09 diciembre 2020

9 de diciembre

La noche fue espantosa. En su delirio Harbert decía cosas que partían el corazón de sus compañeros. Divagaba, luchaba contra los presidiarios, llamaba a Ayrton, suplicaba a aquel ser misterioso, a aquel protector, que ya había desaparecido y cuya imagen lo obsesionaba… Después volvió a caer en una postración profunda, que lo aniquilaba… Muchas veces Gédéon Spilett creyó que el pobre joven había muerto. 

El día 8 de diciembre no fue más que una sucesión de desmayos. Las manos enflaquecidas de Harbert se crispaban asiendo las ropas de la cama. Se le administraron nuevas dosis de corteza machacada, pero el periodista no esperaba ningún resultado. 

—Si antes de mañana no le hemos dado un febrífugo más enérgico, Harbert morirá. 

Llegó la noche, la última sin duda de aquel niño valeroso, bueno, inteligente, tan superior a su edad y a quien todos amaban como a un hijo. El único remedio que existía contra la terrible fiebre perniciosa, el único específico que podía vencerla, no existía en la isla Lincoln. 

Durante aquella noche del 8 al 9 de diciembre, Harbert tuvo un acceso de delirio más intenso. Tenía el hígado horriblemente congestionado, el cerebro atacado y ya era imposible que conociese a nadie. 

¿Viviría hasta la mañana siguiente, hasta ese tercer acceso que debería indudablemente causarle la muerte? No era probable. Sus fuerzas estaban agotadas y en el intervalo de la crisis se encontraba como inanimado. 

Hacia las tres de la mañana, Harbert dio un grito espantoso y pareció retorcerse en una terrible convulsión. Nab, que estaba a su lado, se asustó y fue al cuarto inmediato donde se hallaban sus compañeros. 

Top en aquel momento ladró de un modo extraño… 

Todos entraron inmediatamente y lograron sujetar en la cama al joven moribundo, que quería arrojarse fuera de ella, mientras Gédéon Spilett, teniéndole el brazo, observaba que iba subiendo poco a poco el pulso… 

Eran las cinco de la mañana. Los rayos del sol comenzaban a penetrar en los cuartos del Palacio de granito. Se anunciaba un hermoso día y aquel día iba a ser el último del pobre Harbert. 

Un rayo de luz llegó hasta la mesa, situada cerca del lecho. 

De repente Pencroff dio un grito y mostró un objeto que había sobre la mesa… 

Era una pequeña caja oblonga, en cuya tapa estaban escritas estas palabras: Sulfato de quinina.

Jules Verne 
La isla misteriosa 
Viajes extraordinarios

Vitolas

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08 diciembre 2020

8 de Diciembre

 El 8 de Diciembre tuvimos otra defunción del beri-beri, la del soldado Rafael Alonso Medero. Sin embargo, como era día tan señalado para la Infantería española, y convenía desvanecer el mal efecto de aquella nueva pérdida, mandé hacer buñuelos y café para la tropa, dándoles además una lata de sardinas por individuo. Poco valía este modesto refrigerio, porque ya he dicho el mal estado de los víveres, pero allí todo lo que rompía lo monotonía diaria, con cierto aspecto de novedad y desahogo, confortaba los ánimos. Por esto, aún cuando los buñuelos, como es de suponer, salieron hechos unos verdaderos buñuelos, el café un aguachirle y cada lata una pequeñez aprovechable, todo se tuvo por apetitoso extraordinario, que todo es relativo en el mundo, y la guarnición de Baler celebró dignamente la fiesta de su Patrona inmaculada: en lo religioso, con el sepelio del compañero fallecido y los rezos por el descanso de su alma; en lo positivo, con el simulacro de banquete, y en lo militar, con su acerada resignación a todo ello. 

 En el campo insurrecto debían de meditar constantemente, no ya el envite serio, descubierto y a fondo que nos hubiera indudablemente aniquilado, sino el recurso que, bordeando los peligros de un combate de frente, acabase por intimidarnos y abatirnos. De aquí el estruendo con que por entonces dieron en acompañar sus ataques. No bastándoles con el de sus cañones, que ya era muy sobrado, tomaron el sistema de acompañarlo con formidable griterío y unas lluvias de piedras, que, al caer sobre los tejados de la iglesia, de zinc y poco sólidos, ensordecían con sus redobles del infierno.

Saturnino Martín Cerezo
El sitio de Baler
(Notas y Recuerdos)

La historia de «los últimos de Filipinas» relatada por su más destacado protagonista: el Teniente Saturnino Martín Cerezo. 
En 1898, y durante casi un año, un pequeño destacamento español resistió en una iglesia la embestida de las tropas independentistas filipinas esperando unos refuerzos que nunca llegaron. Harapientos, enfermos, y débiles por no tener nada que llevarse a la boca. Aunque también valientes y decididos a dar hasta la última gota de sangre por su país. Así fue como poco más de medio centenar de soldados presentes en Baler (situada a unos 230 kilómetros de Manila) defendieron en 1898 el último territorio español ubicado en Filipinas.

Vitolas

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07 diciembre 2020

7 de diciembre

Continuaba la profusión de pensiones y mercedes a los grandes, siempre de miles de ducados, con títulos de encomiendas, de juros o de gajes, en especial a los amigos y deudos del primer ministro; por lo que no era maravilla que el de Lerma, el de Cea, el de Lemus y otros varios allegados compraran cada día casas y haciendas, villas y comarcas enteras de muchos lugares. Con esto, y con la guerra de Flandes que aún duraba entonces, por más que prosiguieran arribando a los puertos los galeones que trasportaban el dinero de la India, siempre estaba exhausto el tesoro; lo cual en verdad no impedía que en el patio de las casas del mismo tesoro, que habitaba el duque de Lerma, se hicieran torneos para festejar a SS. MM., como lo hicieron el 7 de diciembre de aquel año. Justábase pues, y se rompían lanzas por recreo al lado de las arcas vacías. Además en el segundo patio de las mismas casas se hizo un teatro para la representación de comedias, que SS. MM. veían desde las galerías, aparte de las que se representaban en su misma sala. 

Pero ya estaban convocadas las cortes para el año siguiente (1607), y de ellas se esperaba que proveerían a las necesidades de S. M., a cuyo fin se hizo que se nombrara procurador por Madrid al duque de Lerma, por Valladolid a don Rodrigo Calderón, juntamente con otros decididos servidores del rey. Hízose pues la proposición, pidiendo la prorrogación del servicio de millones; y aunque Burgos y otras ciudades lo resistían con razones fuertes y sólidas, pudieron más los trabajos del duque de Lerma y otros agentes del rey, ayudados de los jesuitas, especialmente de los padres Florencio y Moro, y lograron vencer a veintitrés procuradores de los treinta y seis que eran. Y aunque los demás no se conformaron, se votó al fin un servicio de diez y siete millones y medio por siete años, no sin exigir al rey su fe y palabra real, y aún pedían que la asegurara con juramento, de que había de cumplir con las condiciones que se le imponían mejor de lo que había cumplido con las que se le impusieron al otorgarle el anterior servicio. Una de ellas era que moderara los gastos de la casa real, pues a su padre le habían bastado cuatrocientos mil ducados para sostenerla, y los del hijo ascendían a un millón trescientos mil ducados cada año. Respondióseles que vieran en lo que se podía moderar, y aún se hizo un tanto sobre ello; pero como dice el historiador de los sucesos de la corte, más era para darles satisfacción sobre ello que con ánimo de ponerlo en ejecución.

Modesto Lafuente
Historia General de España - XI

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