14 octubre 2022
13 octubre 2022
El Solitario de Beak Street (4)
Mas ¿qué razón habría para que una pobre patrona hiciese tan gran misterio de tener una hija que se gana honradamente una guinea bailando en un teatro? ¿Por qué insistía tanto en llamar al teatro academia? ¿Por qué había la señora Prior de hablarme en esa forma a mí, que conocía la verdad, y al que nunca Isabel guardó secreto respecto a la índole de sus ocupaciones?
En la vida de la pobreza decente hay acciones y eventos que no está de más ocultar bajo tupido velo. Cualquiera de nosotros podemos, si nos viene en gana, traspasar la pantalla. A menudo no hay tras ella vergonzosos espectáculos…; sólo fuentes vacías, restos míseros y otras tristes señales que evidencian la escasez y el frío. ¿Pero a quién puede exigírsele que muestre al público sus andrajos y pregone por las calles el hambre que padece? Por aquel tiempo, la señora Prior —cuyo carácter ha variado desde entonces en el sentido de una menor amabilidad— tenía un aire respetable. Sin embargo, como ya he dicho, mis provisiones desaparecían con notable rapidez; mis botellas de vino y de aguardiente no dejaron de volar hasta que las puse al abrigo del aire y encerrádolas en una alacena…; la mermelada de frambuesa de More, golosina que me dominaba y permanecía en la mesa unas cuantas horas, siempre se la había comido el gato, cuando no aquella pequeña y maravillosa criada para todo, tan activa, tan sumisa, tan bondadosa, tan sucia, tan servicial. ¿Era realmente la muchacha la que se apoderaba de mis provisiones? Yo he visto la Gazza Ladra, y sé perfectamente que con frecuencia se acusa a estas pobres criadas, con notoria injusticia; esto, sin contar con que en mi caso confieso que me tenía completamente sin cuidado quién fuera el culpable. Al hacer el balance del año, un hombre solo y libre no es mucho más pobre porque tenga que pagar este impuesto doméstico. Un domingo, al anochecer, hallándome retenido en la cama por un catarro, y después de haber gustado el fiambre que Isabel me preparaba y me traía, yo la supliqué que sacase de la alacena, cuya llave le daba, cierta botella de aguardiente; la miré, y ella fijó sus ojos en mí. Era inequívoca la agonía que la embargaba. Apenas había quedado una gota de aguardiente; todo había volado; era domingo, y aquella tarde no había ya medio de proporcionarse aguardiente.
Isabel advirtió mi contrariedad. Dejó la botella y rompió a llorar. Al principio trató de contenerse, mas no tuvo otro remedio que dejar correr sus lágrimas.
—Hija mía… Niña querida —dije yo, tomando su mano—, no vaya usted a suponer que yo pienso que usted…
—No… —dijo, pasándose las manos por los ojos—. No…; pero la última vez que estuvo aquí mister Warrington aún quedaba algo. ¡Oh! Póngale usted en un armario seguro —díjome con prosodia harto defectuosa.
—¡Un armario de seguridad! —la observé yo—. ¡Cómo me extraña que usted, que pronuncia tan bien palabras inglesas y francesas, tenga esos tropezones en el inglés! Su madre hablaba bastante bien.
—Porque ella nació señora. A ella no la dedicaron a oficiala de sombreros, como a mí, ni se vio obligada a convivir con esa escandalosa caterva de muchachas… ¡Oh, qué atmósfera! —Lloraba Isabelita, juntando sus manos con desesperación.
En aquel momento las campanas de St. Beak empezaron a anunciar el oficio vespertino alegremente. «¡Isabel!» oí gritar desde abajo, con su voz de timbre masculino, a la señora Prior. Y a la iglesia se encaminó la muchacha, pues ni ella ni su madre perdían un solo domingo. Yo declaro que dormí tan admirablemente como si hubiera tomado el aguardiente y el agua.
Luego que nos hubo dejado Slumley, vino a mí un día la señora Prior, con aire meditabundo, a preguntarme si tenía algo que objetar a madame Bentivoglio, la cantante, como inquilina para el piso primero. ¡En verdad que esto era ya demasiado! ¿Cómo iba yo a dedicarme a mis trabajos con aquella mujer, ensayando todo el día y berreando debajo de mí? No hay para qué decir que el desahucio de esta señora, que hubiera constituido una proporción excelente, me cerró el camino para negarme a prestar a los Prior algún dinero más; Prior me encareció su propósito de tratarme en lo sucesivo en forma completamente distinta, y me extendió un recibo por una cantidad doble de la que últimamente le había prestado, asegurándome por el cielo y comprometiéndose a devolvérmelo por su honor de militar y de caballero. Vamos a ver. ¿Cuántos años hará de esto?… ¿Trece, catorce, veinte? ¿Qué más da? Me parece, linda Isabel, que si vieses ahora la firma de tu desdichado padre no vacilarías en pagar. Hace poco, precisamente, revolviendo entre los papeles de una antigua caja, que no había abierto en quince años, hallé aquel documento junto con otras cartas escritas…, no importa por quién…, un guante al que yo atribuyera en otro tiempo un valor absurdo y aquel chaleco verde esmeralda, regalo de la señora Macmanus, que lucía en el baile del Fénix Park de Dublín una vez que bailé con ella. ¡Señor, señor! No volvería el chaleco a ceñir mi talle ahora. ¡Cómo se agrandan las cosas!
Aunque no se me ocurrió jamás reclamar aquella cuenta de cuarenta y tres libras —veintitrés de las cuales hube de anticiparles en otra ocasión para evitar un desahucio…—, a mí, que nunca pensé reintegrarme de dicha cantidad, como tampoco soñé en llegar a ser lord mayor de Londres…, se me hacía un poco duro que la señora Prior escribiese a su hermano ausente —con admirable letra, por cierto—, bendiciendo a la Providencia, que se había servido concederle una saneada renta, ofreciéndole elevar sus constante plegarias para que Dios le conservase largo tiempo en el disfrute de su fortuna, e informándole de que cierto inflexible acreedor, que no quería nombrar —aludiéndome a mí—, que tenía a mister Prior bajo su garra —como si yo una vez en posesión de aquel garabato hubiera sabido qué hacer con él—, por tener en su poder un pagaré por valor de cuarenta y tres libras, catorce chelines, cuatro peniques, y que vencía en 3 de julio —mi cuenta—, estaba decidido a llevarlos a la ruina si no se le pagaba una parte antes de esa fecha. Cuando visité mi antiguo colegio y estuve en casa de Sargent, en Boniface Lodge, me trató lo mismo que si fuera aún estudiante; apenas si me habló en el comedor donde comí, en la mesa de los alumnos, y sólo me invitó a uno de aquellos inaguantables tés de la señora Sargent en todo el tiempo que duró mi estancia. Y precisamente a instancias de este hombre vine yo a dar en los Prior. Un día se acercó a hablarme de sobremesa; empezó a charlar conmigo entre carraspeos, se sonrojó y en tono pomposo se refirió a una infortunada hermana que tenía en Londres…, matrimonio desdichado y prematuro…; el marido, el capitán Prior, caballero del Cisne, con dos collares de Portugal; oficial distinguidísimo, pero especulador imprudente…; magnífico alojamiento en el centro de Londres, tranquilo, a pesar de hallarse junto a los clubs… y si caía enfermo —yo soy un inválido declarado—, la señora Prior, su hermana, me cuidaría como una madre. En una palabra: que caí en manos de los Prior; tomé las habitaciones: Amelia Juana, la sucia doncellita ya apuntada, arrastraba una carretilla en la que conducía un par de criaturas en análogo estado de presentación, y aun marchaba junto a ellos otro llevando en sus brazos a un cuarto, casi tan grande como él. La menuda gentecilla, después de pisar los inundados pavimentos de Regent Street, desembocaba en el manso arroyo de Beak Street, cuando la casualidad me llevó en su seguimiento. La pequeña caravana se detuvo junto a una puerta, la misma que yo buscaba, y que fue franqueada por Isabel, apenas salida de la niñez entonces, con sus negros cabellos que caían sobre sus ojos solemnes.
El espectáculo de aquella gente menuda, que hubiera horrorizado a otro cualquiera, acertó a atraerme. Yo soy un solitario. Alguien me maltrató una vez, no importa en qué lugar. Si yo hubiera tenido hijos, presumo que hubiera sido bueno para ellos. Juzgaba a Prior un vulgar y redomado truhán y a su esposa como una artera y hambrienta mujercita. A mí los niños me divertían, y tomé las habitaciones pensando regalarme con el placer de oír por la mañana sobre mi cabeza el taconeo de sus piececitos. La persona a que me refiero tenía varios pequeños…; el marido era juez en las Indias occidentales… Allons. Ahora ya saben ustedes cómo me fui a vivir con los Prior.
No obstante ser a la sazón un viejo célibe recalcitrante y jurado —me llamaré mister Batchelor, si os parece, en esta historia; y alguien hay lejos… muy lejos, que sabe perfectamente por qué jamás he de abrazar otro estado—, era yo un muchacho bastante alegre. No iba más allá de los placeres propios de la juventud; aprendí el rigodón con objeto de bailar con ella en aquellas largas vacaciones, cuando iba a leer con mi amigo el joven lord vizconde Poldoody en Dubl… ¡Psch! ¡Quieto, atolondrado corazón! Tal vez malgastara el tiempo durante el bachillerato. Tal vez leyera demasiadas novelas, concediendo atención excesiva a la «literatura elegante» —ésta era nuestra frase habitual— y hablaba con demasiada frecuencia en la Unión, donde disfrutaba de una reputación considerable. Mas las palabras floridas no me granjeaban los premios del colegio. Me separé de mis camaradas; caí poco después en desgracia con mis parientes; pero conquisté una modesta independencia, que afiancé tomando algunos discípulos para el repaso y el grado común. Por fin la muerte de un pariente me proporcionó una renta pequeña, con la que abandoné la Universidad y me trasladé a Londres.
William M. Thackeray
El viudo Lovel
Título original: Lovel The Widower
William M. Thackeray, 1860
Traducción: Manuel Ortega y Gasset
12 octubre 2022
El Solitario de Beak Street (3)
El capitán Prior acostumbraba a llevar a su hija a «la academia»; pero frecuentemente era Isabel la que tenía que encargarse de conducirle a su casa. Como tenía que esperar por los alrededores dos, tres o, cinco horas a veces, mientras que Isabel daba sus lecciones, era natural que sintiera deseo de guardarse del frío en algún lugar de entretenimiento de las inmediaciones de «la academia». Todos los viernes eran recompensadas la buena conducta y asiduidad de miss Bellenden y otras señoritas con un premio que consistía en una medalla de oro, y con frecuencia, hasta con veinticinco medallas de plata. Miss Bellenden entregaba a su madre la medalla de oro, guardando para sí tan solo cinco chelines, con los cuales los pobres chiquillos compraban zapatos y guantes y ella sus modestos artículos de sombrerería. Una o dos veces consiguió el capitán interceptar la mencionada pieza de oro, y creo poder decir que con ella obsequió a sus bigotudos amigos, los habituales apisonadores del pavimento del Quadrant; porque el capitán era un hombre espléndido, cuando tenía en su bolsillo dinero ajeno. Por diferencias surgidas con ocasión del arreglo de cuentas, se peleó con el comerciante de carbón, su último jefe. Isabelita, después de haberse rendido un par de veces a la importuna solicitud de su padre, haciendo todo lo posible por creer en sus promesas de reembolso, logró adquirir la entereza suficiente para negar a su padre la libra exigida. Sus cinco chelines… su pobre y flácido portamonedas, el que representaba sus caridades y humildes agasajos a sus hermanitos y hermanitas; sus pobres lujos y perfiles de aseo, hasta los detalles imprescindibles de su tocado; los guantes, cuidadosamente remendados; las medias zurcidas, el deslucido calzado, con el que había de trasponer una larga y fatigosa milla después de media noche; los mezquinos caprichos en forma de alfileres o brazaletes con que la pobre muchacha trataba de adornar las mangas o la bata casera…; sus pobres cinco chelines, de los cuales sacaba a veces María un par de zapatos, Tomasito una chaquetilla de franela y el pequeñín Bill un coche con su caballo…, esta miserable suma, esta pizca que Isabelita distribuía entre tantos pobrecillos…, mucho me temo que sufrió varias veces la confiscación paterna. Yo acusé a la muchacha del hecho, y no pudo negármelo. Formulé un voto tremebundo diciendo que si llegaba a enterarme de que daba otra vez la moneda a Prior, cambiaría de domicilio y no volvería a dar a los niños chucherías, boliches ni la monedilla de seis peniques; que tampoco volverían a gustar la picante mermelada, ni el mordiente pastel de jengibre, ni las estampas de personajes de teatro que luego iluminaba con su caja de pinturas; ni las prendas de desecho que aparecían después como pequeños trajes en las personas de Tomasito y de Bill; trajes que la señora Prior, Isabelita y la criada cortaban, recortaban, modificaban, planchaban, estiraban y zurcían con la mayor ingenuidad. He de decir que, dadas mis relaciones con los Prior…, teniendo en cuenta los préstamos que les hacía, aquellos trajes y el cariñoso trato que yo daba a los niños… se me hacía muy duro que desapareciesen mis tarros de mermelada y que volaran mis botellas de aguardiente.
¡Y que aun trataran de asustar a su hermano con el cuento del acreedor inexorable!… ¡Ah, señora Prior! ¡Vaya con la señora Prior! Así marchaba Isabelita a su escuela, envuelta en un raído chal, cubierta su cabeza con un anticuado sombrerete y con un vestidillo más corto de lo que correspondía a su estatura, salpicado de lodo y mostrando el lodo de todos los temporales, mientras que alguna de las otras señoritas, sus compañeras, sacaban de su medallas de oro mucho mayor provecho. Miss Delamere, con sus diez y ocho chelines semanales —eso de llamarles medallas de plata habéis de saber que era tan sólo una broma mía—, tenía veinte sombreros nuevos, vestidos de satín y seda para todas las estaciones, plumas en abundancia, vaporosos trajes, caprichosos pañuelos, un sinnúmero de dijes, moldes para gelatinas en forma de corona, botella de jerez, manta y cuanto pueda imaginarse por una compañera caída en la desgracia y el abatimiento; en cuanto a miss Montanville, que disfrutaba exactamente la misma sala…, bueno; que recibía exactamente de la escuela la misma cantidad, a saber, unas cincuenta libras anuales…, poseía un elegante y coquetón chalet en Regent’s Park, un milord de un caballo, que lucía brillantes arneses bronceados, y un lacayo que ostentaba en la cinta de su sombrero un prodigioso lazo de oro, lacayo al que, por cierto, se trataba en la parada de coches con espantoso desprecio; una tía o una madre, no lo sé a punto fijo —vale más que fuera sólo una tía—, siempre muy decorosamente ataviada, que escoltaba a miss Montanville, que también se adornaba con pulseras y aderezos y que usaba abrigos de terciopelo de los más rico y lujoso. Cierto que miss Montanville era una gran economista. Jamás se supo que auxiliara a una amiga desgraciada ni que diese a un semejante a punto de desfallecer un mendrugo o un vaso de vino. Ella entregaba diez chelines todas las semanas a su padre, cuyo nombre era Boskinson, que desempeñaba, según parece, el cargo de sacristán en un oratorio de Paddington; pero miss Montanville jamás le veía…, ni cuando estuvo en el hospital tan enfermo; y aunque no puede negarse que prestara trece libras a miss Wilder, tampoco debe ocultarse que llevó a la cárcel a la Wilder por un pagaré de veinticuatro, y que vendió hasta el último enser de la Wilder, con escándalo y vergüenza de toda la academia. Luego, miss Montanville fue víctima de un accidente, que deplorará todo aquel a quien le venga en gana. En la tarde del 26 de diciembre de mil ochocientos y tantos, cuando los directores de la academia obsequiaban a sus amistades en la fiesta de Pascua con la gran panto…, mejor dicho…, cuando celebraban ante sus relaciones sus exámenes las alumnas de la academia…, la Montanville, que hubo de presentarse, no en su milord esta vez, sino en una espléndida y aérea carroza tirada por palomas, cayó desde un arco iris, atravesando el baldaquino de la reina Amaranthine, a punto de herir a miss Bellenden, que ocupaba el trono, ataviada con manto celeste salpicado de lentejuelas, agitando una varita mágica y pronunciando unos versos estúpidos compuestos por el profesor de Literatura adscrito a la academia. Dejemos a la Montanville cayendo por la trampa, gritando; dejémosla que se rompa una pierna, que se la lleven a su casa y que no vuelva a figurar entre los personajes de este cuento. No podría hablar nunca. Su voz era ronca y destemplada como la de una pescadora. Será posible que esa descomunal y vieja acomodadora del… teatro, que importuna a las señoras en la primera grada del patio para ofrecerles esa abominable banqueta, cuyo único objeto parece ser el de que tropiece en ella todo el mundo, viéndose obligado a marcar una grotesca cortesía; que ésa que se manifiesta tan solícita, cual si reconociese como a una antigua amiga a la espléndida señora que llega al palco…, ¿puede esta anciana identificarse con la brillante Emilia Montanville de otro tiempo? Se me dice que no existen acomodadoras en los teatros ingleses. Esto no es sino una prueba del consumado artificio y cuidado con que yo substraigo a la curiosidad malsana las personas en que se inspiran los personajes de esta novela. La Montanville no es una acomodadora. Tal vez pueda bajo otro nombre regentar una bisutería en Burlington Arcade, por motivos fáciles de comprender; mas no habrá tormento que me induzca a divulgar el secreto. La vida tiene sus alzas y sus bajas, y usted, anciana coja, ha tenido las suyas. ¡La Montanville! ¡Sigue tu camino! ¡Toma un chelín! —Gracias, señor—. ¡Llévate esta dichosa banqueta, y que no vuelva a verte más!
En cuanto a la hechicera Amaranthine, se parecía a cierta simpática señorita de cuyos años de juventud algo hemos leído ya. Hasta las doce de la noche, envuelta en un manto chispeante, dirige la danza en compañía del príncipe Gradini —más conocido por Gradi en sus épocas de triunfos en el teatro Real de Dublín—. Durante la cena ocupa su asiento junto al real padre del príncipe —que vive todavía y aun reina de vez en cuando, por lo cual no revelaremos su venerado nombre—. Hace ademán de beber en la dorada copa y de comer del monumental pudding. Sonríe cuando el irascible viejo monarca golpea a los marmitones y al primer ministro: Irradia espléndidos fulgores; centellean las mil joyas que guarnecen su tocado, joyas ante las cuales resulta el Koh-i-noor un guijarrillo mísero y opaco. Desaparece en una carroza que para sí la quisiera el lord mayor. Y… ¿quién es esa muchacha que a media noche marcha de prisa hacia su casa con ese ajado sombrerete, ese chal de algodón y ese traje con los bajos franjeados de lodo, atravesando las calles encharcadas?
Nuestra cindarella se levanta temprano; empléase bastante en los quehaceres de la casa; viste a sus hermanos y hermanas y prepara el desayuno de su papá. En los días que no tiene que asistir a las lecciones de la mañana en la academia coadyuva a los menesteres de la comida. ¡El cielo nos asista! Ella solía traerme la comida cuando yo comía en casa, y se encargaba de confeccionar el famoso caldo de carnero cuando yo padecía de catarros. Venían a casa algunos extranjeros… profesionales para visitar a Slumley en el primer piso; eran capitanes desterrados de España y Portugal y camaradas del padre de ella en sus épocas de guerrero. Es sorprendente cómo se asimilaba el acento de todos ellos y cómo aprendía muchos términos franceses e italianos. Tocaba, como ya he dicho, el piano algunas veces en el cuarto de mister Slumley; mas hubo de privarse de semejante expansión y aun de visitarle. Se me figura que no era un hombre de principios. Su periódico contenía desenfadados ataques para muchas reputaciones, y en La Moda hallaríais los más calurosos elogios y las más crudas injurias para la gente de teatro. Recuerdo haberle encontrado algunos años después en el vestíbulo de la ópera, expresándose en forma ruidosa al oír anunciar el coche de alguna señora, y decir vociferando en tonos bastante fuertes, que no necesitan ser exactamente reproducidos: «¡Ahí tienen ustedes a esa mujer! ¡Que se vaya al…! ¡A ésa la hice yo! ¡Yo le conseguí un contrato cuando su familia estaba pereciendo, sir! ¿La ha visto usted? ¡Ni siquiera me mira!». Y la verdad es que en aquel momento no era mister S… un objeto muy digno de contemplación. Recuerdo que hubo alguna que otra gresca con este hombre cuando vivimos juntos en Beak Street. Siempre que encontraba una dificultad, resolvíala ambulando. Abandonó la casa, dejándose un costoso y magnífico piano en prenda de una crecida suma que debía a la señora Prior, y no tardaron en llegar para llevarse el instrumento los almacenistas de música, que eran sus propietarios. Por lo que hace a la edificante biografía de mister S…, no hablemos. Porque es una afrenta para la literatura decir que escriben en periódicos personas tan bajas y desacreditadas.
William M. Thackeray
El viudo Lovel
Título original: Lovel The Widower
William M. Thackeray, 1860
Traducción: Manuel Ortega y Gasset
11 octubre 2022
El Solitario de Beak Street (2)
Ella por fuerza adivina que yo me propongo dibujar a su marido en las precedentes líneas; pero no me da testimonio de haberlo advertido sino por una intencionada cortesía: por —me será lícito decirlo— unas cuantas invitaciones más; por una mirada de aquellos ojos insondables —¡Dios bendito!, pensar que usó gafas tanto tiempo y que aún los defendía a veces con una visera—, en los cuales, cuando se les mira en ciertas ocasiones, se puede bucear tan hondo, tan hondo, tan hondo, que desafío a cualquiera a penetrar hasta la mitad del misterio que encierran.
Cuando yo era muchacho tuve habitaciones en Beak Street y en Regent Street —claro que no he vivido en Beak Street, como no he vivido en Be1grave Square; pero estimo conveniente decirlo, y confío en que no habrá ningún caballero tan mal criado que se atreva a contradecirme…— viví, repito, en tiempo en Beak Street. Prior era el nombre de mi patrona. Esta señora había atravesado mejores épocas…; a muchas patronas les ha pasado lo mismo. Su marido…, no diremos el patrón, porque la señora Prior era la que gobernaba…, había sido en mejores tiempos capitán o teniente de la milicia; residió luego en Diss-Norfolk, sin oficio ni beneficio; estuvo después en Norwich Castle preso por deudas; más tarde fue escribano en Southampton Buildings —Londres—; luego teniente y pagador en los Cazadores del Bom Retiro, al servicio de su majestad la reina de Portugal; por fin, estuvo en Melina Place, St. Georg’s Field’s, etcétera. Omito la reseña circunstanciada de una existencia que ya ha trazado paso a paso un biógrafo legal y que más de una vez ha sido objeto de investigaciones judiciales, llevadas a efecto por ciertos comisarios de Lincoln’s Inn Field’s. Prior, por este tiempo, después de haber salido a flote de cien naufragios logrando encaramarse en una barquichuela salvadora, actuaba de escribiente en la casa de un comerciante de carbón de la ribera. «Ya comprenderá usted, señor —decía él—, que mi colocación es transitoria… La fortuna de la guerra, la fortuna de la guerra». Chapurraba no pocas lenguas extranjeras. Su persona exhalaba un fuerte olor a tabaco. Ciertos hombres barbudos de los que se dedican a hollar con sus cascos los alrededores de Regent Street solían llegar por la tarde a preguntar por «el capitán». Era conocido en todos los billares de las cercanías, donde, según mis noticias, se le respetaba muy poco. No podréis haceros cargo, por lo que aquí ha de hablarse del capitán Prior, de lo inaguantable que resultaban el tal sujeto y sus groseras baladronadas, ni será fácil que os representéis la molestia que ocasionaban las repetidísimas demandas de pequeños préstamos, cuya pérdida era cosa descontada, todo lo cual habéis de suponer que ha ocurrido antes de levantarse el telón para el presente drama. Sólo dos personas en el mundo creo yo que se sentían movidas por la compasión hacia él: su mujer, que aún conservaba el dulce recuerdo del guapo mozo que le ofreciera su amor y supiera conquistarla, y su hija Isabel, a la cual Prior, durante los dos últimos meses de su vida y hasta que le atacara la enfermedad que le llevó al sepulcro, había acompañado todas las tardes a lo que él llamaba «la academia». Estáis en lo cierto. Isabel es el personaje central de la historia. Cuando la conocí era una delicada y esbelta muchacha de quince años. Tenía el rostro sembrado de pecas, y era un tanto rojizo su cabello. Su vestido era bastante corto. Solía pedirme prestados algunos libros y tocar el piano del vecino del piso primero, cuyo nombre era Slumley, siempre que éste se hallaba fuera de casa. Slumley era director de La Moda, periódico que se publicaba por entonces; era además autor de muchos cantos populares y amigo de varios almacenistas de música. Y, gracias a la influencia de mister Slumley, fue Isabel admitida como discípula en lo que la familia daba en llamar «la academia».
William M. Thackeray
El viudo Lovel
Título original: Lovel The Widower
William M. Thackeray, 1860
Traducción: Manuel Ortega y Gasset