08 febrero 2021

8 de febrero

—Cuenta —le decía Pólovtsev, liando un cigarrillo, dispuesto a escucharle con ansia.

Y Yákov Lukich le contaba las novedades de la jornada en el koljós. De ordinario, Pólovtsev le escuchaba en silencio, pero una vez, al informarle Yákov Lukich de la distribución de ropas y calzado de los kulaks entre los campesinos pobres, su rabia se desbordó; furioso, con un gorgoteo en la garganta, empezó a vociferar:

—¡En primavera, a todos los que han tomado alguna prenda les retorceremos el pescuezo! ¡Haz una lista de todos esos… canallas! ¿Me oyes?

—Ya la he hecho, Alexandr Anísimovich.

—¿La tienes ahí?

—Sí.

—¡Dámela!

Cogió la lista y la copió cuidadosamente, anotando los nombres, patronímicos y apellidos completos, así como las prendas tomadas, y poniendo una crucecita junto a cada uno de los que habían recibido ropa o calzado.

Después de hablar con Pólovtsev, Yákov Lllkich se iba a cenar; pero antes de acostarse pasaba de nuevo por el cuartucho a recibir instrucciones sobre lo que había que hacer al día siguiente.

Por indicación de Pólovtsev, el 8 de febrero, Yákov Lukich dio orden al jefe de la segunda brigada de que reservase cuatro trineos con hombres, para llevar a los establos de los bueyes arena del río. La orden fue cumplida. Entonces Yákov Lukich dispuso que limpiaran bien los suelos de tierra y los enarenasen luego. Cuando estaban terminando el trabajo, Davídov llegó al establo de la segunda brigada.

—¿Qué hacéis con esa arena? —preguntó a Demid el Callado, que había sido nombrado boyero de la brigada.

—La esparramamos.

—¿Para qué?

Silencio.

—Te pregunto que para qué.

—No lo sé.

—¿Quién ha mandado que se eche aquí arena?

—El administrador.

—¿Y qué dijo?

—Dijo: cuidad de la limpieza… ¡inventa, el hijo de perra!

—Pues esto es buena cosa, ¡qué duda cabe! En realidad, estará así más limpio. Porque con el estiércol y la peste que había aquí, los bueyes podían agarrar una enfermedad. A ellos hay que proporcionarles también limpieza, como dicen los veterinarios, ¡eso es la pura verdad! Y tú haces mal en… Bueno, en manifestar tu descontento. Fíjate, ¿eh? hasta da gusto mirar el establo: arenita, curiosidad… ¿Qué te parece?

Pero Davídov no pudo sacarle al Callado una palabra más del cuerpo. Sin despegar los labios, éste se dirigió al cobertizo del salvado, y aquél, aprobando mentalmente la iniciativa de su administrador, se fue a comer.

Al atardecer, Liubishkin vino corriendo a ver a Davídov, y le preguntó enfurecido:

—¿Es que desde hoy les vamos a poner a los bueyes arena, en vez del lecho de paja?

—Sí, arena.

—¿Qué le pasa a ese Ostrovnov? ¿Se… se ha vuelto loco? ¿Dónde se ha visto esto? ¿Y tú, camarada Davídov?… ¿Será posible que apruebes semejante majadería?

—¡Cálmate, Liubishkin! Todo esto es por razones de higiene, y Ostrovnov ha hecho bien. Cuando hay limpieza, disminuye el peligro de las enfermedades.

—¿Higiene? Si eso es higiene, ¡que se la meta en el c…! ¿Dónde deben acostarse los bueyes? ¡Y más con el frío que hace! La paja les da calor, mientras que la arena… Anda, ¡prueba a acostarte sobre ella!

Mijaíl Shólojov
Campos roturados

«Campos roturados» o «Tierras roturadas», según la edición, describe la profunda transformación de una aldea «koljoz», evocando los cambios producidos en la agricultura soviética por las granjas colectivas. Los personajes que intervienen están bien definidos, y el entorno está descrito de manera muy concreta, así, la totalidad del ambiente se entiende y Sholojov es capaz de adentrarnos a la vida campesina con una precisión asombrosa.

Interés infantil en el acuario

acuario

07 febrero 2021

7 de febrero

Hemos hecho relación de la entrevista de la reina con Gilberto, únicamente con el objeto de interrumpir la monotonía histórica, y de exhibir, de un modo más agradable, en un cuadro cronológico, la sucesión de los acontecimientos y de la situación de los partidos.

El ministerio Narbona duró tres meses.

La causa de su caída fue un discurso de Vergniaud.

Así como Mirabeau había dicho: «Desde aquí veo la ventana…», Vergniaud, al recibir la noticia de que la emperatriz de Rusia había tratado con Turquía, y que el 7 de febrero, el Austria y la Prusia habían firmado en Berlín una alianza ofensiva y defensiva, subió a la tribuna y exclamó:

«Yo también puedo decir que desde este palacio veo la tribuna de la contrarrevolución, donde se preparan las intrigas para entregarnos al Austria. Ya llegó el día en que podéis poner un término a tanta audacia y confundir a los conspiradores; el terror y el miedo han salido frecuentemente en los tiempos pasados de ese palacio en nombre del despotismo; que el miedo y el terror entren hoy en el en nombre de la ley».

Y con un gesto enérgico, el brillante orador pareció empujar a esas dos hijas descabelladas del Miedo y del Espanto.

En efecto; ellas entraron en las Tullerías, y Narbona, elevado por el amor, cayó a impulsos de la tormenta. Esta caída tuvo lugar hacia el principio de marzo de 1792. Así, casi tres meses después de la entrevista de la reina con Gilberto, un hombre de pequeña estatura, vivo, dispuesto, nervioso, de talento, de mirada ardiente, de edad de cincuenta y seis años, aunque parecía tener diez menos, el rostro cubierto de las tintas cobrizas adquiridas en el vivac, fue presentado un día al rey Luis XVI.

Era la primera vez que estos dos hombres se hallaban frente a frente.

El rey echó una mirada de observación sobre el hombrecillo, el cual miró al rey lleno de confianza y con ojos escrutadores.

Nadie estaba en el cuarto para anunciar al extranjero, y esto prueba que ya se le esperaba.

—¿Sois el señor Dumouriez? —dijo el rey.

Dumouriez se inclinó.

—¿Cuánto tiempo hace que estáis en París?

—Señor, desde principios de febrero.

—¿Os ha hecho venir el señor de Narbona?

—Para anunciarme que se me había empleado en el ejército de Alsacia, a las órdenes del mariscal Luckner, y que se me ponía a la cabeza de la división de Besancon.

—Sin embargo, veo que no habéis marchado.

—Señor, he aceptado, pero he hecho al señor de Narbona la observación de que la guerra era inminente (Luis XVI se sobresaltó visiblemente), y que amenazaba ser general —continuó Dumouriez sin manifestar haber observado la inmutación del rey—; por lo tanto, he creído que sería oportuno pensar en el Mediodía, en donde podemos ser atacados de improviso; que me parecería útil se formase un plan de defensa, para ese punto y se destinase a él un general en jefe y un ejército.

—Sí, y habéis entregado al señor de Narbona ese plan, después de haberlo comunicado al señor Gensonné y a varios individuos de la Gironda.

—¡El señor Gensonné es amigo mío, y le creo tan afecto a Vuestra Majestad como yo!

—Vamos —dijo el rey sonriéndose—, ¿eso quiere decir que estoy tratando con un girondino?

—Señor, con un patriota, fiel súbdito de Su Majestad.

Luis XVI se mordió los labios.

—Y ¿para servir con más eficacia al rey y a la patria habéis rehusado el puesto de ministro interino de Negocios extranjeros?

—Señor, al principio contesté que daba la preferencia al mando que se me había ofrecido: yo soy soldado y no diplomático.

—Me han asegurado que erais uno y otro.

—Señor, han querido honrarme demasiado.

—Con esa seguridad he debido insistir.

—En efecto, señor, y yo he rehusado, no obstante mis deseos de serviros.

—Y ¿por qué rehusáis?

—Señor, porque la situación es grave, y acabo de derribar al señor de Narbona y de comprometer a de Lessart; todo hombre que cree valer algo, tiene derecho a no admitir empleo alguno, o a pedir que se le emplee según su valor. Señor, o yo valgo alguna cosa, o no valgo nada; en este último caso, deseo que se me deje en mi oscuridad; si valgo alguna cosa, no me hagáis ministro por veinticuatro horas, ni me deis una autoridad momentánea; dadme algo en qué apoyarme, para que vos podáis apoyaros en mí. Nuestros negocios —perdonad, señor, Vuestra Majestad ve que yo hago míos sus asuntos— nuestros negocios no son suficientemente considerados en los países extranjeros, y las cortes no querrán tratar con un ministro interino; esa interinidad, perdonad aún mi franqueza —nadie era menos franco que Dumouriez, pero en ciertas circunstancias le interesaba parecerlo—, esa interinidad sería una falta contra la cual clamaría la Asamblea, y al mismo tiempo me despopularizaría con ella; diré más, eso comprometería al rey, manifestando que echa de menos a su antiguo ministro y que busca la ocasión de reemplazarle.

—Si tal fuera mi intención, ¿creéis que eso me sería imposible?

—Señor, lo que creo es que ya ha llegado el tiempo de que Vuestra Majestad rompa con lo pasado.

—Sí, y me hago Jacobino, ¿no es verdad? Habéis dicho eso a Laporte.

—A fe mía que si Vuestra Majestad hiciera eso, confundiría mucho a todos los partidos, y a los Jacobinos tal vez más que a nadie.

—Y ¿por qué no me aconsejáis que me ponga el gorro colorado sin perder momento?

—Señor, si eso fuera un medio… —dijo Dumouriez.

—Si así lo queréis, esto equivale a no ser ministro interino.

—Señor, yo no quiero nada: estoy dispuesto a recibir las órdenes de Vuestra Majestad; pero preferiría que estas tuviesen por objeto enviarme a la frontera más bien que detenerme en París.

—¿Y si yo os diese orden de quedaros en París, y de que tomaseis definitivamente la cartera de Negocios extranjeros, qué diríais?

Dumouriez se sonrió.

—Diría, señor, que Vuestra Majestad no tiene ya las prevenciones que otros le han inspirado contra mí.

—No las tengo. Señor Dumouriez, sois ya ministro.

—Señor, yo me consagro enteramente a vuestro servicio, pero…

—¿Tenemos restricciones?

—Sólo explicaciones, señor.

—Decid.

—Señor, el puesto de ministro no es hoy lo que era antes; sin cesar de ser fiel a Vuestra Majestad, entrando en el ministerio me constituyo hombre de la nación. Así, desde hoy, no exijáis de mí el lenguaje a que mis antecesores os han habituado, pues yo no podré hablar sino de acuerdo con la libertad y con la Constitución; limitado a mis funciones, no os haré la corte, pues no tendré tiempo para ello; prescindiré de la etiqueta regia para servir mejor al rey; sólo trabajaré con vos o en el Consejo, y os lo digo con franqueza, este trabajo será una lucha.

—¡Una lucha!, y ¿por qué?

—¡Oh!, señor, la cosa es muy sencilla: casi todo vuestro cuerpo diplomático es abiertamente contrarrevolucionario, y os aconsejaré que lo renovéis; quizá contraríe vuestros gustos en la nueva elección, porque propondré individuos que Su Majestad no conoce ni aun de nombre, y tal vez algunos que no le agraden.

—En ese caso… —interrumpió vivamente Luis XVI.

—En ese caso, señor, cuando la oposición de Vuestra Majestad sea demasiado fuerte y motivada, y como sois el dueño, obedeceré; pero si nuestra elección os ha sido sugerida por los que os rodean, y visiblemente para comprometeros, suplicaré a Vuestra Majestad me nombre un sucesor. ¡Pensad en los terribles riesgos que asedian vuestro trono; es preciso sostener este con la confianza pública, y esta depende de vos!

—Permitid que os detenga.

—¡Señor!

—Hace ya tiempo que he pensado en esos riesgos. Y extendió enseguida la mano hacia el retrato de Carlos I.

Luis XVI, enjugándose el rostro con un pañuelo, continuó:

—Aun cuando quisiera olvidarlos, ese cuadro me los recordaría.

—¡Señor!…

—Esperad, no he concluido. La situación es la misma, los riesgos son iguales; acaso el cadalso de White-Hall se levantará en la plaza de Greve.

—Señor, eso es mirar demasiado lejos.

Alexandre Dumas 
La Condesa de Charny 
Revolución francesa 

Los sangrientos sucesos posteriores a la toma de la Bastilla continúan. La familia real es trasladada de Versalles a París, a las Tullerías más exactamente, escoltada por el pueblo, que ha asaltado el palacio para hacer justicia por su propia mano. Un miembro de la Asamblea General, el doctor Guillotín, empieza a dar forma al invento que lo hará famoso. 

La familia real es apresada en Varennes y conducida a París. Luis XVI, secretamente y con ayuda de Charny y Bouillé, empieza a planear la huida. Mientras tanto, se proclaman los derechos del hombre y del ciudadano, y al grito de: Libertad, igualdad y fraternidad se inicia la revolución. 

El ciudadano Juan Bautista Drouet, es el primero en reconocer al rey en su fuga por el camino de Varennes, y da la voz de alarma. La familia real es apresada y conducida por la fuerza a París. Charny, al conocer el secreto de su esposa Andrea, empieza a amarla, sobre todo por el motivo del ocultamiento. Lamenta haberse dado cuenta tarde del tesoro que tiene a su lado. Andrea conoce la felicidad y, aunque durará poco, para ella será suficiente. (…el amor ha sido dado al hombre para que tenga la medida de lo que puede sufrir…). 

Reaparece Angel Pitou, que se ha convertido en capitán y héroe de la revolución, pero sigue siendo el noble e inocente enamorado de Catalina a pesar de todo. Esto terminará por revertir su mala suerte en el amor, al convertirse tempranamente en un buen padre de un niño de quien tal vez él no hubiera esperado.

Brecinas

brecina

06 febrero 2021

6 de febrero

 Última hora de la noche en la calle MacDougal. Un viejo se me acerca y dice: «Señor, estoy escribiendo la historia de mi vida y necesito una moneda de diez centavos para terminarla». Le doy un dólar.

Otra noche, en Washington Square, una gorda con una peluca con los pelos de punta me dice: «Soy Esther, la diosa del Amor. Si no me da un dólar, le lanzaré una maldición». Le doy una moneda de cinco centavos.

Uno de tantos recuerdos de posguerra: un carrito de bebé empujado por una anciana con joroba; y sentado en él, su hijo, con las dos piernas amputadas.

Ella estaba regateando con el tendero cuando el carrito se le escapó. La calle tenía tanto desnivel que el carrito empezó a rodar cuesta abajo con el tullido agitando la muleta, la madre pidiendo ayuda a gritos, y todo el mundo riéndose como si estuviera en el cine. Buster Keaton o alguien por el estilo a punto de caer por el acantilado…

Uno se reía porque sabía que acabaría bien. Uno se llevaba una sorpresa cuando no era así.

No les he contado cómo me llené de piojos al ponerme un casco alemán. Fue una historia célebre en mi familia. Recuerdo esas noches de invierno justo después de la guerra, con todo el mundo acurrucado alrededor de la estufa, hablando y angustiándose hasta la madrugada. Tarde o temprano, era inevitable, alguien mencionaba mi casco alemán lleno de piojos. Pensaban que era lo más gracioso que habían escuchado jamás. Los mayores lloraban de la risa. Un crío tan estúpido como para ir por ahí con un casco alemán lleno de piojos. Estaba infestado de ellos. ¡Cualquier tonto podía verlo!

Me quedaba sentado sin decir nada, fingiendo que me hacía gracia, asintiendo con la cabeza mientras me decía a mí mismo, ¡qué panda de idiotas! ¡Todos ellos! No tenían ni idea de cómo había conseguido el casco, y no estaba dispuesto a decírselo.

Fue uno de esos días que siguieron a la liberación de Belgrado. Yo estaba fisgando en el viejo cementerio con algunos amigos. ¡Entonces, de repente, los vimos! Un par de soldados alemanes, claramente muertos, espatarrados en el suelo. Nos acercamos para verlos mejor. Estaban desarmados. No llevaban botas, pero había un casco en el suelo, junto a uno de los cuerpos. No recuerdo con qué se quedaron los demás, pero yo me hice con el casco. Caminé de puntillas para no despertar al muerto. También procuré mantener los ojos apartados. Nunca vi su rostro, aunque a veces piense que lo hice. Tengo un recuerdo muy intenso y nítido de ese instante.

Ésa es la historia del casco lleno de piojos.

Comíamos melón bajo un enjambre de aviones que volaban a gran altura. Mientras comíamos, las bombas caían sobre Belgrado. Veíamos el humo alzarse a lo lejos. El calor del jardín nos sofocaba y pedimos permiso para quitarnos la camisa. Cada vez que mi madre cortaba un trozo con un cuchillo de cocina, el melón hacía un ruido tierno, como un chasquido. También oíamos lo que nos parecían truenos, pero cuando alzábamos la vista el cielo azul estaba despejado.

Una vez mi madre oyó a un hombre rogar por su vida. Recuerda las estrellas, las oscuras siluetas de los árboles junto al camino por el que huían del ejército austriaco en un carro de bueyes que avanzaba con lentitud. «Aquel hombre parecía terriblemente asustado allá en el bosque», dice. El carro siguió su camino. Nadie dijo nada. Pronto pudieron oír el sonido del río que debían cruzar.

Cuando yo era un niño, las mujeres remendaban sus medias por la noche. Tener una «carrera» en la media era catastrófico. Las medias eran caras, y también lo era la electricidad. Nos sentábamos alrededor de la mesa con una sola lámpara, mi abuela leyendo el periódico, los niños fingiendo hacer los deberes, mientras veíamos a mi madre extender sus uñas pintadas de rojo por dentro de la media transparente.

En la biografía de la poeta rusa Marina Tsvetaeva leo que su primera lectura poética en París tuvo lugar el 6 de febrero de 1925, y el recorte de prensa dice que el programa incluía también a tres músicos: madame Cunelli, que cantó viejas canciones italianas, profesor Mogilewski, que tocó el violín, y V. E. Byutsov al piano. ¡Esto es asombroso! Madame Cunelli, que se llamaba Nina, era amiga de mi madre. Las dos estudiaron con la misma profesora de canto, madame Kedrov, en París, y por alguna razón Nina Cunelli acabó en Belgrado durante la Segunda Guerra Mundial. Allí me enseñó canciones infantiles rusas y francesas, que aún conozco bien. Recuerdo que era una mujer hermosa, algo mayor que mi madre, y que se fue al extranjero al acabar la guerra.

Charles Simic
El monstruo ama su laberinto
Cuadernos

«El monstruo ama su laberinto» es un libro fascinante que nos permite asomarnos a la mente del poeta, la trastienda de su imaginación. Apasionadas, tiernas, irónicas, llenas de humor y de ingenio, estas entradas de su cuaderno oscilan entre la anotación espontánea, la estampa autobiográfica y la observación atenta, sin olvidar sus incursiones en la filosofía y el comentario político.
Reflejo de un intelecto vivaz y desprejuiciado, revés de la trama de los poemas, estos apuntes nos acercan el esfuerzo cotidiano de su autor por desentrañar las muchas formas en que los seres humanos tratamos de dar sentido al mundo y nuestro lugar en él.


Capuchinas

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Serie: azulejos