07 febrero 2021

7 de febrero

Hemos hecho relación de la entrevista de la reina con Gilberto, únicamente con el objeto de interrumpir la monotonía histórica, y de exhibir, de un modo más agradable, en un cuadro cronológico, la sucesión de los acontecimientos y de la situación de los partidos.

El ministerio Narbona duró tres meses.

La causa de su caída fue un discurso de Vergniaud.

Así como Mirabeau había dicho: «Desde aquí veo la ventana…», Vergniaud, al recibir la noticia de que la emperatriz de Rusia había tratado con Turquía, y que el 7 de febrero, el Austria y la Prusia habían firmado en Berlín una alianza ofensiva y defensiva, subió a la tribuna y exclamó:

«Yo también puedo decir que desde este palacio veo la tribuna de la contrarrevolución, donde se preparan las intrigas para entregarnos al Austria. Ya llegó el día en que podéis poner un término a tanta audacia y confundir a los conspiradores; el terror y el miedo han salido frecuentemente en los tiempos pasados de ese palacio en nombre del despotismo; que el miedo y el terror entren hoy en el en nombre de la ley».

Y con un gesto enérgico, el brillante orador pareció empujar a esas dos hijas descabelladas del Miedo y del Espanto.

En efecto; ellas entraron en las Tullerías, y Narbona, elevado por el amor, cayó a impulsos de la tormenta. Esta caída tuvo lugar hacia el principio de marzo de 1792. Así, casi tres meses después de la entrevista de la reina con Gilberto, un hombre de pequeña estatura, vivo, dispuesto, nervioso, de talento, de mirada ardiente, de edad de cincuenta y seis años, aunque parecía tener diez menos, el rostro cubierto de las tintas cobrizas adquiridas en el vivac, fue presentado un día al rey Luis XVI.

Era la primera vez que estos dos hombres se hallaban frente a frente.

El rey echó una mirada de observación sobre el hombrecillo, el cual miró al rey lleno de confianza y con ojos escrutadores.

Nadie estaba en el cuarto para anunciar al extranjero, y esto prueba que ya se le esperaba.

—¿Sois el señor Dumouriez? —dijo el rey.

Dumouriez se inclinó.

—¿Cuánto tiempo hace que estáis en París?

—Señor, desde principios de febrero.

—¿Os ha hecho venir el señor de Narbona?

—Para anunciarme que se me había empleado en el ejército de Alsacia, a las órdenes del mariscal Luckner, y que se me ponía a la cabeza de la división de Besancon.

—Sin embargo, veo que no habéis marchado.

—Señor, he aceptado, pero he hecho al señor de Narbona la observación de que la guerra era inminente (Luis XVI se sobresaltó visiblemente), y que amenazaba ser general —continuó Dumouriez sin manifestar haber observado la inmutación del rey—; por lo tanto, he creído que sería oportuno pensar en el Mediodía, en donde podemos ser atacados de improviso; que me parecería útil se formase un plan de defensa, para ese punto y se destinase a él un general en jefe y un ejército.

—Sí, y habéis entregado al señor de Narbona ese plan, después de haberlo comunicado al señor Gensonné y a varios individuos de la Gironda.

—¡El señor Gensonné es amigo mío, y le creo tan afecto a Vuestra Majestad como yo!

—Vamos —dijo el rey sonriéndose—, ¿eso quiere decir que estoy tratando con un girondino?

—Señor, con un patriota, fiel súbdito de Su Majestad.

Luis XVI se mordió los labios.

—Y ¿para servir con más eficacia al rey y a la patria habéis rehusado el puesto de ministro interino de Negocios extranjeros?

—Señor, al principio contesté que daba la preferencia al mando que se me había ofrecido: yo soy soldado y no diplomático.

—Me han asegurado que erais uno y otro.

—Señor, han querido honrarme demasiado.

—Con esa seguridad he debido insistir.

—En efecto, señor, y yo he rehusado, no obstante mis deseos de serviros.

—Y ¿por qué rehusáis?

—Señor, porque la situación es grave, y acabo de derribar al señor de Narbona y de comprometer a de Lessart; todo hombre que cree valer algo, tiene derecho a no admitir empleo alguno, o a pedir que se le emplee según su valor. Señor, o yo valgo alguna cosa, o no valgo nada; en este último caso, deseo que se me deje en mi oscuridad; si valgo alguna cosa, no me hagáis ministro por veinticuatro horas, ni me deis una autoridad momentánea; dadme algo en qué apoyarme, para que vos podáis apoyaros en mí. Nuestros negocios —perdonad, señor, Vuestra Majestad ve que yo hago míos sus asuntos— nuestros negocios no son suficientemente considerados en los países extranjeros, y las cortes no querrán tratar con un ministro interino; esa interinidad, perdonad aún mi franqueza —nadie era menos franco que Dumouriez, pero en ciertas circunstancias le interesaba parecerlo—, esa interinidad sería una falta contra la cual clamaría la Asamblea, y al mismo tiempo me despopularizaría con ella; diré más, eso comprometería al rey, manifestando que echa de menos a su antiguo ministro y que busca la ocasión de reemplazarle.

—Si tal fuera mi intención, ¿creéis que eso me sería imposible?

—Señor, lo que creo es que ya ha llegado el tiempo de que Vuestra Majestad rompa con lo pasado.

—Sí, y me hago Jacobino, ¿no es verdad? Habéis dicho eso a Laporte.

—A fe mía que si Vuestra Majestad hiciera eso, confundiría mucho a todos los partidos, y a los Jacobinos tal vez más que a nadie.

—Y ¿por qué no me aconsejáis que me ponga el gorro colorado sin perder momento?

—Señor, si eso fuera un medio… —dijo Dumouriez.

—Si así lo queréis, esto equivale a no ser ministro interino.

—Señor, yo no quiero nada: estoy dispuesto a recibir las órdenes de Vuestra Majestad; pero preferiría que estas tuviesen por objeto enviarme a la frontera más bien que detenerme en París.

—¿Y si yo os diese orden de quedaros en París, y de que tomaseis definitivamente la cartera de Negocios extranjeros, qué diríais?

Dumouriez se sonrió.

—Diría, señor, que Vuestra Majestad no tiene ya las prevenciones que otros le han inspirado contra mí.

—No las tengo. Señor Dumouriez, sois ya ministro.

—Señor, yo me consagro enteramente a vuestro servicio, pero…

—¿Tenemos restricciones?

—Sólo explicaciones, señor.

—Decid.

—Señor, el puesto de ministro no es hoy lo que era antes; sin cesar de ser fiel a Vuestra Majestad, entrando en el ministerio me constituyo hombre de la nación. Así, desde hoy, no exijáis de mí el lenguaje a que mis antecesores os han habituado, pues yo no podré hablar sino de acuerdo con la libertad y con la Constitución; limitado a mis funciones, no os haré la corte, pues no tendré tiempo para ello; prescindiré de la etiqueta regia para servir mejor al rey; sólo trabajaré con vos o en el Consejo, y os lo digo con franqueza, este trabajo será una lucha.

—¡Una lucha!, y ¿por qué?

—¡Oh!, señor, la cosa es muy sencilla: casi todo vuestro cuerpo diplomático es abiertamente contrarrevolucionario, y os aconsejaré que lo renovéis; quizá contraríe vuestros gustos en la nueva elección, porque propondré individuos que Su Majestad no conoce ni aun de nombre, y tal vez algunos que no le agraden.

—En ese caso… —interrumpió vivamente Luis XVI.

—En ese caso, señor, cuando la oposición de Vuestra Majestad sea demasiado fuerte y motivada, y como sois el dueño, obedeceré; pero si nuestra elección os ha sido sugerida por los que os rodean, y visiblemente para comprometeros, suplicaré a Vuestra Majestad me nombre un sucesor. ¡Pensad en los terribles riesgos que asedian vuestro trono; es preciso sostener este con la confianza pública, y esta depende de vos!

—Permitid que os detenga.

—¡Señor!

—Hace ya tiempo que he pensado en esos riesgos. Y extendió enseguida la mano hacia el retrato de Carlos I.

Luis XVI, enjugándose el rostro con un pañuelo, continuó:

—Aun cuando quisiera olvidarlos, ese cuadro me los recordaría.

—¡Señor!…

—Esperad, no he concluido. La situación es la misma, los riesgos son iguales; acaso el cadalso de White-Hall se levantará en la plaza de Greve.

—Señor, eso es mirar demasiado lejos.

Alexandre Dumas 
La Condesa de Charny 
Revolución francesa 

Los sangrientos sucesos posteriores a la toma de la Bastilla continúan. La familia real es trasladada de Versalles a París, a las Tullerías más exactamente, escoltada por el pueblo, que ha asaltado el palacio para hacer justicia por su propia mano. Un miembro de la Asamblea General, el doctor Guillotín, empieza a dar forma al invento que lo hará famoso. 

La familia real es apresada en Varennes y conducida a París. Luis XVI, secretamente y con ayuda de Charny y Bouillé, empieza a planear la huida. Mientras tanto, se proclaman los derechos del hombre y del ciudadano, y al grito de: Libertad, igualdad y fraternidad se inicia la revolución. 

El ciudadano Juan Bautista Drouet, es el primero en reconocer al rey en su fuga por el camino de Varennes, y da la voz de alarma. La familia real es apresada y conducida por la fuerza a París. Charny, al conocer el secreto de su esposa Andrea, empieza a amarla, sobre todo por el motivo del ocultamiento. Lamenta haberse dado cuenta tarde del tesoro que tiene a su lado. Andrea conoce la felicidad y, aunque durará poco, para ella será suficiente. (…el amor ha sido dado al hombre para que tenga la medida de lo que puede sufrir…). 

Reaparece Angel Pitou, que se ha convertido en capitán y héroe de la revolución, pero sigue siendo el noble e inocente enamorado de Catalina a pesar de todo. Esto terminará por revertir su mala suerte en el amor, al convertirse tempranamente en un buen padre de un niño de quien tal vez él no hubiera esperado.

Brecinas

brecina

06 febrero 2021

6 de febrero

 Última hora de la noche en la calle MacDougal. Un viejo se me acerca y dice: «Señor, estoy escribiendo la historia de mi vida y necesito una moneda de diez centavos para terminarla». Le doy un dólar.

Otra noche, en Washington Square, una gorda con una peluca con los pelos de punta me dice: «Soy Esther, la diosa del Amor. Si no me da un dólar, le lanzaré una maldición». Le doy una moneda de cinco centavos.

Uno de tantos recuerdos de posguerra: un carrito de bebé empujado por una anciana con joroba; y sentado en él, su hijo, con las dos piernas amputadas.

Ella estaba regateando con el tendero cuando el carrito se le escapó. La calle tenía tanto desnivel que el carrito empezó a rodar cuesta abajo con el tullido agitando la muleta, la madre pidiendo ayuda a gritos, y todo el mundo riéndose como si estuviera en el cine. Buster Keaton o alguien por el estilo a punto de caer por el acantilado…

Uno se reía porque sabía que acabaría bien. Uno se llevaba una sorpresa cuando no era así.

No les he contado cómo me llené de piojos al ponerme un casco alemán. Fue una historia célebre en mi familia. Recuerdo esas noches de invierno justo después de la guerra, con todo el mundo acurrucado alrededor de la estufa, hablando y angustiándose hasta la madrugada. Tarde o temprano, era inevitable, alguien mencionaba mi casco alemán lleno de piojos. Pensaban que era lo más gracioso que habían escuchado jamás. Los mayores lloraban de la risa. Un crío tan estúpido como para ir por ahí con un casco alemán lleno de piojos. Estaba infestado de ellos. ¡Cualquier tonto podía verlo!

Me quedaba sentado sin decir nada, fingiendo que me hacía gracia, asintiendo con la cabeza mientras me decía a mí mismo, ¡qué panda de idiotas! ¡Todos ellos! No tenían ni idea de cómo había conseguido el casco, y no estaba dispuesto a decírselo.

Fue uno de esos días que siguieron a la liberación de Belgrado. Yo estaba fisgando en el viejo cementerio con algunos amigos. ¡Entonces, de repente, los vimos! Un par de soldados alemanes, claramente muertos, espatarrados en el suelo. Nos acercamos para verlos mejor. Estaban desarmados. No llevaban botas, pero había un casco en el suelo, junto a uno de los cuerpos. No recuerdo con qué se quedaron los demás, pero yo me hice con el casco. Caminé de puntillas para no despertar al muerto. También procuré mantener los ojos apartados. Nunca vi su rostro, aunque a veces piense que lo hice. Tengo un recuerdo muy intenso y nítido de ese instante.

Ésa es la historia del casco lleno de piojos.

Comíamos melón bajo un enjambre de aviones que volaban a gran altura. Mientras comíamos, las bombas caían sobre Belgrado. Veíamos el humo alzarse a lo lejos. El calor del jardín nos sofocaba y pedimos permiso para quitarnos la camisa. Cada vez que mi madre cortaba un trozo con un cuchillo de cocina, el melón hacía un ruido tierno, como un chasquido. También oíamos lo que nos parecían truenos, pero cuando alzábamos la vista el cielo azul estaba despejado.

Una vez mi madre oyó a un hombre rogar por su vida. Recuerda las estrellas, las oscuras siluetas de los árboles junto al camino por el que huían del ejército austriaco en un carro de bueyes que avanzaba con lentitud. «Aquel hombre parecía terriblemente asustado allá en el bosque», dice. El carro siguió su camino. Nadie dijo nada. Pronto pudieron oír el sonido del río que debían cruzar.

Cuando yo era un niño, las mujeres remendaban sus medias por la noche. Tener una «carrera» en la media era catastrófico. Las medias eran caras, y también lo era la electricidad. Nos sentábamos alrededor de la mesa con una sola lámpara, mi abuela leyendo el periódico, los niños fingiendo hacer los deberes, mientras veíamos a mi madre extender sus uñas pintadas de rojo por dentro de la media transparente.

En la biografía de la poeta rusa Marina Tsvetaeva leo que su primera lectura poética en París tuvo lugar el 6 de febrero de 1925, y el recorte de prensa dice que el programa incluía también a tres músicos: madame Cunelli, que cantó viejas canciones italianas, profesor Mogilewski, que tocó el violín, y V. E. Byutsov al piano. ¡Esto es asombroso! Madame Cunelli, que se llamaba Nina, era amiga de mi madre. Las dos estudiaron con la misma profesora de canto, madame Kedrov, en París, y por alguna razón Nina Cunelli acabó en Belgrado durante la Segunda Guerra Mundial. Allí me enseñó canciones infantiles rusas y francesas, que aún conozco bien. Recuerdo que era una mujer hermosa, algo mayor que mi madre, y que se fue al extranjero al acabar la guerra.

Charles Simic
El monstruo ama su laberinto
Cuadernos

«El monstruo ama su laberinto» es un libro fascinante que nos permite asomarnos a la mente del poeta, la trastienda de su imaginación. Apasionadas, tiernas, irónicas, llenas de humor y de ingenio, estas entradas de su cuaderno oscilan entre la anotación espontánea, la estampa autobiográfica y la observación atenta, sin olvidar sus incursiones en la filosofía y el comentario político.
Reflejo de un intelecto vivaz y desprejuiciado, revés de la trama de los poemas, estos apuntes nos acercan el esfuerzo cotidiano de su autor por desentrañar las muchas formas en que los seres humanos tratamos de dar sentido al mundo y nuestro lugar en él.


Capuchinas

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05 febrero 2021

5 de febrero

 Una mirada de despedida a los actores de esta historia que no han sucumbido con el curso de los acontecimientos y habremos terminado.

El señor Haredale huyó aquella misma noche. Antes de que pudieran comenzar las pesquisas, y hasta antes de que se advirtiese la desaparición de sir John y corrieran en su busca, ya había salido del reino hacia un establecimiento religioso célebre en Europa por el rigor y la severidad de su disciplina y por la penitencia inflexible que su regla imponía a los que iban a buscar en él un refugio contra el mundo. Allí hizo votos que lo separaron para siempre de sus parientes y amigos, y después de algunos años de remordimiento fue sepultado en los sombríos claustros del convento.

Transcurrieron dos días antes de que se encontrase el cadáver de sir John. Cuando lo hubieron reconocido y trasladado a su casa, su apreciable ayuda de cámara, fiel a los principios de su amo, desapareció con todo el dinero y los objetos de valor que pudo llevarse consigo, con cuyo auxilio partió a una ciudad distante a darse ínfulas de perfecto caballero. En esta distinguida carrera tuvo un éxito completo, y hasta hubiera acabado por casarse con alguna heredera de no ser por una orden de detención que ocasionó su fin prematuro; murió a causa de una fiebre contagiosa que hacía entonces grandes estragos llamada tifus carcelario.

Lord George Gordon, después de haber estado preso en la Torre de Londres hasta el lunes 5 de febrero del año siguiente, fue juzgado dicho día en Westminster por crimen de alta traición. Después de un sumario formal y detenido fue absuelto de esta acusación por no haberse podido probar que había agitado al pueblo con intenciones malévolas e ilegales. Por otra parte, además, existían aún tantas personas a quienes los desórdenes no habían servido de lección para moderar su falso celo, que se abrió en Escocia una suscripción para pagar los costes del proceso.

Durante los siete años siguientes permaneció en silencio, gracias a la asidua intercesión de sus amigos, pero encontró de vez en cuando ocasiones para desplegar su fanatismo protestante con algunas demostraciones extravagantes que divirtieron mucho a sus amigos, y hasta fue excomulgado por el arzobispo de Canterbury por haberse negado a comparecer como testigo a instancias del tribunal eclesiástico. En el año 1788, impulsado por un nuevo acceso de locura, escribió y publicó un folleto injurioso contra la reina de Francia. Acusado de difamación, después de haber hecho delante del tribunal diferentes declaraciones violentas e insensatas, fue condenado y huyó a Holanda para evitar la pena que se le había impuesto. Pero como a los buenos burgomaestres de Amsterdam no les placía especialmente su compañía, lo enviaron a toda prisa a Inglaterra. Llegó a Harwich en el mes de julio, se trasladó desde allí a Birmingham, y en el mes de agosto hizo profesión pública de la religión judía, y fue considerado judío hasta el momento en que fue preso y conducido a Londres para sufrir su condena. En virtud de la sentencia dictada contra él, fue encerrado en el mes de diciembre en la cárcel de Newgate, donde pasó cinco años y diez meses, obligado a pagar una elevada multa y presentar garantías de su conducta en adelante.

Después de haber dirigido a mediados del verano siguiente una nota de disculpa a la Asamblea Nacional de Francia, que el embajador inglés se negó a entregar, se resignó a sufrir hasta el fin el castigo que le habían impuesto; se dejó crecer la barba hasta la cintura y, adoptando todas las ceremonias de su nueva religión, se dedicó al estudio de la historia y a ratos perdidos al arte de la pintura, para el cual desde su juventud había mostrado buenas condiciones. Abandonado de todos sus antiguos amigos y tratado en la cárcel como el mayor criminal, vivió alegre y resignado hasta el 1 de noviembre de 1793, día en que murió en su calabozo a la edad de cuarenta y tres años.

Charles Dickens
Barnaby Rudge

Barnaby Rudge, calificada habitualmente como una de la dos novelas históricas escritas por Dickens, es sobre todo una novela «dickensiana»: un melodrama tenebrista con crimen y misterio, un relato histórico con personajes cotidianos, los adorables, los pintorescos y los malvados, en situaciones reales, y muchas escenas profundamente conmovedoras. Su calificación de «histórica» se debe a que su acción transcurre sesenta años antes de su publicación (1841), entre 1775 y 1780, fecha de los disturbios de Gordon, que se describen en la obra. La obra refleja dos de los temas preferidos de Dickens: el crimen privado y la violencia pública. La sombra siniestra del asesinato de Reuben Haredale, la oscura trama que liga a los aristócratas Haredale y Chester, eternos enemigos, los romances interrumpidos y no consolidados, el personaje misterioso que acecha la inocente felicidad de la familia de Barnaby, se plantean durante la primera parte de la novela. La segunda parte se inicia con los disturbios de Gordon, revuelta promovida por lord Gordon en contra de los católicos británicos, que en su locura ciega de fanatismo religioso envuelve a la multitud y a los distinto personajes haciendo aparecer los sentimientos más nobles y los más despiadados. Con el fin de los disturbios, todas las tramas confluyen y los misterios son aclarados. Refleja dos de los temas preferidos de Dickens: el crimen privado y la violencia pública. Variedad de ambientes, de personajes, de sentimientos. La oscura trama que liga a los aristócratas Haredale y Chester, eternos enemigos. La inocente felicidad de Barnaby. La sombra siniestra del asesinato de Reuben Hardeale. La caracterización de los personajes.

Capuchinas

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04 febrero 2021

4 de febrero

La iglesia se reduce á una nave gótica, larga y altísima, digna de una catedral de primer orden. Esta nave se conserva íntegra: según una tradición, porque los incendiarios franceses de 1809 procuraron que el fuego no llegase á ella; según otra tradición, porque no había en todo aquel edificio madera alguna en que pudiesen prender las llamas.

Sin embargo, sus bóvedas ojivales amenazaban desplomarse cuando compró el Monasterio el Sr. Marqués de Miravel, quien procedió inmediatamente á repararlas.—Así lo indica la siguiente modestísima inscripción, que se lee en el testero posterior del coro:

Estando estas bóvedas en ruinas, se construyeron por José Campal, año de 1860.

Pero dirá el lector: ¿Quién es José Campal? ¿Son éstos el nombre y el apellido del espléndido Marqués que costeó la obra, ó los de algún insigne arquitecto, émulo de la gloria de los Brunelleschi y Miguel Ángel?

Ni lo uno ni lo otro.

José Campal es un humilde albañil de Jarandilla, que se atrevió á acometer tan ardua empresa, y la llevó á feliz término, cuando maestros llevados de Madrid con tal propósito la habían considerado irrealizable.—Admirado entonces el Marqués del arrojo y la inteligencia de Campal, mandó poner dicha inscripción en el coro.

La nave de la iglesia y sus altares están hoy completamente desnudos de todo cuadro, de toda imagen, de toda señal de culto. Los únicos accidentes que interrumpen la escueta monotonía de aquellos blanqueados muros, son las Armas Imperiales que campean allá arriba, en el centro del embovedado, y un negro ataúd depositado á gran altura, en un nicho ú hornacina de la pared de la derecha.

Este ataúd es de madera de castaño, y estuvo forrado de terciopelo negro. Hoy no contiene nada; pero en un tiempo contuvo otra caja de plomo, dentro de la cual fué depositado el cadáver del Emperador.....

«Púsose el cuerpo del Emperador (dice la historia) en una caja de plomo, la cual se encerró en otra de madera de castaño, forrada de terciopelo negro. Hiciéronsele solemnes exequias por tres días, celebrando el Arzobispo de Toledo, Fr. Bartolomé de Carranza, á quien sirvieron de ministros el confesor del Emperador, Fr. Juan Regla, y el prior Fr. Martín de Angulo, y predicando sucesivamente el P. Villalva y los priores de Granada y Santa Engracia de Zaragoza.

»Una de las cláusulas del codicilo de Carlos V era que se le enterrara debajo del altar mayor del Monasterio, quedando fuera del ara la mitad del cuerpo, del pecho á la cabeza, en el sitio que pisaba el Sacerdote al decir la misa, de manera que pusiese los pies sobre él. Para cumplir del modo posible este mandato, se derribó el altar mayor y se sacó hacia fuera, con objeto de depositar detrás de él el cadáver, pues debajo no podía estar, por ser lugar exclusivo de los Santos que la Iglesia tiene canonizados[9].»

A consecuencia de esta reforma, el altar Mayor quedó en la extraña disposición que hoy se advierte; esto es, sumamente estrecho de presbiterio, y muy alto en proporción del escaso desarrollo de su escalinata, cuyos peldaños son tan pinos, que cuesta fatiga y peligro subirlos ó bajarlos.

Fué, pues, depositado el cadáver del César dentro de las dos cajas mencionadas, detrás del retablo de Yuste, hasta que, quince años y medio después, el 4 de Febrero de 1574, verificóse su traslación al Escorial, en la caja de plomo, revestida de otra nueva que se construyó al intento, quedando en la bóveda de Yuste, como recuerdo, la caja de castaño. Pero como todos los viajeros que visitaban la tal bóveda hubiesen dado en la flor de cortar pedazos del viejísimo ataúd, á fin de guardarlos como reliquias históricas, el Marqués de Miravel dispuso colocarlo en el inaccesible nicho que hoy ocupa, y desde donde produce terrible y fantástica impresión.

* * *

Dijimos más atrás que el sueño eterno de Carlos V ha sido turbado también en el Monasterio del Escorial, y que nosotros mismos no hemos sabido librarnos de la tentación de asistir á una de las sacrílegas exhibiciones que se han hecho de su momia en estos últimos años.....

Cometimos esta impiedad, ó cuando menos esta irreverencia, en Septiembre de 1872, pocos meses antes de ir á Yuste.—Nos hallábamos en el fúnebre Real Sitio, descansando del calor y las fatigas de Madrid, cuando una mañana supimos que había pública exposición del cadáver del César, á petición de las bellas damas madrileñas que estaban allí de veraneo.—Era ya la vigésima de estas exposiciones, desde que las inauguró cierto temerario y famoso prohombre de la situación política creada en 1868.—Nosotros (lo repetimos) no tuvimos al cabo suficiente valor para rehusarnos la feroz complacencia de aquella profanación, que de todas maneras había de verificarse.....

Acudimos, pues, al panteón de los Reyes de España, á la hora de la cita.—¿Y qué vimos allí? ¿Qué vieron las tímidas jóvenes y los atolondrados niños y los zafios mozuelos que nos precedieron ó siguieron en tan espantoso atentado?—Vieron, y vimos nosotros, la tumba de Carlos V abierta, y delante de ella, sobre un andamio construído ad hoc, un ataúd, cuya tapa había sido sustituída por un cristal de todo el tamaño de la caja.

En las primeras exposiciones no había tal cristal, ó si lo había, se levantaba, de cuyas resultas no faltó quien pasase su mano por la renegrida faz del cadáver..... ¡La pasó el mencionado prohombre revolucionario, en muestra de familiaridad y compañerismo!.....

A través del cristal vimos la corpulenta y recia momia del nieto de los Reyes Católicos, de la cabeza á los pies, completamente desnuda, perfectamente conservada, un poco enjuta, es cierto, pero acusando todas las formas, de tal manera que, aun sin saber que eran los despojos mortales de Carlos V, hubiéralos reconocido cualquiera que hubiese visto los retratos que de él hicieron Ticiano y Pantoja.

La especial contextura de aquel infatigable guerrero, su alta y amplísima cavidad torácica; sus anchos y elevados hombros; sus cargadas espaldas; su cráneo característico; su ángulo facial, típico en la casa de Austria; la depresión de la boca; la prominencia de la barba por el descompasado avance de las mandíbulas: todo se apreciaba exactamente, y no en esqueleto, sino vestido de carne y cubierto de una piel cenicienta, ó más bien parda, en que aun se mantenían algunos raros pelos de pestañas, barbas y cejas y del siempre atusado cabello.....

¡Era, sí, el Emperador mismo! ¡Parecía su estatua vaciada en bronce y roída por los siglos, como las que aparecen entre las cenizas de Pompeya!

No infundía asco ni fúnebre pavor, sino veneración y respeto.

Lo que infundía pavor y asco era nuestra impía ferocidad, era nuestra desventurada época, era aquella escena repugnante, era aquel sacrílego recreo, era la risa imbécil ó el estúpido comentario de tal ó cual señorita ó mancebo, que escogía semejante ocasión para aventurar un conato de chiste.....

¡Siquiera nosotros (dicho sea en nuestro descargo) callábamos y padecíamos, sintiendo al par, y en igual medida, reverencia hacia lo que veíamos y remordimientos por verlo! ¡Siquiera nosotros teníamos conciencia de nuestro pecado!

Pedro Antonio de Alarcón
Viajes por España


De sus múltiples «peregrinaciones» dejó Alarcón detallada cuenta en el Índice Cronológico sus viajes por España, incluido en este libro como epílogo a la recopilación de escritos reunidos en el tomo Viajes de España (1883), que comprende las narraciones Una visita al Monasterio de Yuste, Dos días en Salamanca, La granadina, De Madrid a Santander, Mi primer viaje a Toledo, y El eclipse de sol de 1860. Iban a venir después Más viajes por España, como segunda parte de este tomo, pero sólo llegaría a escribir cuatro capítulos.

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...