31 enero 2022

Sobre el cuco (21) - le di los buenos días a un cuco que alborotaba en una pequeña robleda

 La saya de Carolina y otros apuntes para retratos de hermosas

La Bella Otero
Cuando paso por Valga, camino de Caldas a Padrón y Santiago, sin darme cuenta me pongo a tararear aquello de:
A saia de Carolina
ten un lagarto pintado:
cando Carolina baila,
o lagarto dálle ao rabo.
Valga está estos días con sus manzanos estrenando las verdes hojas nuevas, y los cerezos en flor. Felices prados, en los que la abubilla saluda a don abril. Yendo hacia Raxoi —apellido de arzobispo compostelano—, le di los buenos días a un cuco que alborotaba en una pequeña robleda. Tengo amigos muy eruditos en carolinogía, algunos del Ullán, a los que tengo que preguntar dónde fue que el zapatero Venancio Romero, alias Conainas —mote que predestinaba a violentar el sexto—, se echó sobre la niña. Por el mes era de julio, siegas hechas, uvas pintando, romerías. La niña se llamaba Agustina Otero Iglesias y tenía once años. El Conainas tenía veinticinco y una flor en la oreja. La niña, a lo que dicen, parecía de quince, lo que es una atenuante. El Conainas, que trashumaba como solador de zuecos y remendón, ya había cambiado sonrisas con la rapaceta. A lo mejor, le había ofrecido unos zapatos nuevos. Unos zapatos para que Agustina Otero, luego Carolina, pudiese lucir en el San Roque de Caldas de Reis, en la Pascua de Padrón o en los Milagros de Amil. O en el Apóstol, en la propia Compostela, hecha de hermosura eso que aún dice la gente, comparando con la reina de Castilla, «una Berenguela». En el silencioso atardecer valgués en el surco hondo de un maizal, o en un pinar, allí fue la cosa. Pero no debió de haber zapatos, o los hubo a plazos, y la madre denunció al juez de Caldas la violación de la niña. Se conserva el proceso. Poco después, la muchacha saldrá a servir. A Santiago. Y tras largas y oscuras peripecias, que Piñeiro Ares o Manuel de la Fuente, biógrafos de la Bella Otero, pondrán un día en puntual literario, la de Valga aparecerá en París, sabiendo abanicarse deliciosamente, preguntando en francés si va a llover, bañándose todos los días, y apasionada por los helados tutti-frutti. ¡Carolina Otero! Me gustaría saber quién fue el primero que en Valga dio la noticia de que Agustina Otero Iglesias era aquella Carolina Otero que sacaba perlas de los bigotes de los grandes duques rusos, y diamantes de las orejas de los marqueses y los banqueros de Francia, tras bailar endemoniadamente un andaluz de propia minerva. Y lo del juego, si había hecho saltar la banca de Montecarlo, y si era cierto que Guillermo II escribía para ella la letra de una opereta. Ya se había puesto la saya de Carolina, la saya con el lagarto pintado, que dice la canción gallega. Acaso el primer sorprendido fuese el Conainas, que la tuvo en el campo. Corrían noticias de que galanes franceses rechazados por Carolina se habían suicidado. Los ojos se abrían, porque en Galicia no había galán francés conocido más que don Gaiferos de Mormaltán de mozo, vestido de color violeta. Y los únicos que en el país sabían algo de la vida nocturna de París eran los señoritos de Ourense, quienes ponían telegramas a los íntimos, detallando sus éxitos venéreos. Se corrió que Carolina estaba preñada del zar de Rusia, y que viajaba en colchón de pluma, no se malograse el fruto. Y cuando estalló la guerra del 14, se afirmó en las tertulias de Pontevedra que Carolina Otero había empeñado sus joyas en favor de la apisonadora zarista. Algo había de verdad. La moza de Valga, acaso llevada por los recuerdos de su estancia en San Petersburgo, había metido todo su dinero en el famoso empréstito ruso. Cuando muere en Niza, en la miseria, todavía estarán allí, en la maleta, los famosos bonos, amarillos, azules, verdes, blancos… Resoñando los días gloriosos, más de una vez, en las largas noches de invierno, sentada junto a la pequeña estufa, las piernas envueltas en una manta, Carolina habrá abierto la maleta y habrá recontado y acariciado aquellos papeles, en los que estaban escondidas las jornadas gloriosas, los amores grandes y pequeños, las horas locas de la ruleta, los brillantes reventando de luz, un río de champagne, dos o tres vizcondes muertos, relucientes monedas de oro, y la saya, la endemoniada saya con el lagarto pintado, que fue el gran secreto de Carolina: cuando Carolina baila, el lagarto le da al rabo.
Y Venancio Romero, alias Conainas, zapatero remendón de oficio, pasando la subela por el pelo entre puntada y puntada, levantaba la vista hacia el retrato de Carolina, arrancado de una revista ilustrada y pegado con engrudo en la pared; un retrato en el que Carolina, enseñando la pierna, sonríe golosona. Pero casi no la ve. El Conainas a quien ve, en la curva del camino, es a aquella amapola de un lejano mes de julio, en un cómaro.

Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado

Patio de los naranjos

Córdoba, tres días de un octubre

30 enero 2022

Sobre el cuco (20) - «cuco rei, rabo de escoba, cantos días faltan para a miña boda?»

 Cantando el cuco

Ya he escuchado, matinal, la solfa primera del polígamo augur, del cuco que anuncia el alegre tiempo. Todavía en mi valle natal pasarán algunas semanas antes de que se le oiga, al contador partidor de los amores, y pueda la niña que anda con un hato de ovejas pardas en el pastizal dialogar con él aquello de «cuco rei, rabo de escoba, cantos días faltan para a miña boda?». Y a contar el canto del cuco, como quien deshoja una margarita que dice la hora en que llega el galán, «se será por Pascoa ou pola Trindá». Este cuco que escuché ayer mismo en una arboleda del valle Miñor parecía sorprenderse de sorprender la mañana con su voz. Al gallego le preocupó lo de si el cuco emigraba, o echaba aquí escondido los largos inviernos. En un valle cercano al mío —en el Valadouro, que preside A Frouseira, una cumbre oscura en la que tuvo almenas el mariscal Pero Pardo, degollado por la justicia de los Reyes Católicos—, se comprobó que el cuco hiberna en el país. Habían echado al fuego un cachopo de roble, un toro de un tronco hueco, y ya prendían en él las alegres llamas —iba a escribir «las alegres mariposas», que lo son las llamas azules, rojas, doradas—, cuando de su escondite en el hueco salió el cuco, que fue a posarse en la campana de la chimenea. Despertando presto, dicen que comentó en voz alta:
—Axiña se foi este ano o inverno!
¡Que pronto se fue este año el invierno! Creía el cuco que el fuego era el sol de abril o mayo, y le sabían a poco las jornadas de sueño en su camarote. Hace algunos años, diez o doce, preocupó también en ambas riberas de la ría de Vigo el que se oyese al cuco por las noches, y hubo más de un arúspice y más de una meiga que anunciaron catástrofes, cometa o monstruo, como aquellos que en vísperas de que César pasase el Rubicón —léase en la Farsalia—, vio Arrunx de Luca, en mántico etrusco, nacidos de la propia tierra, sin necesidad de semilla. Yo le dirigí por entonces dos cartas sobre el asunto a José María Castroviejo, quien andaba muy inquisidor, preguntando y preguntándose qué iba a pasar con la nocturnidad canora del cuclillo. Le citaba al doctor Johnson, quien sostiene que hay animales que sueñan y otros no, y al cuco podía despertarlo una pesadilla. Frobenius o Blaise Cendrars, que no recuerdo bien, hablan de un ave africana que sueña que arde la selva, y aterrada se precipita a las aguas de los grandes ríos, donde muere ahogada. Yo quise tranquilizar a las gentes, diciéndoles que el cantar por las noches el cuco quizá fuese por productividad, y que si anunciaba algo todo lo más sería una epidemia de peladas barberas, cosa que siempre se supo por aves…
Pero el cuco que escuché la pasada mañana llena de sol, más allá de las camelias en flor del huerto de un pazo hacia los álamos que se cubren de hojillas nuevas, estaba despreocupado de agüeros, simplemente feliz porque su anuncio de alegre tiempo era irrefutable.

Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado

Calles de Córdoba

Córdoba, tres días de un octubre

29 enero 2022

Sobre el cuco (19) - Por el canto, un cuco adulto, la voz agria, cansado de profetizar

 El cuco

Este año hemos vuelto a ver cigüeñas en Galicia, en la hermosa villa de Sarria. Las cigüeñas habían desaparecido hace muchos años de nuestros valles, del de Verín, de Lemos, del de Sarria. Confiemos en que la pareja que ha venido a Sarria a hacer su nido, el próximo año traiga con ella otras parejas más. Y el que ha venido tempranero es el cuco. Ha ido al monasterio de Poio, sobre la ría de Pontevedra —dicen que en él está enterrada Santa Trahamunda, una virgen vagabunda que algunos quisieron titular de patrona de los saudosos, porque se fue, recordó, tuvo soledades y regresó—, y dando un paseo al dulce sol ribeirano, escuché al cuco, por vez primera este año. Por el canto, un cuco adulto, la voz agria, cansado de profetizar. Un cuco que decía como el cómico malo los versos y el sacristán los latines. Se veía bien que no le emocionaba la hermosa tarde soleada, llena de camelias, ni le importaba emocionar a nadie. Era la gran ocasión para un cuco alegre, expectante de la primavera, generoso en los augurios. Como debió serlo aquel cuco del poema de William Henry Davies, que se pone a cantar cuando ha cesado de llover y ha aparecido el arco iris. El poeta habla a las vacas y a las ovejas, a las que dice por qué está tanto tiempo parado en la hierba que mojó la lluvia. Pues porque «a rainbow and a cuckoo’s song / may never come together again…»«un arco iris y un cuco cantando / quizás nunca más juntos los encuentre; nunca los encuentre juntos, de este lado del sepulcro»«may never come / this side the tomb…».
¿Cómo puede ser que un cuco cante aburrido en el bosque de la primavera? ¿Es que, como aquellos del Dante, es triste en el aire que del sol se alegra? El mundo va a peor cada día, cucos incluidos.

Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado

En las calles de Córdoba

Córdoba, tres días de un octubre

28 enero 2022

Sobre el cuco (18) - aparecía el vendaval, un gran mugidor, el toro de los vientos, el «ventus validus»

 En la muerte de un bosque

Algunos de mis lectores recordarán que más de una vez he escrito acerca del bosque de Silva. Un bosque que en mi Mondoñedo yo veía todas las mañanas al levantarme y escuchaba todas las noches, cuando el vendaval lo sobresaltaba. El bosque cubría una colina antigua. Pravias, álamos, chopos, abedules, algunos robles y castaños mezclaban sus ramas en él. Al pie de la colina, regando parvos prados, va el Sixto, un regato claro, que más abajo, antaño, será el foso junto a la cerca de la ciudad. Entre el bosque y el río sube el camino viejo a Lugo, descalzo por las torrenteras. En marzo yo escuchaba en el bosque el cuco agorero, que despertaba a un tiempo para amores y para profecías. El mirlo andaba todo el año volando desde el bosque a los huertos vecinos, donde el abrigo del norte son parras vetustas y fecundas. Los cuervos cubrían con su grave vuelo la distancia que hay entre el bosque y los agros alcantarinos del Sabelo. Al caer la tarde, palomas torcaces regresaban a sus nidos. Y en la hora vespertina, en el verano, en el enorme silencio saludé una vez respetuosamente al encantador serótino:
Quita a monteira, amigo
que xa o reiseñor
vai cantando no bosque,
ferido de amor!
Pero la hora más hermosa del bosque de Silva llegaba cuando mediaba otoño y grandes manchas rojas y doradas sustituían al verde en la espesura forestal. Una mañana cualquiera, con grandes y oscuras nubes en el cielo, aparecía el vendaval, un gran mugidor, el toro de los vientos, el «ventus validus», en la plenitud de su poder, y con sus manos abiertas se llevaba todas las hojas secas. Y quedaba en el bosque desnudo. Pero los días en que habitaba el otoño en las copas de los árboles, yo tenía vecino, visto desde mi ventana, un país profundo de Claudio de Lorena, uno de aquellos bosques en los que la imaginación europea aprendió a contemplar precisamente el otoño —invención tardía de la sensibilidad occidental.
Pues ese bosque vecino mío lo han ido talando. Descubierta queda la corona de la colina castrexa, y yacen en la ladera los troncos, que los leñadores han descortezado lentamente. Tengo la triste sensación de haber perdido un gran amigo, un compañero de ocios. Y como le imaginaba al bosque mío todos los misterios que son propios de las selvas, aprendidos en mil relatos, ¡ah, Brocelandia de Arturo y de Merlín!, he perdido también la estampa que me servía para poner de fondo en las historias que más amé, y amo todavía. Para mí el bosque de Silva lo era todo, y especialmente Sangri-la, es decir, la espesura que en su corazón ocultaba un claro con una fuente, el jardín de la Edad de Oro.
Está visto que no le dejan a uno envejecer en paz. Y he durado yo más que el bosque. Quisiera encontrar palabras para los versos de una elegía, en la que poder decirle al bosque, al oído, que existe la resurrección de las verdes ramas, allá, en el Paraíso.

Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado

Enriketa ve un fantasma