16 diciembre 2020
15 diciembre 2020
15 de diciembre
15 de diciembre.
Ayer, a las dos, fui a pasear por los Campos Elíseos y al Bosque de Bolonia, en uno de esos días de otoño que tanto hemos admirado a orillas del Loira. Así, pues, he tenido ocasión de ver París. El aspecto de la Plaza de Luis XV es realmente bello, pero con esa belleza que crean los hombres. Yo iba muy arreglada, y melancólica, aunque bien dispuesta para la risa, con el semblante tranquilo bajo un sombrero encantador, y con los brazos cruzados. No he cosechado la más mínima sonrisa, no he conseguido que se detuviese un solo joven para contemplarme, nadie ha vuelto la cabeza para mirarme y, sin embargo, el coche iba con una lentitud muy en armonía con mi postura. Me equivoco: un duque encantador que pasaba hizo volver bruscamente su caballo. Este hombre, que ante el público ha puesto a salvo mi vanidad, era mi padre, cuyo orgullo, según he sabido, acababa de ser agradablemente halagado. He encontrado a mi madre, la cual, con el dedo, me ha enviado un pequeño saludo que parecía un beso. Mi buena Griffith, que no desconfiaba de nadie, miraba a diestro y siniestro. Me parece que una joven debe saber siempre dónde fija la mirada. Yo estaba furiosa. Un hombre ha examinado gravemente mi coche sin fijarse en mí. Este adulador era, probablemente, un carrocero. Me equivoqué al evaluar mis fuerzas: la belleza, ese raro privilegio que sólo Dios otorga, es algo mucho más común en París de lo que yo creía. Estúpidas melindrosas han sido graciosamente saludadas. Mi madre fue admirada de un modo extraordinario. Este enigma debe tener una clave y yo la buscaré. Los hombres, querida, me han parecido en general muy feos. Los que son guapos se parecen a nosotras, pero mal.
No sé qué espíritu maligno habrá sido el que ha inventado su modo de vestir. Sorprende por su fealdad cuando se le compara con el de los siglos precedentes. Carece de belleza, de color y de poesía; no se dirige a los sentidos, ni a la inteligencia, ni a la vista y debe resultar incómodo; es ancho y corto. Sobre todo, me ha sorprendido el sombrero; es como un fragmento de columna y no se adapta a la forma de la cabeza; pero me han dicho que es más fácil provocar una revolución que hacer elegantes los sombreros. ¡Luego dirán que los franceses son ligeros! Los hombres resultan, por otro lado, completamente horribles, sea cual fuere el sombrero que lleven. No he visto más que semblantes fatigados y duros, en los que no hay calma ni tranquilidad; las líneas son poco armoniosas y las arrugas anuncian ambiciones frustradas, tristes vanidades. Es raro encontrar una bella frente.
—¡Ah, he ahí a los parisienses! —le dije a miss Griffith.
—Unos hombres muy amables e ingeniosos —me respondió.
Me he callado. Se trata de una solterona de treinta y cinco años, cuyo corazón está lleno de indulgencia.
Honoré de Balzac
La casa del gato que juega a la pelota & otras historias
14 diciembre 2020
14 de diciembre
La policía apareció a la hora de la comida. Se habían tomado en serio la carta al Herald y el detective a cargo del caso tenía que hacerle a Sammy unas cuantas preguntas sobre Joe.
Sammy le contó al detective, un hombre llamado Lieber, que no había visto a Joe Kavalier desde la tarde del 14 de diciembre de 1941 en el muelle 11, el día que Joe zarpó para iniciar su instrucción básica en Newport, Rhode Island, a bordo de un paquebote llamado Comet. Joe nunca había contestado a ninguna de sus cartas. Luego, hacia el final de la guerra, la madre de Sammy, en calidad de pariente más cercana, había recibido una carta de la oficina de James Forrestal, el Secretario de la Marina. Decía que Joe había sido herido o había enfermado en el cumplimiento de su deber. La carta era imprecisa sobre la naturaleza de la herida y el escenario de guerra. También decía que llevaba cierto tiempo recuperándose en bahía de Guantánamo en Cuba, pero que en breve lo iban a licenciar y le iban a conceder una distinción. Al cabo de dos días, llegaría a Newport News a bordo del Miskatonic. Sammy había ido hasta Virginia en un autobús Greyhound para recogerlo y llevarlo a casa, pero de alguna forma Joe se las había arreglado para escapar.
—¿Escapar? —dijo el detective Lieber. Era un hombre sorprendentemente joven, un judío rubio de manos gordezuelas con un traje gris que parecía caro sin resultar ostentoso.
—Era un talento que tenía —dijo Sammy.
Michael Chabon
Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay
13 diciembre 2020
13 de diciembre, día de Santa Lucía.
A principios de la década de los sesenta, toda jovencita que se tildara de moderna devoraba la traducción española de un libro publicado en Francia en abril de 1949 por Simone de Beauvoir, la compañera de JeanPaul Sartre. Se titulaba El segundo sexo, y la cosecha de su lectura coincidía con el auge de la música de los Beatles. Empezaba a proliferar el espécimen de la muchacha que iba a bailar a las boîtes, llegaba tarde a cenar, fumaba, hacía gala de un lenguaje crudo y desdolido, había dejado de usar faja, no estaba dispuesta a tener más de dos hijos y consideraba no sólo una antigualla sino una falta de cordura llegar virgen al matrimonio.
El sexo hasta hace pocos años relativamente era tema tabú —escribiría López Aranguren— y se ha convertido ahora en obsesivo… La sexualidad ha sido convertida en un «market value» susceptible de intensa, omnipresente explotación: nuestra «sociedad de consumo» lo es, capitalmente, de consumo erótico.
Pero ésa es otra historia, también bastante enredosa y compleja: la de los usos amorosos de los años sesenta y setenta. Esperemos que alguien tenga la paciencia de reunir los materiales de archivo y de memoria suficientes para contárnosla bien algún día.
Terminé de redactar este trabajo el día de Santa Lucía, abogada de la vista.
Concédenos, Señora, mientras dure nuestro paso por este valle de lágrimas y mudanzas, el privilegio de seguir mirando.
Madrid, 13 de diciembre de 1986.
Carmen Martín Gaite
Usos amorosos de la postguerra española
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