13 enero 2021
12 enero 2021
12 de enero
12 de enero, 10 h. a. m.
He pensado mucho en ello desde ayer. En la estación dije una ocurrencia que te molestó: con ella manifestaba mi indiferencia por todas las cosas menos por los cigarrillos. Para disculparme, dije que había querido bromear, pero la cosa fue más seria de lo que yo quise admitir y de lo que tú puedas pensar. Mi indiferencia por la vida está ahí: aún en los momentos en que gozo de ella junto a ti, tengo en el alma algo que no goza conmigo y que me avisa: «Cuidado, no todo es como te parece y todo es comedia porque luego caerá el telón».
Además, la indiferencia por la vida es la esencia de mi vida intelectual. En cuanto que es espíritu o fuerza, mi palabra no es otra cosa que ironía y temo que el día que tú consiguieras hacerme creer en la vida (cosa imposible) me sentiría enormemente disminuido. Casi me atrevería a pedirte que me dejaras así. Temo que si fuera feliz me volvería estúpido y, en cambio, me siento feliz (cómo me compadeces) sólo cuando siento agitarse en mi cabeza ideas que creo no se mueven en muchas otras cabezas. Con todo, que mi deseo sincero sea no herirte, lo demuestra el hecho de que por ti (y sólo por ti) quiero o quisiera renunciar al cigarrillo que me atreví a presentarte como rival tuyo.
Italo Svevo
Del placer y del vicio de fumar
El placer-vicio de fumar es el tema sobre el que gira esta selección de textos de Italo Svevo: Como el cuento Mi tiempo libre, el humo parece protagonizar un papel absolutamente secundario, hasta que su presencia acaba por hacerse más constante y en torno a ella gira el caso del viejo que se sirve del amor —aunque sea comprado— para sustraerse al ojo inexorable de la muerte.
También destaca el magnífico artículo inicial Ecos mundanos, inspirado en una novela de la época que apareció con el título de El cigarrillo, que ofrece una reflexión medio seria sobre el humo y la figura del fumador.
Para acabar, tenemos, sobre todo, las páginas extraídas del Diario para la prometida y de las Cartas a la esposa, tan llenas de referencias a su vicio más preciado y, particularmente, a la lucha heroica que contra él protagoniza el fumador empedernido, aquel odi et amo que se expresa con plena conciencia y que es el paradigma perfecto de millones de fumadores que, en todo el mundo, continúan causándose problemas a sí mismos y los causan a los demás en nombre de un placer que sigue siendo inexplicable: «Porque todos nosotros, los fumadores, estamos convencidos de que el humo no nos hace ningún bien y no necesitamos que nos lo recuerden, pero continuamos fumando porque… mejor dicho, sin ningún porqué».
11 enero 2021
11 de enero
Ahora bien, entre los extremos está la verdad; el término medio de los inquisidores lo constituyeron hombres que aceptaron las cosas como se les presentaron y que ejercieron aquel cargo como otros ejercieron el de corregidor, o el de maestre de campo, o el de almirante, y que lo desempeñaron mejor o peor, hasta que el mismo cargo vino a resultar imposible de mantener, dígase lo que se diga. Adviértase también que cuando los liberales de la época constitucional, con el general Riego a la cabeza, hablaron del Santo Oficio, hablaron de algo que poco tenía que ver con el de la época de Carlos IV o Carlos III. Una de las coplas del Trágala, canción hostilísima a los absolutistas y que cantaba aquel desgraciado general con sus amigos, dice:
Se acabó el tiempoen que se asaba,cual salmonete,la carne humana.
Este tiempo se había acabado al momento de nacer los ardientes patriotas, poco más o menos; y desde los años de Felipe V no se hacían espectaculares autos de fe, con asistencia de reyes… Pero los coletazos del monstruo moribundo aún salpicaron sangre hasta muy tarde.
En el discurso que pronunció en las Cortes de Cádiz a 11 de enero de 1813 el jovencísimo entonces conde de Toreno, que es uno de los mejores de la discusión sobre la supresión del Santo Oficio, indica que en 1768 aún fueron quemadas en Llerena algunas personas de extracción humilde y una bruja, en Sevilla, en 1780. Esto, al parecer, lo tomó de un autor extranjero y que lo da al lado de testificación menos espeluznante.
El cuadro de la Inquisición a fines del siglo XVIII que da J. F. Bourgoing en su conocido libro, que es el autor seguido por Toreno, es de los más justos que ha podido formar un hombre «desde fuera». Aparte de detalles sobre la vida y proceso de Olavide y de alguna nota horrible, como ésta de la ejecución de varios pertinaces en Llerena el año de 1763, o de la quema de una sortílega y maléfica, que padeció aquella pena en Sevilla aún en 1780, viene a decir que, según su experiencia, el tribunal había perdido gran parte de su antiguo rigor.
Y en abono de esto cuenta un hecho del que fue testigo en 1784, en Madrid, donde había cierto mendigo que pedía a la puerta de una iglesia y que se hizo famoso porque dijo haber compuesto unos polvos que, administrados a la vez que se pronunciaban unas fórmulas y tomando posturas adecuadas, atraían a los amantes hastiados o a las mujeres insensibles. El mendigo tuvo una clientela ansiosa, y los engañados guardaron silencio en su mayoría; pero alguno denunció el hecho, y el mendigo, con ciertas mujeres asociadas a él como propagandistas, dio con sus huesos en la cárcel. Tras el proceso, llegó el día de la sentencia condenatoria, que hubo de leerse en la iglesia de los dominicos de Madrid, pese a los detalles obscenos que contenía. El mendigo fue declarado convicto de maleficio, profanación e impostura, y se le condenaba a prisión perpetua tras los azotes de rigor, dados en los lugares más conocidos de la corte. Las mujeres, que eran dos, fueron condenadas a pena menos rigurosa. Y luego salieron los tres culpables caballeros en asnos, con sus sambenitos cubiertos de diablos y otras figuras simbólicas y con la coroza en la cabeza. El hombre era grueso. La comitiva llevaba en vanguardia al marqués de Cogolludo, el mayor de los hijos del duque de Medinaceli, que presidía en calidad de alguacil mayor. Seguían otros grandes y títulos, familiares del Santo Oficio y oficiales del tribunal. La gente esperaba curiosa el castigo que «n’eut au reste, rien d’affligeant pour la sensibilité. Jamais sentence méritée ne fut exécutée avec plus de douceur», dice Bourgoing. De vez en cuando se hacía parar al mendigo montado en el asno, el verdugo apenas tocaba sus espaldas con el azote o vergajo y al punto una mano caritativa le daba a la víctima un vaso de vino para que reavivara sus fuerzas. «Il est á désirer —concluía Bourgoing— que le Saint Office n’ait jamais á exercer d’autres rigueurs». En realidad, parece, por otros testimonios, que el Santo Oficio, en materia semejante, fue casi siempre de gran benignidad. Los herejes castigados con fiereza fueron los protestantes convictos y los pertinaces en mantenerse en la ley de Moisés después de bautizados. De todas maneras, el siglo XIX entero vivió maldiciéndole. Fuera de España y en España. Tuvo que llegar la reacción conservadora alfonsina y canovista, tras los desbarajustes de la revolución del 68, para que surgieran sus apologistas decididos…, que no han faltado hasta nuestros días.
Julio Caro Baroja
El señor inquisidor
El señor inquisidor examina el estilo de vida de los funcionarios permanentes de la Inquisición, los criterios seguidos para su incorporación y promoción y las formas de actuación del Santo Oficio.
Este ensayo fue escrito por Julio Caro Baroja después de una ardua tarea de investigación y en él sostiene que se ha escrito mucho sobre la Inquisición, pero de manera abstracta y que, sin prescindir de tantas interpretaciones, proclamadas por diferentes escuelas y pensadores y realizadas en distintos momentos históricos sobre las actuaciones de la Inquisición, el Santo Oficio debería ser juzgado a partir de las actuaciones de sus verdaderos protagonistas, es decir los señores inquisidores.
La obra constituye el primer capítulo de la recopilación de trabajos El Señor Inquisidor y otras vidas por oficio publicado por Caro Baroja en 1994.
10 enero 2021
10 de enero
«Como el código de los libros de bigramas», pensó, intentando descifrar las palabras emborronadas.
Encontró notas para un artículo de prensa acerca de un nido de ametralladoras del que se ocupaban exclusivamente mujeres, la lista de nombres que ella misma le había dado antes de que se fuera a Bletchley Park, en la que constaban Alan Turing, Gordon Welchman y Dilly Knox, y lo que parecía una lista de ideas para futuros artículos: «Bodas en tiempo de guerra», «Verdaderamente, ¿le hace falta viajar?», «El invierno y la guerra: diez estrategias para la supervivencia».
«Estrategias para la supervivencia», pensó Polly, sintiendo que el dolor la permeaba como la sangre empapa una falda.
Habían arrancado varias páginas de la libreta.
«La lista de los futuros bombardeos», pensó Polly.
Las páginas restantes contenían notas para un artículo titulado «Aportando nuestro granito de arena: héroes enfrente de casa» y una lista de nombres, direcciones y horas. «Cantinera, Edna Bell, Cuttlebone 4, Southwark, 10 de enero a las 10.10 de la noche» y, debajo «Avistador de aviones», un apellido que podía ser tanto «Woodruff» como «Walton» y «11 de enero a las 11 de la noche, Houndsditch 9, esquina de H y Stoney Lane».
No seguía a Eileen ni buscaba el equipo de recuperación, por tanto. Había ido a Houndsditch a entrevistar a un avistador de aviones para un artículo que estaba escribiendo acerca de los héroes que no estaban en el frente para el Daily Express. No había muerto por su culpa. No había muerto intentando salvarlas.
Había creído que saberlo la aliviaría, pero no sentía consuelo. Se dio cuenta de que había esperado tanto como Eileen que hubiera algún error o alguna explicación, que Mike no estuviera verdaderamente muerto. Pero lo estaba y, si así era, nadie acudiría a rescatarlas. Podía llegar a aceptar que el señor Dunworthy hubiera permitido que Mike se quedara allí con un pie herido y que ella se quedara a pesar de tener una fecha límite, pero no podía aceptar de ninguna manera que hubiera permitido que uno de ellos perdiera la vida si podía ayudarlo. Por tanto, no podía. No podía sacarlas de allí. Poco importaba si debido al desfase o a que hubieran alterado los acontecimientos o a alguna catástrofe habida en Oxford.
Se llevó las cosas de Mike a casa de la señora Rickett y las metió en un cajón del escritorio. Luego cogió la lámina chamuscada de La luz del mundo que había recogido del suelo de San Pablo, la desdobló y se sentó en la cama a mirar la mano de Cristo, todavía levantada en el gesto de llamar a una puerta que el fuego había convertido en cenizas, y su rostro, completamente inexpresivo.
—¿Quiere que me ocupe de los preparativos para el funeral de su amigo, señorita Sebastian? —le preguntó el viernes el rector—. Estaré encantado de oficiarlo. He acordado con el rector de St. Bidulphus celebrar allí el funeral del señor Simms y puedo proponerle también la celebración del señor Davis.
Eileen, sin embargo, no quiso ni oír hablar de ello.
—No está muerto —insistió, y cuando Polly le enseñó la anotación de su libreta, dijo—: ahí no pone once sino diecisiete, o siete. Mira: el agua ha emborronado los números. Además, aunque pusiera once, pudo haber cancelado la cita.
Connie Willis
Cese de alerta
Saga de Oxford - 4
En El apagón, la gran dama de la ciencia ficción, Connie Willis, envió a tres historiadores de Oxford en el año 2060 a la Segunda Guerra Mundial.
En este trepidante viaje en el tiempo, Michael Davies, Merope Ward y Churchill Polly quedan atrapados en 1940, intentando sobrevivir a los bombardeos de Hitler y liberar Londres de su yugo mientras hacen lo posible por encontrar de nuevo el camino de regreso a casa.
En Cese de alerta, la situación se ha hecho aún más grave, y viviremos las consecuencias de aquel periplo en que nuestros protagonistas se vieron atrapados, ya que parece que todos ellos afectaron, de algún modo, el pasado, cambiando el resultado de la guerra y, en consecuencia, el curso de la historia.
El emocionante tiempo que se inició en El apagón se precipita, en Cese de alerta, hacia una resolución impresionante que sorprenderá incluso al más avezado de los lectores.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)