Rin con ella y Cecilia, cuarta y única hija soltera del difundo sir Popham Baker.
El concepto que yo formé de Cecilia ya lo he consignado con toda candidez en una de las páginas anteriores. Ahora, me ratifico en aquella opinión. No he de repetirla. Me desagrada el tema, como me desagradaba en vida aquella mujer. No sabré decir lo que Federico encontrase en ella digno de admirarse. No es poca suerte para todos nosotros la variedad de gustos que reina en hombres y mujeres. A esta mujer no la veréis viva en esta historia. Veréis, sí, su retrato pintado por el difunto
mister Gandish. Aparece en la pintura pulsando un arpa, con la cual acostumbraba a volverme loco en fuerza de hacerme oír su
Tara Halls y su
Pobre Mariana. Solía ella zaherir a Federico y manifestarse tan impolítica con sus invitados, que, con objeto de apaciguarla, decíale a su marido. «Vamos, querida mía, haznos un poco de música»; y en seguida quitábase los guantes y empezaba con su
Tara Halls, en el arpa, cuyas malditas cuerdas no sabían ninguna otra música que martirizara cien veces mis oídos con el mismo sonsonete. A poco sobrevino el período en el que, como he dicho, empezó a mirárseme por encima del hombro; y como no me gustase aquel trato, dejé de ir a Shrublands.
Una cosa parecida hizo también la señora Baker, aunque
no de su grado. No abandonó
ella aquella residencia porque se le antojase demasiado fría la recepción que se le dispensaba, sino porque aquella casa se había hecho demasiado
caliente para ella. Recuerdo haber visto venir un día a Federico muy excitado a describirme, con bastante viveza, una gran batalla librada entre Cecilia y la señora Baker, que trajo por consecuencia le derrota y fuga de esta última. Huyó la señora; mas no pasó de la aldea de Putney, donde acampó de nuevo y se hizo fuerte en una posada. Al día siguiente inició un ataque desesperado, aunque débil, presentándose tras la verja de Shrublands y amenazando con que allí habría de permanecer, para que todo el mundo supiera el trato que una madre había merecido de su hija. La verja, sin embargo, no fue franqueada, y Barnet, el jardinero, apareció diciendo: «Puesto que usted ha venido, señora mía, será porque piensa pagar a mi ama los veinticuatro chelines que ella le ha prestado», y se quedó el jardinero mirándola a través de los barrotes, mientras que ella se marchaba con las orejas gachas. Lovel pagó la olvidada cuentecilla; eran, según él decía, los veinticuatro chelines mejor gastados en su vida.
Pasaron ocho años, durante la segunda mitad de los cuales apenas vi a mi antiguo amigo, como no fuera en los
clubs y
restaurants donde secretamente nos encontramos, y renovamos, si no la pasada y alegre intimidad, el antiguo afecto que nos uniera. Cierto invierno llevó a su familia al extranjero; según me dijo Lovel, la salud de Cecilia era delicada, y el médico había prescrito que pasara el invierno en el Mediodía. Mas no permaneció Lovel al lado de su mujer; urgentes negocios le reclamaban en Londres; hallábase comprometido en muchas empresas a más de la confitería paternal; pertenecía a varias compañías; dirigía un Banco y era un hombre que tenía muchos hilos en sus manos. Una fiel aya cuidaba de los niños; dos fieles criados dedicábanse a la enferma; y Lovel, que realmente adoraba a su mujer, soportaba la separación con resignada ecuanimidad. A la primavera siguiente recibí una impresión bastante fuerte al leer, entre las noticias necrológicas del periódico, este párrafo: «En Nápoles ha fallecido de fiebre malaria, el día 25 del pasado, Cecilia, esposa de Federico Lovel. Esq. e hija del difunto
sir Popham Baker,
baronet». Comprendí el dolor que mi amigo estaría sufriendo. Habiendo marchado inmediatamente a Italia al saber las primeras noticias de la gravedad, no llegó a Nápoles a tiempo de recibir el último adiós de su pobre Cecilia.
Algunos meses después de la desgracia recibí una esquela procedente de Shrublands. En ella me escribía Lovel en el mismo tono afectuoso de antaño. Suplicaba al antiguo amigo que fuera a verle, para consolarle en su soledad. ¿Accedería yo a comer con él aquella noche?
Claro está que acudí al llamamiento sin perder instante. Le encontré envuelto en pieles, rodeado de sus hijos en el salón, y confieso que no me produjo sorpresa alguna hallar allí una vez más a la señora Baker.
—Parece que se extraña usted de verme aquí,
mister Batchelor —díjome la señora, con aquella gracia y aquella cortesanía que le eran habituales; porque es verdad que si ella estaba dispuesta a aceptar los favores que se le hicieran, tenía buen cuidado de injuriar a aquellos de quienes los había recibido.
—De ninguna manera —exclamé, mirando a Lovel, que bajó la cabeza compasivamente.
Mi amigo, con Cecilita sobre sus rodillas, se hallaba sentado bajo el retrato de la difunta artista, cuya arpa, envuelta en una funda de cuero, yacía tristemente en un rincón de la estancia.
—No estoy aquí por mi propia voluntad, sino obedeciendo a un sentimiento del deber hacia ese… ángel… que ha desaparecido —dijo la señora Baker, señalando al cuadro.
—Cuando estaba aquí mamá siempre estabais peleando —profirió el pequeño Popham, mirando con rostro ceñudo.
—Así es como se enseña a que me respeten estas criaturitas —contestó la abuela.
—¡Silencio, Pop! —dijo el padre—. No quiero que seas un niño mal educado.
—Pop es un niño mal criado, ¿verdad? —repuso Cecilia, haciendo el eco.
—¡Silencio, Pop! —repitió el padre—. Si no te callas, te mando con
miss Prior.