09 abril 2021

9 de abril

Cuando la enfermedad empeora, cuando los médicos confiesan que renuncian, Guillermo hace venir a todos los que le escoltaban desde que salía de sus lugares privados. Naturalmente. Necesariamente… ¿Cuándo estuvo alguna vez solo? ¿Quién se presenta solo al principio del siglo XIII, más que los insensatos, los posesos, los marginales a los que se acorrala? El orden del mundo requiere que cada uno permanezca encerrado en un tejido de solidaridades, de amistades, en un cuerpo. Guillermo convoca a aquellos que constituyen el cuerpo del que él es la cabeza. Un grupo de hombres. Sus hombres: los caballeros de su casa; y después el mayor de sus hijos. Es preciso este numeroso entorno para el gran espectáculo que va a comenzar, el de la muerte principesca. Desde el momento en que están allí para formar el cortejo, ordena que se le lleve. En su casa, dice, sufrirá más a gusto. Más vale morir en la propia casa que fuera. Que se le conduzca a Caversham, a su propia mansión. Tiene muchas, pero es ésta la que escoge porque es, del lado del país natal, la más próxima, la más accesible. No hay que cabalgar: está el Támesis, que conduce hasta ella. Así, el 16 de marzo, el conde Guillermo es «engalanado» por los suyos en una barca, su mujer en otra que sigue, y se empieza a remar, dulcemente, sin jadeos, en caravana.

Desde la llegada, su primera preocupación es liberarse de la carga que le pesa. El hombre cuya muerte se acerca debe, en efecto, deshacerse poco a poco de todo, y abandonar en primer lugar los honores del siglo. Primer acto, primera ceremonia de renuncia. Ostentatoria, como van a serlo los actos que seguirán; pero las bellas muertes en este tiempo son fiestas, se despliegan como sobre un teatro ante gran número de espectadores, ante gran número de oyentes atentos a todas las posturas, a todas las palabras, esperando del moribundo que manifieste lo que vale, que hable, que actúe según su rango, que deje un último ejemplo de virtud a los que le seguirán. Cada uno, de este modo, al dejar el mundo, tiene el deber de ayudar por última vez a afirmar esta moral que hace mantenerse en pie al cuerpo social, y sucederse las generaciones en la regularidad que complace a Dios. Y nosotros, que ya no sabemos lo que es la muerte suntuosa; nosotros, que escondemos la muerte, que la callamos, la evacuamos lo más rápidamente posible como un asunto molesto; nosotros, para quienes la buena muerte debe ser solitaria, rápida, discreta, aprovechemos que la grandeza a que el Mariscal ha llegado le coloca ante nosotros con una luz excepcionalmente viva, y sigamos paso a paso, en los detalles de su desarrollo, el ritual de la muerte a la antigua, que no era una escapada, una salida furtiva, sino una lenta aproximación, reglamentada, gobernada, un preludio, una transferencia solemne de un estado a otro estado superior, una transición tan pública como lo eran las bodas, tan majestuosa como la entrada de los reyes en sus villas. La muerte que hemos perdido y que, muy posiblemente, nos falte.

La función con la que el Mariscal moribundo se encuentra todavía investido es de tal peso que todos los que cuentan en el Estado deben ver con sus ojos cómo la abandona, lo que hace de ella. El rey, por supuesto, el legado del papa también —ya que Roma, en este primer cuarto del siglo XIII, considera que el reino de Inglaterra está bajo su protección, su control—, el gran justicia de Inglaterra; pero también toda la alta baronía. Una muchedumbre, que se ha reunido para eso. No cabría dentro del interior de la mansión de Caversham. Acampa en la otra orilla, en Reading, en el gran monasterio real y en sus alrededores. Guillermo no puede moverse de su cama. Es preciso, por tanto, que los más importantes del reino atraviesen el río, vayan a la cabecera de su lecho. El 8 ó el 9 de abril entran en la habitación, acompañando a un muchacho de doce años, Enrique, el pequeño rey. Es a este niño al que, desde su cama, el Mariscal comienza a sermonear, excusándose de no poderle tener más tiempo bajo su custodia, desarrollando un discurso moral, este discuso que, según los ritos, deben tener los padres en su lecho de muerte para con su hijo mayor, el heredero. Guillermo amonesta al niño, le compromete a bien vivir, piendo a Dios —dice— que le haga desaparecer pronto si por desgracia se convirtiera en un traidor como lo fueron, ¡ay!, algunos de sus abuelos. Y toda la compañía contesta amén. El Mariscal la despacha entonces. Aún no está dispuesto. Tiene necesidad de la noche para elegir quién le ha de suceder como tutor. Quiere descartar al obispo de Winchester, ardiente, que hacía un momento se enganchaba al adolescente, que se imagina tenerle firmemente en sus manos porque, en 1216, el Mariscal le había confiado, como en subcontrato, al muchacho demasiado débil entonces como para seguir al regente en las cabalgadas incesantes, y que ahora le querría para él solo por completo. Guillermo quiere reflexionar, tomar consejo de su hijo, de su gente, de sus más íntimos. En familia, en privado, decide: hay demasiadas rivalidades ahora en el país. Si dejara a Enrique, tercero del nombre, al uno, los otros estarían despechados, y sería de nuevo la guerra. Sólo él, de entre todos los barones, tenía la autoridad que se precisaba. ¿Quién podría ocupar su sitio? Dios, simplemente. Dios y el papa. A ellos, por tanto, dejaría al rey: es decir, al legado que ocupa el lugar de éste y de aquél en Inglaterra.

Georges Duby
Guillermo el Mariscal

Nacido de un modesto linaje a mediados del siglo XII, GUILLERMO EL MARISCAL (1145?-1219) —el caballero más leal, sabio y valeroso del mundo— fue ascendido en rango y honores a lo largo de los tres cuartos de siglo de vinculación con Inglaterra de la aristocracia anglonormanda. Este héroe a la vez histórico y legendario alcanzó la fama como campeón de los torneos y sirvió fielmente a los Plantagenêt (Enrique II, Enrique el Joven, Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra) en las guerras contra la nobleza y en sus enfrentamientos con la monarquía francesa de los Capetos. Regente del reino durante la minoría de edad de Enrique III, combate a sus setenta y tres años contra Felipe Augusto y vence al futuro Luis VIII en la batalla de Lincoln en 1217.

Siguiendo el poema compuesto a la muerte de Guillermo el Mariscal por encargo de su primogénito, esta prodigiosa monografía de GEORGES DUBY —uno de los grandes medievalistas contemporáneos y profesor del Colegio de Francia— logra una brillante y rigurosa reconstrucción del mundo de la caballería, del ritual medieval de la guerra y del sistema de valores de una sociedad que rindió especial culto a la lealtad y el heroísmo de sus hombres de armas.


Calles de Gijón

 Calles de Gijón

08 abril 2021

8 de abril

En Nujá asignaron a Jadzhi Murat una pequeña casa de cinco habitaciones, no lejos de la mezquita y del palacio del jan. En ella se alojaron los oficiales que le habían asignado, el truchimán y sus nukeres. A lo largo del día Jadzhi Murat no hacía otra cosa que esperar, recibir emisarios de las montañas y pasear a caballo por los alrededores de Nujá, actividad esta última para la que había recibido permiso.

El 8 de abril, al regresar de uno de esos paseos, Jadzhi Murat se enteró de que en su ausencia había llegado un funcionario de Tiflis. A pesar de su impaciencia por conocer el mensaje que le traía, antes de dirigirse a la habitación en la que le esperaba el funcionario, acompañado de un policía, pasó a su dormitorio y recitó sus oraciones. A continuación entró en la sala en la que recibía a los invitados, que hacía también las veces de cuarto de estar. El funcionario llegado de Tiflis, un orondo consejero de Estado llamado Kirílov, comunicó a Jadzhi Murat el deseo de Vorontsov de que regresara a Tiflis el día doce para entrevistarse con Argutinski.

—Yakshi —dijo Jadzhi Murat con enfado.

El funcionario Kirílov no le había gustado.

—¿Me has traído dinero?

—Sí —respondió Kirílov.

—Llevo esperando dos semanas —dijo Jadzhi Murat, mostrando los diez dedos de la mano y luego cuatro más—. Dámelo.

—Ahora mismo —replicó el funcionario, buscando un portamonedas en su bolsa de viaje—. ¿Para qué lo necesita? —preguntó en ruso al oficial, suponiendo que Jadzhi Murat no le entendería, pero este le entendió y le dirigió una mirada furibunda. Mientras sacaba el dinero, Kirílov, que deseaba entablar conversación con Jadzhi Murat, para tener algo que contarle al príncipe Vorontsov cuando regresara, le preguntó por medio del truchimán si se aburría en Nujá. Jadzhi Murat dirigió una despectiva mirada de soslayo al diminuto y gordinflón funcionario, vestido de paisano y sin armas, y no le contestó. El truchimán repitió la pregunta.

—Dile que no quiero hablar con él. Que me dé de una vez el dinero.

Y, tras pronunciar esas palabras, se sentó de nuevo a la mesa, dispuesto a contar las monedas.

Después de sacar las piezas de oro y disponerlas en siete columnas de diez (Jadzhi Murat recibía una asignación de cinco monedas de oro al día), las empujó hacia él. Jadzhi Murat se las metió en la manga de la cherkeska, se levantó, dio inesperadamente un golpecito en la calva al consejero y se dirigió a la puerta. Kirílov se puso en pie de un salto y ordenó al truchimán que le dijera a Jadzhi Murat que no se le ocurriera volver a tratarlo así, porque su grado equivalía al de un coronel. El policía corroboró sus palabras. Pero Jadzhi Murat hizo un gesto con la cabeza para dar a entender que ya lo sabía y salió de la habitación.

—¿Qué puede hacerse con él? —dijo el policía—. Es capaz de darte una puñalada y asunto arreglado. Con estos diablos no hay modo de entenderse. Y cada día está más irascible.

En cuanto oscureció, bajaron de las montañas dos emisarios con los rostros tapados hasta los ojos. El policía los condujo a la habitación de Jadzhi Murat. Uno de ellos era un muchacho moreno y corpulento de Tavla; el otro, un anciano delgado. No traían buenas noticias. Los amigos de Jadzhi Murat que habían prometido rescatar a su familia se negaban a actuar por temor a Shamil, que había amenazado con infligir los más terribles castigos a quienes ayudaran a su enemigo. Tras escuchar a los emisarios, Jadzhi Murat apoyó los codos en las piernas cruzadas, inclinó la cabeza cubierta con el gorro y guardó silencio unos minutos. Pensaba en alguna solución definitiva. Sabía que estaba considerando el asunto por última vez y que era necesario tomar una decisión. Al cabo de unos momentos levantó la cabeza, cogió dos monedas de oro, entregó una a cada emisario y dijo:

—Podéis iros.

—¿Cuál es la respuesta?

—La respuesta será la que Dios quiera. Idos.

Lev Nikoláievich Tolstói
El cupón falso / Jadzhi Murat

Publicamos en este libro dos novelas cortas del gran escritor ruso Lev Tolstói. En El cupón falso, una de sus obras menos conocidas en España, Tolstói narra la historia de una estafa y de cómo el dinero conseguido a través de un cupón falso cambia la vida de todas las personas por las que va pasando.

En segundo lugar presentamos una nueva traducción de una de sus grandes obras: Jadzhi Murat. En ella nos muestra el conflicto entre la vida sencilla de los habitantes del Cáucaso, regida por la tradición y la costumbre, personificada en el atractivo protagonista que da nombre al título, y la vida «moderna» y «civilizada» representada por los rusos. Tolstói vivió la situación en primera persona, pues estuvo en esa zona durante su etapa en el ejército, por lo que es el mejor guía para adentrarnos en los orígenes de una guerra que perdura hasta nuestros días en Chechenia.

Las dos obras que componen este libro se encuentran entre las mejores que escribió el genio ruso y son, por tanto, dos obras fundamentales de la literatura universal.

A la exposición con bicicleta

 Calles de Gijón

07 abril 2021

7 de abril

Hadley hizo comparecer sucesivamente al director de la agencia de alquiler de automóviles, quien explicó en qué circunstancias el automóvil amarillo había sido alquilado y luego devuelto a la agencia; a un empleado de la misma, quien describió a la joven que, la noche del 6 de abril, había devuelto el auto a la agencia, pero no se había presentado en el despacho para retirar su fianza de cincuenta dólares. Después el fiscal interrogó a un experto, que testificó haber hallado huellas dactilares en los pabellones quince y dieciséis del Staylonger Motel durante la noche del 6 al 7 de abril. Sacó varias huellas que él había examinado y seleccionado como «significativas».
—¿Y en qué sentido las encuentra usted significativas? —preguntó Hadley.

—Porque hallé otras huellas similares en el automóvil que acaba de describir el testigo precedente —repuso el experto.


Mediante una serie de preguntas, Hadley consiguió establecer que ciertas huellas encontradas por una parte en los pabellones quince y dieciséis y por otra parte en el automóvil, correspondían indudablemente a las del acusado, Stewart G. Bedford.


—Su turno —dijo secamente a Mason.


—Entre las huellas que encontró en el motel y en el automóvil, había otras que se parecían —hizo observar Mason al testigo—. ¿A quién pertenecen?


—Supongo que proceden de la joven rubia que devolvió el automóvil a la agencia de alquiler y que…


—¿No lo sabe usted?


—No lo sé.


—Y esas huellas que supone usted fueron dejadas por la joven rubia, ¿las encontró también en el pabellón quince y en el pabellón dieciséis?


—En efecto.


—¿Dónde?


—En diversos sitios: en los espejos, en los vasos, en el pomo de una puerta.


—Y estas mismas huellas, ¿aparecían también en el automóvil?


—Exactamente.


—En otras palabras —declaró Mason—, ¿esas otras huellas hubiesen podido ser también las del asesino de Binney Denham?


—Protesto —intervino Hadley—. La pregunta obliga al testigo a llegar a una conclusión.


—El testigo es un experto —observó Mason—. Le pregunto la conclusión que sacó de sus investigaciones, y la limito a sus observaciones personales.


El juez Strouse vaciló y por fin decidió:


—Autorizo al testigo a que conteste la pregunta que acaba de hacerle míster Mason.


El testigo declaró:


—Por lo que yo sé, y en la medida de las observaciones que realicé, tanto una como otra de las dos personas a quienes correspondían las huellas hubiese podido ser el criminal.


—Y, además, ¿el asesinato pudo haber sido cometido por una tercera persona? —sugirió Mason.


—Exactamente.


—Muchas gracias. Eso es todo.


Erle Stanley Gardner
El caso de la chantajista sentimental
Perry Mason


Stewart G. Bedford es un rico hombre de negocios que recientemente se ha casado con una mujer mucho más joven. Una mañana Binney Denham lo visita y le solicita un "préstamo"; para no publicar la ficha policial de su esposa. Poco a poco se ve envuelto en un chantaje, que se complica cuando Binney aparece asesinado.


Calles de Gijón

 Calles de Gijón

06 abril 2021

6 de abril

Cuando Arcadio Gómez Gómez salió de la cárcel, era un hombre débil y enfermo, pero aún tenía carácter. El día que tuvo que tragárselo, confiaba ya en conservarlo para siempre. La ciudad que encontró el 6 de abril de 1946 se parecía muy poco a la que recordaba y, sin embargo, pronto pudo comprobar que no se había equivocado al interpretar la ambigua alusión a los viejos amigos que contenía la primera carta de Sebas. Muchos de sus compañeros del sindicato habían muerto, y otros estaban presos todavía, pero algunos habían tenido la suerte de camuflarse a tiempo en el colosal desconcierto de la derrota. Entre ellos, la mayoría habría jurado por lo más sagrado que no le conocían de nada si hubieran tenido la mala suerte de encontrárselo por la calle, y el nuevo Arcadio, un hombre harto de sentirse solo, de pasar miedo, de tener hambre y de estar cansado, no se habría atrevido a reprochárselo. Pero quedaban unos pocos con memoria, y con esa dolorosa conciencia que limita con la rabia. Ellos habían ayudado a su mujer y a sus hijos como pudieron, antes de ayudarle a él de la única manera que sabían. Arcadio no llevaba ni un mes en la calle cuando encontró trabajo. Ya hemos pasado lo peor, le dijo a Sebas entonces, ahora todo se va a arreglar, todo, ya lo verás… A los dos les hubiera gustado cortar de un tajo cualquier conexión con los infortunios del pasado reciente, pero la disciplinada prudencia que los años de prisión habían grabado sobre la inflexible cólera del activista de antaño, aconsejaba que Sebas siguiera trabajando para doña Sara, en las mismas condiciones, durante algunos meses más. Los expresidiarios no suelen emplearse con facilidad, y los amigos que habían recurrido hasta a sus conocidos más remotos para encontrarle trabajo a un fontanero excelente, con mucha experiencia, que acababa de llegar de un pueblo de la Mancha buscando una oportunidad para vivir mejor, no merecían correr ningún riesgo. Los dos jornales les permitieron, además, bajar desde la buhardilla hasta un tercer piso interior con cuatro habitaciones, donde los niños pudieron empezar a dormir separados de las niñas, aunque los dos cuartos fueran ciegos. Las cosas seguían siendo muy difíciles, pero parecían haberse estabilizado en un nivel de dificultad tolerable cuando, a mediados de septiembre, Sebas descubrió que se había vuelto a quedar embarazada. Aquella noticia les aturdió como la sentencia de una ruina inapelable. Arcadio, mudo, pasmado, incapaz de reaccionar, se limitó a sentirse culpable mientras seguía a su mujer con la mirada. Sebastiana, en cambio, no podía estarse quieta, y paseaba su amargura por toda la casa con la forzosa desesperación de una fiera enjaulada, lloriqueando y maldiciendo entre dientes, es que esto era lo que nos faltaba, justo lo que nos faltaba… El embarazo siguió adelante a pesar del desaliento de la futura madre, que no se consolaba porque hacía cuentas, y más cuentas, y las deshacía para volver a hacerlas, y sólo hallaba dos soluciones, o volver a pasarlo tan mal como cuando crió a Socorrito, llevándosela todos los días al trabajo para dejarla arrumbada en su capazo en un rincón de la cocina y oírla llorar sin poder atenderla, o sacar a su hija Sebas de la escuela con once años para dejarla en casa cuidando del recién nacido y hacer de ella, que quería ser peluquera, una desgraciada igual que su madre. Ni siquiera serviría de nada poner a trabajar a su hijo mayor, porque un jornal de aprendiz no igualaría el sueldo que ella misma dejaría de ganar si se quedaba en casa, y tampoco podían volver, siendo ya siete, a la buhardilla donde casi no cabían cuando eran sólo cinco. Había otra solución, pero ésa no se le ocurrió a Sebas, sino a doña Sara. Verás, le dijo una mañana de otoño, mientras las dos tomaban café en la mesa de la cocina, he tenido una idea, pero ante todo quiero que sepas que es sólo eso, una idea. Ya sé que estás en deuda conmigo, pero quiero que me escuches, que te lo pienses, y que decidas sin tener en cuenta la situación de tu marido, ni la tuya, ni lo que yo haya podido hacer por vosotros. Te advierto esto antes de nada, porque no quiero llevar ningún peso sobre mi conciencia…

Almudena Grandes
Los aires difíciles

Juan Olmedo y Sara Gómez son dos extraños que se instalan a principios de agosto en una urbanización de la costa gaditana dispuestos a reiniciar sus vidas. Pronto sabemos que ambos arrastran un pasado bien diferente en Madrid. Sin buscarlo, «abocados a convivir con los únicos supervivientes de un naufragio», intercambiarán confidencias y camaraderías gracias a la inesperada complicidad que propicia compartir una asistenta, Maribel, y el cuidado de los niños. Sara, hija de padres menesterosos, que vivió una «singular infancia de vida prestada» con su madrina en el barrio de Salamanca, sufre el estigma de quien lo tuvo todo y luego lo perdió. Juan, por su parte, huye de otras injusticias: la de una tragedia familiar y un amor secreto y torturante, que han estado a punto de arruinar su vida. Como el poniente y el levante, esos aires difíciles que soplan bonancibles o borrascosos en la costa atlántica, sus existencias parecen agitarse al dictado de un destino inhóspito, pero ellos afirman su voluntad férrea de encauzarlo a su favor.


Sonriures per a una tardor

Sonriures per a una tardor I MAKING OF AMERICA El cementiri d'Edgar Poe Aquí rau el seu cor  envoltat per la gespa verda  d'una esgl...