20 febrero 2021

20 de febrero

PRIMAVERA ISTRIANA 

En Pola, a doscientos metros de la Arena romana, Guido Miglia me enseña la casa de la tía Catineta donde, el domingo de Resurrección, iba a comer la pinza, alto bizcocho delicado y amarillo-oro como un girasol; ahora, en aquella casa convertida en una mezquita, el muecín proclama que Alá es el único Dios y Mahoma su profeta. Los elementos antiguos de una ciudad, como los arcos romanos y los palacios vénetos en Pola, parecen facciones de un rostro, mientras que las huellas frescas y recientes, como esa mezquita, semejan un pintalabios o un tinte de pelo que crean la ilusión de poder quitárselos sin cambiar de cara. 

En Pola basta un breve paseo para poder entrar y salir de épocas y culturas diferentes. En el palacio Stabal, detrás del Arsenal, en época habsbúrgica estaba el edificio de Ingenieros navales austríaco donde se alojaba el almirante Horthy, estratega marítimo de un imperio continental, que amaba más las romas llanuras que las lejanías oceánicas, y futuro regidor cuasifascista de Hungría. 

En el Corso, antes Via Sergia y ahora Prvomajska, en el número 30 estaba la tienda de Colarich, el terrible bandido multihomicida de antaño y tránsfuga azarosamente capturado tras su embozada clandestinidad. Después de haber sido condenado a cadena perpetua, Colarich fue indultado al cabo de muchos años, y se ganaba la vida trabajando de cristalero en esa tienda. Los niños, cuando sus padres les mandaban allí a comprar algo o con motivo de alguna reparación, se quedaban charlando con el viejo, que les hablaba bondadoso e indiferente como si aquellos crímenes lejanos ya no tuviesen nada que ver con él y se hubiesen confundido y perdido en la oscuridad de los años, como las carreras por los prados de la infancia. 

En el tercer piso de la Via Giulia, ahora Matko 3, vivía en 1904-1905 James Joyce, profesor de inglés; la placa en la puerta, junto a una pared con el revoque desconchado, lleva ahora el nombre del señor Modrosan Rude. En el primer piso estaba la redacción de L’Arena di Pola, el diario que Míglia, jovencísimo, dirigía en los días tremendos anteriores al imponente éxodo de masa durante el invierno entre 1946 y 1947: treinta mil polesanos de un total de treinta y cinco mil habitantes que tenía la ciudad. Sobre ese éxodo de los italianos de Istria, Flume y Dalmacia —unas trescientas mil personas entre 1944 y 1954, en momentos y de maneras diferentes, más y menos dramáticos pero siempre tristísimos por la desolación del abandono, la pobreza, la incertidumbre del futuro y el mísero alojamiento en campos de refugiados— perduran en Italia el desinterés y la ignorancia. 

Los errores y las culpas de la Italia fascista y también los prejuicios antieslavos anteriores al fascismo han sido pagados en primera persona por aquella gente que lo perdió todo y se encontró en el ojo del huracán cuando los eslavos, oprimidos por el fascismo, se tomaron la revancha. Como inevitablemente sucede, una nación conculcada que vuelve a enderezarse desata a su vez un nacionalismo agresivo, infligiendo violencias indiscriminadas y conculcando a su vez los derechos ajenos. Los italianos, asentados en la costa y en las ciudades que eran joyas de cultura y arte vénetos, desde Capodistria a Pola, fueron durante siglos no menos del cincuenta por ciento de la población total istriana; el interior rural era eslavo, con una parte preponderantemente croata y la más pequeña eslovena, y entre las dos zonas había una franja intermedia mixta. 

Italia, siendo tan distraída, como decía Noventa, no se percató bien de esa tragedia histórica, se desentendió de ella desechándola; mientras que Yugoslavia jugó la partida con una concienciación y una entrega muy diferentes. Los mejores hijos de estas tierras son aquellos que han sabido superar el nacionalismo forjándose, aun en la laceración, un sentimiento de pertenencia común a todo ese complejo mundo de frontera, viendo en el otro —el italiano y el eslavo, respectivamente— un elemento complementario y fundamental de su identidad misma. La épica de Fulvio Tomizza o Verde agua de Mansa Madieri son ejemplos, si bien no los únicos, de este sentimiento que es la única salvación para las tierras fronterizas, en Istria, en Trieste y dondequiera que sea. 

Esta es historia reciente, poco conocida pese a obras egregias. Desde el magnífico y basilar libro de Diego De Castro al publicado por el Instituto de Historia del movimiento de liberación o los de Miglia mismo y muchos otros, pasando por el reciente Trieste de Corrado Belci, que a los veinte años asumió la dirección de L’Arena di Pola el 10 de febrero de 1947, día de la firma del tratado de paz que asignaba Istria a Yugoslavia y contra el que, por este motivo, votó en el Parlamento un decidido y leal antifascista como Leo Valiani, encarcelado en las prisiones mussolinianas, partícipe en la lucha armada e incondicional defensor de los eslavos. 

Ahora la historia está haciendo borrón y cuenta nueva, especialmente con las trastrocamientos en Europa del Este que echaron abajo el Telón de Acero, tras el cual había pasado a encontrarse Istria después de 1945. En todo el período sucesivo los empadronamientos señalan una merma en la comunidad de los italianos que se habían quedado en Yugoslavia; oficialmente resulta que hoy son quince mil, pero los «italohablantes» son muchos más, cincuenta mil como mínimo, y las matriculaciones en las escuelas italianas, aunque de croatas en su mayoría, aumentan. 

Dejando a un lado que los hijos de matrimonios mixtos son cada vez más frecuentes, cabe señalar que muchos italianos dudaron durante años en proclamarse tales, entre otras cosas por el miedo a la ecuación italiano/fascista, doblemente insensata para quienes habían decidido quedarse en Yugoslavia. Además, la minoría italiana no está emplazada en una zona compacta, sino desperdigada en pequeños grupos como manchas de leopardo, lo cual hace que sea más ardua la conservación de la propia identidad, en cualquier caso atestiguada por la producción literaria, las iniciativas culturales, periódicos como La voce del popolo y Panorama o revistas de relieve como La Battana de Fiume. 

En 1987 dio comienzo una auténtica «primavera istriana» política que retoñó en el Gruppo ’88, formado por empecinados intelectuales bajo la guía del joven y carismático Franco Juri. Ayudado por las derivaciones de la glasnost eslovena y croata y preocupado por el decaimiento de la minoría italiana, el Gruppo ‘88 afrontó vigorosamente el tabú de la historia precedente y las vejaciones sufridas en el pasado. Ajeno a todo irredentismo, no solo reivindicó una tutela de la minoría más eficaz, sino también un papel activo en el contexto general yugoslavo, superando todo repliegue exclusivo sobre sí mismo. 

La actividad del Gruppo ’88 se tradujo en una serie de iniciativas, encuentros y debates con claras tomas de posición. En la minoría italiana se afrontan en este momento dos tendencias. Una de ellas, tradicionalmente representada por la Unión de Italianos de Istria y Fiume, mira a una relación cultural más intensa con Italia, y es compartida por Antonio Borme, exmiembro del Parlamento Federal y expresidente de la Unión misma defenestrado en 1974. 

La otra tendencia, expresada especialmente por el Gruppo ’88 e inserida en el proceso de Europa del Este que atosiga y cuartea al comunismo, tiene una visión transnacional y propugna una identidad istriana, basada en una estrecha unión de las tres etnias —italiana, croata y eslava— que conviven desde hace siglos en Istria y han quedado reducidas aproximadamente al cuarenta por ciento del total de su población, mientras que el restante sesenta por ciento está constituido por nuevas llegadas que han ido sucediéndose a partir de 1947: eslavos del sur, nómadas o musulmanes como los que rezan mirando hacia La Meca en las inmediaciones de la Arena romana. 

Los fermentos son muchos: una dieta istriana interétnica se presenta a las elecciones eslovenas para reivindicar, desde el interior de la «diversidad» proclamada por Eslovenia, una peculiaridad istriana. También en otros lugares existen formaciones de este tipo, por ejemplo el Club Istria, la comunidad italiana de Pirano que se presenta como partido minoritario, la creación de unas Cortes Constituyentes de los italianos de Yugoslavia propuesta en Fiume y, sobre todo, las asambleas del Gruppo ’88 como la celebrada recientemente en Gallesano. Se está formando una conciencia interétnica en la población que a menudo induce a los «istrianos» a definirse como tales en vez de italianos o croatas, en una mezcolanza reflejada hasta en el menú del hotel Riviere que ofrece njoki sa sguazetom y que no apunta al mestizaje, sino a la solidaria conservación de la propia y específica fisonomía nacional. 

La identidad autóctona istriana no tiene nada que ver con los chovinismos municipales que han visto surgir, en toda Europa, rencorosas ligas de campanario más regresivas que los acentuados nacionalismos. Sin duda ese sesenta por ciento ha llegado después, para desempeñar papeles y cargos vacantes y llenar ciudades desiertas, pero los hijos y los nietos de esos recién llegados también se sentirán en casa en los lugares donde nacieron, en las calles o las encantadoras playas donde jugaban de pequeños. 

Como ha sucedido en otros países europeos, el futuro de Istria también está ya con justo y pleno titulo en la mezquita instalada en la casa de la tía Catineta; aunque sea un futuro difícil, porque todo desarraigo comporta duros conflictos y, particularmente el actual expansionismo musulmán, lleva a menudo consigo una intolerancia totalizadora que hace que se disparen los mecanismos de defensa. 

En Yugoslavia, de modo particular en Croacia, se siente hoy que el éxodo italiano ha supuesto una pérdida para todos. Italia tiene que ayudar concretamente, de todas las maneras posibles, a la minoría italiana de Istria, que, haciendo excepción de los beneméritos esfuerzos locales de la Universidad Popular de Trieste y de otras instituciones análogas, ha sido descuidada largo tiempo. El año 1989 vuelve a barajar las cartas y libera nuevas verdades también en Istria. Quizá salga dentro de poco la novela Martin Muma de Ligio Zanini, prohibida durante años, que narra la historia de los lager de Goli Otok, la isla donde fueron deportados los comunistas ortodoxos que, como Zanini, en 1948 no quisieron seguir a Tito en su tajante desgajadura de Stalin. Zanini creyó en el comunismo de rígida observancia; no sé en qué cree hoy, pero, desde luego, en la libertad —empezando por la de su intensa poesía, una lírica en dialecto véneto de Rovigno en la que, tras retirarse a vivir como pescador, habla con el mar y con las gaviotas—. También esta poesía es una señal de la plurisecuiar civilización véneta. 

«Si el espíritu del mundo decide borrar la presencia istriano-véneta del Adriático», me decía una vez Biagio Marin, «yo inclinaré la cabeza y diré “fiat voluntas tua”, pero después, para mis adentros, añadiré “me cago en…”», y aquí soltaba una bella, clásica blasfemia que ni siquiera nuestros fieros tiempos laicistas y las batallas anticlericales nos permiten repetir en el Corriere della Sera.

20 de febrero de 1990 

Claudio Magris
El infinito viajar

El infinito viajar reúne cerca de cuarenta crónicas de viaje publicadas en el Corriere della Sera, e incluye un prefacio donde Magris contrapone dos formas de entender el viaje en nuestra cultura: la concepción clásica del viaje circular, que implica el retorno final, y la moderna, en la que el desplazamiento es rectilíneo y cuya meta no es otra que la muerte. Muerte que se intenta diferir mediante «vivir, viajar y escribir», tres facetas de una experiencia que está en el origen de una nueva forma de la literatura donde se diluyen las fronteras entre relato, ensayo y libro de viajes. Los textos abarcan un amplio espectro geográfico, empezando en España hasta China, Irán o Vietnam, y en ellos se conjura la indiferencia con una curiosidad que es afán de conocimiento.

Calles de Villaviciosa. Asturias

calles de Villaviciosa

19 febrero 2021

19 de febrero

19 de febrero 

Otro párrafo de Zhivago: Se amaron porque así lo quiso todo lo que les rodeaba: la tierra a sus pies, el cielo sobre sus cabezas, las nubes y los árboles. Su amor placía a todo lo que les rodeaba, acaso más que a ellos mismos: a los desconocidos por la calle, a los espacios que se abrían ante ellos durante sus paseos, a las habitaciones en que se encontraban y vivían. 

Mis paseos por la ciudad tenían ahora algo parecido a un objetivo. Había decidido aprenderme los nombres de las calles. Aprendérmelos como quien estudia por placer una ciencia innecesaria. Me llegaba por ejemplo hasta la calle Numancia y luego hasta Nicaragua o Berlín, y lo único que me interesaba eran sus nombres. Leía los letreros de las calles, memorizaba sus nombres, y con eso me bastaba para creer que podía llegar a hacer mía la ciudad. Aquello no era muy diferente de las listas que hacía en mi diario: Sepúlveda, Casanova, Tuset, La Granada, Balmes, Mallorca, Roger de Flor. Pero la verdad es que ni siquiera estaba segura de querer hacer mía la ciudad. 

Una mañana, recién despierta, oí desde la cama a la mujer que limpiaba la escalera. Eran unos sonidos característicos, siempre en el mismo orden y como pautados, durum-tac, durum-tac, separados por unos intervalos idénticos: el cubo medio lleno al ser depositado en el suelo, durum, el asa cayendo con un golpe seco, tac, la fregona frotando con brío las baldosas, y otra vez el desplazar del cubo y el golpear del asa y todo lo demás, durum-tac, durum-tac. En Villa Casilda había oído muchas veces esos sonidos. De hecho, me habían acompañado toda la vida. Los había oído siendo niña, cuando en casa todavía teníamos a Paca, nuestra vieja asistenta, y más tarde, ya adolescente, cuando entre las hermanas establecimos un sistema de turnos para barrer y fregar, y lo que esa mañana me sorprendió fue que los mismos, exactamente los mismos sonidos pudieran oírse en lugares tan distintos. Y esos sonidos me llevaron a pensar en mamá, en María, en Carlota, y a intuir que acaso mi fuga no se prolongaría mucho más. Que tal vez se estuviera acercando el momento del regreso.

Ignacio Martínez de Pisón
El tiempo de las mujeres 

A veces el ser humano tiene la sensación de estar viviendo una vida distinta de la que le correspondía. Es lo que le ocurre a la joven María cuando, tras la inesperada muerte de su padre, se siente forzada a ocupar el vacío que éste ha dejado. Pero ¿cómo negarse a asumir responsabilidades cuando de lo que se trata es de sacar adelante a una familia como la suya, con una madre desasistida e inmadura, una hermana atolondrada y mística y otra que sólo parece pensar en fugarse de casa? 

Novela sobre el destino y sus muy variadas herramientas, El tiempo de las mujeres es también una novela que habla de la intimidad compartida y del secreto, de cómo en el seno de la familia el choque entre ambos acaba revelándose inevitable. 

Sobre el trasfondo de la España de la transición, María, Carlota y Paloma van experimentando las dichas y desdichas que conlleva el acceso a la madurez, hasta que un día descubren que cada una de ellas se ha convertido en un completo misterio para las otras dos. Sólo el lector, que asiste desde un lugar de privilegio a los relatos de las tres hermanas, dispondrá finalmente de una visión articulada y cabal de su historia.


Calles de Villaviciosa

calles de Villaviciosa

18 febrero 2021

18 de febrero

Se acondicionó la bodega del Resolute para acomodar en ella el aerostato, que fue transportado con las mayores precauciones el día 18 de febrero. Se almacenó de la mejor manera posible para prevenir cualquier accidente, y en presencia del propio Fergusson se estibaron la barquilla y sus accesorios, las anclas, las cuerdas, los víveres y las cajas de agua que debían llenarse a la llegada. Se embarcaron diez toneladas de ácido sulfúrico y otras tantas de hierro viejo para obtener gas hidrógeno. Esta cantidad era más que suficiente, pero convenía estar preparado para posibles pérdidas. El aparato destinado a producir el gas, compuesto de unos treinta barriles, fue colocado al fondo de la bodega. 

Estos preparativos finalizaron al anochecer del día 18 de febrero. Dos camarotes cómodamente dispuestos aguardaban al doctor Fergusson y a su amigo Kennedy. Este último, mientras juraba que no partiría, se trasladó a bordo con un verdadero arsenal de caza, dos excelentes escopetas de dos cañones que se cargaban por la recámara, y una carabina de toda confianza de la fábrica de Purdey Moore y Dickson, de Edimburgo. Con semejante arma, el cazador no tenía ningún problema para alojar, a una distancia de dos mil pasos, una bala en el ojo de un camello. Llevaba también dos revólveres Colt de seis disparos para los imprevistos, su frasco de pólvora, su cartuchera, y perdigones y balas en cantidad suficiente, aunque sin traspasar los límites prescritos por el doctor. 

El día 19 de febrero se acomodaron a bordo los tres viajeros, que fueron recibidos con la mayor distinción por el capitán y sus oficiales. El doctor, preocupado por la expedición, se mostraba distante; Dick estaba conmovido, aunque no quería aparentarlo; y Joe, que brincaba de alegría y hablaba por los codos, no tardó en convertirse en la distracción de la tripulación, entre la que se le había reservado un puesto. 

El día 20, la Real Sociedad Geográfica ofreció un gran banquete de despedida al doctor Fergusson y a Kennedy. El comandante Pennet y sus oficiales asistieron al festín, que fue muy animado y abundante en libaciones halagüeñas. Se hicieron numerosos brindis para asegurar a todos los invitados una existencia centenaria. Sir Francis M… presidía con emoción contenida, pero rebosante de dignidad. 

Dick Kennedy, para su gran sorpresa, recibió buena parte de las felicitaciones báquicas. Tras haber bebido «a la salud del intrépido Fergusson, la gloria de Inglaterra», se bebió «a la salud del no menos valeroso Kennedy, su audaz compañero». 

Dick se puso colorado como un pavo, lo que se tomó por modestia. Aumentaron los aplausos, y Dick se puso más colorado aún. Durante los postres llegó un mensaje de la reina, que cumplimentaba a los viajeros y hacía votos por el éxito de la empresa. 

Ello requirió nuevos brindis «por Su Muy Graciosa Majestad». 

A medianoche los convidados se separaron, después de una emocionada despedida, sazonada con entusiastas apretones de manos. Las embarcaciones del Resolute aguardaban en el puente de Westminster. El comandante tomó el mando, acompañado de sus pasajeros y de sus oficiales, y la rápida corriente del Támesis les condujo hacia Greenwich. 

A la una todos dormían a bordo. 

Al día siguiente, 21 de febrero, a las tres de la madrugada, las calderas estaban a punto; a las cinco levaron anchas y el Resolute, a impulsos de su hélice, se deslizó hacia la desembocadura del Támesis. 

Huelga decir que, a bordo, las conversaciones no tuvieron más objeto que la expedición del doctor Fergusson. Tanto viéndole como oyéndole, el doctor inspiraba una confianza tal que, a excepción del escocés, nadie ponía ya en duda el éxito de la empresa. Durante las largas horas de ocio del viaje, el doctor daba un verdadero curso de geografía en la cámara de los oficiales. Aquellos jóvenes se entusiasmaban con la narración de los descubrimientos hechos durante cuarenta años en África. El doctor les contó las exploraciones de Barth, Burton, Speke y Grant, y les describió aquella misteriosa comarca objeto de las investigaciones de la ciencia. En el norte, el joven Duveyrier exploraba el Sáhara y llevaba a París a los jefes tuaregs. Por iniciativa del Gobierno francés se preparaban dos expediciones que, descendiendo del norte y dirigiéndose hacia el oeste, coincidirían en Tombuctú. En el sur, el infatigable Livingstone continuaba avanzando hacia el ecuador y, desde marzo de 1862, remontaba, en compañía de Mackenzie, el río Rovuma. El siglo XIX no concluiría ciertamente sin que África hubiera revelado los secretos ocultos en su seno por espacio de seis mil años.

Jules Verne
Cinco semanas en globo 

Primera obra del ciclo que el propio Julio Verne tituló «Viajes extraordinarios». Cinco semanas en globo reúne ya la mayor parte de los elementos que han hecho de su autor un clásico indiscutible. Con todo, por encima de la trama que atrapa al lector desde las primeras páginas, del vigor poético y simbólico que por momentos lo conecta con las principales corrientes literarias de su siglo, en la presente novela se aspira, indeleble, el aroma de la aventura, del descubrimiento de lo exótico y lo desconocido, de los espacios inexplorados donde la sorpresa aún es posible.

Calles de Villaviciosa

calles de Villaviciosa

17 febrero 2021

17 de Febrero

Pocos días para Ávila más tristes que aquel lunes, 17 de Febrero de 1592. La ciudad despertó en una expectativa siniestra. El horror del suplicio inminente parecía flotar por todas partes mezclado á la niebla de la mañana. 

En medio del Mercado Chico se levantaba un gran cubo negro, un cadalso; y las ráfagas del norte sacudían contra el esqueleto de pino la bayeta patibularia. Fúnebres ministros de justicia se agitaban en derredor. A eso de las diez trajeron el bufete, los candelabros, el crucifijo. Más tarde los mozos del verdugo vinieron con el tajo y las dos negras almohadas para el reo. La llovizna caía por momentos, polvorosa, glacial. 

El tráfago de todos los días comenzaba; pero los vecinos iban y venían más graves que de costumbre, coceando la nieve de la víspera. Algunos hablaban misteriosamente al encontrarse; otros discutían en los mesones con insólita nerviosidad sin alzar demasiado la voz, pero arrufando el hocico y tomándose á veces las partes viriles con toda la mano, para dar más vigor á sus bravatas y juramentos. 

Con sus puertas y ventanas sin abrir, los caserones de la nobleza tenían el aspecto de rostros graves y enmudecidos. Aspirábase en el aire ese espanto, ese asco de muerte judicial que anonada la razón; y una sombra de infamia envolvía á Ávila entera. El más altivo de sus caballeros iba á ser ajusticiado en nombre del Rey. No hubiera sido mengua mayor arrasar las ochenta y ocho torres, que esperaban ahora, con extraña lividez, la rotura de aquella cerviz, donde parecía haberse encarnado la fiereza de la muralla. 

Corrió la voz de que, á las dos de la tarde, don Diego sería sacado de la Albóndiga. Aquel edificio correspondía como prisión á los nobles, y se levantaba entre la torre del Homenaje y la del Alcázar, por la parte de afuera, frente al Mercado Grande. Guando Ramiro llegó ante el blasonado frontis, los empleados de la justicia regia y comunal se aglomeraban y zumbaban como moscas á uno y otro lado del portalón y en torno de la fuente; mientras las cofradías y las órdenes esperaban, en larga hilera, desde la plaza del Mercado hasta más allá del convento de Santa María de Gracia. Los monjes rezaban. No se llegaba á distinguir sino sus rapados mentones, por debajo de las capillas echadas al rostro; sus manos cruzadas por dentro de las mangas, dejaban colgar los rosarios. Todas las voces, todos los balbuceos de los franciscanos, dominicos, agustinos, jerónimos, teatinos, carmelitas, se reunían en un coro uniforme, que aumentaba la pavura, cual dolorosa prez de otro mundo. La persistente llovizna escarchaba los hábitos y parecía embeber todas las cosas en su tristeza. Algunas mujeres plañían. 

Más de una hora pasó Ramiro codeándose con el vulgacho. No había sino gente baja, curiosos de la ciudad, mujeres del mercado con los brazos desnudos, muchachos arrabaleros, algunos gañanes de la dehesa, harto morisco, y una que otra ramera de manto amarillo y medias coloradas. 

Por fin un portero sacó del zaguán de la Albóndiga una mula cubierta de fúnebre gualdrapa con dos redondos agujeros ribeteados de blanco á la altura de los ojos. Se produjo un movimiento general. Tres alguaciles montaron en sus caballos. 

Ramiro, miraba hacia uno y otro lado por ver si se encontraba con algún conocido, cuando una brusca exclamación brotó de la multitud y fué á rebotar contra la inmensa muralla. Don Diego de Bracamonte acababa de aparecer en la puerta de la prisión. Caminaba á su izquierda el Guardián de los descalzos, fray Antonio de Ulloa. 

Lo primero que hería la mirada era la palidez plomiza de su semblante, acentuada por la negrura del capuz que le habían echado sobre los hombros. El bigote y la barba habían encanecido del todo. Avanzaba tieso, indómito, solemne, mirando hacia las nubes y pisando con fuerza, como el que marcha entero en la honra. 

Ramiro experimentó un rápido calofrío, y cuando, al verle montar en la infamante cabalgadura, advirtió que sus manos estaban ligadas por un negro listón y que de su pie derecho pendía una cadena, sintió que hubiera dado allí mismo la vida por libertar á aquel hombre magnífico, víctima de su rancia altivez castellana. Era el último Cid, el último reptador, llevado al suplicio por viles sayones asalariados. Cerró entonces los ojos un momento para contener su emoción, y parecióle oir de nuevo los discursos del hidalgo en la asamblea, aquellos discursos que salían de su boca como los hierros de la hornalla, chisporroteantes y temibles. Ya no volvería á perorar con el pie derecho en la tarima del brasero y el estoque bajo el sobaco. ¡Iba á morir! 

El cortejo penetró en la ciudad por la puerta del Mercado Grande, tomó la calle de San Jerónimo y luego la de Andrín. Caminaban por delante las cofradías de la Caridad y la Misericordia tañendo sus plañideras campanillas. Una voz áspera y poderosa gritaba, de trecho en trecho, el pregón de muerte. 

«Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor á ese hombre, por culpable en haberse puesto en partes públicas unos papeles desvergonzados contra su majestad real. Manda muera por ello.» 

Ramiro caminaba á la par del alguacil Pedro Ronco, que iba montado en su famoso rocín todo negro. 

Los religiosos entonaban una salmodia lúgubre que daba terror. Detrás de ellos venía Bracamonte en la mula, cual si fuera el espectro del orgullo. Su lúgubre continente hacía estallar, en las puertas y ventanas, el sollozo de las mujeres, que invocaban á Santa Catalina, á los Santos Mártires y á la Santísima Virgen. Las ropas negras de los alguaciles y corchetes despedían, con la humedad, un tufo de orines trasnochados. Doce pobres, con sendas hachas encendidas, esperaban á la puerta de San Juan, y su oración temblaba á la par de las llamas humosas que el viento doblaba y estremecía. 

Una vez en la plaza, al llegar al pie del cadalso, don Diego se apeó de la mula y subió serenamente las gradas. Incóse, y pidió un libro de horas para confesarse con fray Antonio. Ramiro, colocado muy cerca, escuchó las palabras del Miserere, del Credo, de las Letanías. 

Lloviznaba. La plaza estaba repleta de muchedumbre. Algunos curiosos habían logrado encaramarse á los tejados, hacia la parte del poniente. Por fin el verdugo se acercó á decir que ya era tiempo. El escribano de la comisión requirió por tres veces á Bracamente que hiciera confesión abierta del crimen. Ramiro oyóle decir que don Enrique Dávila y el licenciado Daza eran inocentes y que sólo él era culpable. El escribano exigió que lo jurase. Entonces escuchóse una voz entera que repuso: 

—No me sigáis predicando, que no diré más.

Enrique Larreta
La gloria de Don Ramiro 
Una vida en tiempos de Felipe Segundo

En 1908, tras cuatro años de intensa labor, se publicó La gloria de don Ramiro, reconstrucción histórica y literaria de la España del siglo XVI. La traducción francesa de la novela, editada en 1910, que convirtió a Larreta en una suerte de best seller internacional, uno de los mayores éxitos editoriales de comienzos del siglo XX, un ejemplo de texto que recreaba con gran exactitud el ambiente, personajes y lenguaje del siglo XVI y la ciudad de Ávila. 

Unamuno ve en esta novela «un generoso y feliz esfuerzo por penetrar en el alma de la España del siglo XVI y por lo tanto en el alma de la España de todos los tiempos y lugares». 

La obra es una auténtica delicia tanto por su argumento como por su prosa. Se desarrolla casi al completo en Avila, de la que constituye un verdadero canto (a sus piedras, sus murallas, sus palacios, sus iglesias, su río Adaja). Centrada en el Torreón de los Guzmanes (actual sede de la Diputación Provincial, y domicilio de la familia De La Hoz en la obra), a lo largo de sus páginas desfilan apellidos y personajes tan célebres como los Águila, los Velada, los Valderrábano, los Bracamonte o los Dávila (sus mansiones y/o palacios siguen en pie en la ciudad amurallada, algunas transformadas en buenos hoteles), figuras con nombres tan sugerentes como doña Guiomar, madre ascética y perennemente enlutada de Ramiro, o tan conocidas como Teresa de Cepeda, cuyo fallecimiento coincide con el inicio de la novela, Antonio Pérez, el célebre y proscrito secretario de Felipe II o el Greco. Larreta maneja a la perfección el ambiente en que se mezclan los diarios milagros de los conventos abulenses en aquella época, la convivencia con los sospechosos y perseguidos moriscos, la hechicería, los pícaros, los genoveses (judíos prestamistas), el ojo siempre vigilante de la Inquisición, y esa mano, temible, poderosa, insomne, obsesiva y omnipresente de Felipe II desde El Escorial. La limpieza de sangre, la desconfianza hacia los conversos, una conspiración contra el rey, y en especial, el auto de fe en la plaza de Zocodover de Toledo, meticulosamente detallado, son asuntos que Larreta afronta descarnadamente, sin bálsamos ni emplastes. 

Su prosa es un verdadero lujo. Riquísima, florida, penetrante, cautivadora, de arcaicas connotaciones en sus diálogos, salpicada de casticismos que la enriquecen, y cuyos recovecos hacen olvidar a veces la historia, para disfrutar de su modo de contarla. 

En la presente edición se han mantenido las normas ortográficas de la edición de 1908, a partir de la cual se ha realizado esta.

Serie: azulejos