09 junio 2008
"Cartas del diablo a su sobrino" por C. S. Lewis
Carta I
en "CARTAS DEL DIABLO A SU SOBRINO"
"The Screwtape Letters"
C. S. LEWIS
Mi querido Orugario:
Tomo nota de lo que dices acerca de orientar las lecturas de tu paciente y de ocuparte de que vea muy a menudo a su amigo materialista, pero ¿no estarás pecando de ingenuo? Parece como si creyeses que los razonamientos son el mejor medio de librarle de las garras del Enemigo. Si hubiese vivido hace unos (pocos) siglos, es posible que sí: en aquella época, los hombres todavía sabían bastante bien cuándo estaba probada una cosa, y cuándo no lo estaba; y una vez demostrada, la creían de verdad; todavía unían el pensamiento a la acción, y estaban dispuestos a cambiar su modo de vida como consecuencia de una cadena de razonamientos. Pero ahora, con las revistas semanales y otras armas semejantes, hemos cambiado mucho todo eso. Tu hombre se ha acostumbrado, desde que era un muchacho, a tener dentro de su cabeza, bailoteando juntas, una docena de filosofías incompatibles. Ahora no piensa, ante todo, si las doctrinas son "ciertas" o "falsas", sino "académicas" o "prácticas", "superadas" o "actuales", "convencionales" o "implacables". La jerga, no la argumentación, es tu mejor aliado en la labor de mantenerle apartado de la iglesia. ¡No pierdas el tiempo tratando de hacerle creer que el materialismo es la verdad! Hazle pensar que es poderoso, o sobrio, o valiente; que es la filosofía del futuro. Eso es lo que le importa.
La pega de los razonamientos consiste en que trasladan la lucha al campo propio del Enemigo: también Él puede argumentar, mientras que en el tipo de propaganda realmente práctica que te sugiero, ha demostrado durante siglos estar muy por debajo de Nuestro Padre de las Profundidades. El mero hecho de razonar despeja la mente del paciente, y, una vez despierta su razón, ¿quién puede prever el resultado? Incluso si una determinada línea de pensamiento se puede retorcer hasta que acabe por favorecernos, te encontrarás con que has estado reforzando en tu paciente la funesta costumbre de ocuparse de cuestiones generales y de dejar de atender exclusivamente al flujo de sus experiencias sensoriales inmediatas. Tu trabajo consiste en fijar su atención en este flujo. Enséñale a llamarlo "vida real" y no le dejes preguntarse qué entiende por "real".
Recuerda que no es, como tú, un espíritu puro. Al no haber sido nunca un ser humano (¡oh, esa abominable ventaja del Enemigo!), no te puedes hacer idea de hasta qué punto son esclavos de lo ordinario. Tuve una vez un paciente, ateo convencido, que solía leer en la Biblioteca del Museo Británico. Un día, mientras estaba leyendo, vi que sus pensamientos empezaban a tomar el mal camino. El Enemigo estuvo a su lado al instante, por supuesto, y antes de saber a ciencia cierta dónde estaba, vi que mi labor de veinte años empezaba a tambalearse. Si llego a perder la cabeza, y empiezo a tratar de defenderme con razonamientos, hubiese estado perdido, pero no fui tan necio. Dirigí mi ataque, inmediatamente, a aquella parte del hombre que había llegado a controlar mejor, y le sugerí que ya era hora de comer. Presumiblemente —¿sabes que nunca se puede oír exactamente lo que les dice?—, el Enemigo contraatacó diciendo que aquello era mucho más importante que la comida; por lo menos, creo que ésa debía ser la línea de Su argumentación, porque cuando yo dije: "Exacto: de hecho, demasiado importante como para abordarlo a última hora de la mañana", la cara del paciente se iluminó perceptiblemente, y cuando pude agregar: "Mucho mejor volver después del almuerzo, y estudiarlo a fondo, con la mente despejada", iba ya camino de la puerta. Una vez en la calle, la batalla estaba ganada: le hice ver un vendedor de periódicos que anunciaba la edición del mediodía, y un autobús número 73 que pasaba por allí, y antes de que hubiese llegado al pie de la escalinata, ya le había inculcado la convicción indestructible de que, a pesar de cualquier idea rara que pudiera pasársele por la cabeza a un hombre encerrado a solas con sus libros, una sana dosis de "vida real" (con lo que se refería al autobús y al vendedor de periódicos) era suficiente para demostrar que "ese tipo de cosas" no pueden ser verdad. Sabía que se había salvado por los pelos, y años después solía hablar de "ese confuso sentido de la realidad que es la última protección contra las aberraciones de la mera lógica". Ahora está a salvo, en la casa de Nuestro Padre.
¿Empiezas a coger la idea? Gracias a ciertos procesos que pusimos en marcha en su interior hace siglos, les resulta totalmente imposible creer en lo extraordinario mientras tienen algo conocido a la vista. No dejes de insistir acerca de la normalidad de las cosas. Sobre todo, no intentes utilizar la ciencia (quiero decir, las ciencias de verdad) como defensa contra el Cristianismo, porque, con toda seguridad, le incitarán a pensar en realidades que no puede tocar ni ver. Se han dado casos lamentables entre los físicos modernos. Y si ha de juguetear con las ciencias, que se limite a la economía y la sociología; no le dejes alejarse de la invaluable "vida real". Pero lo mejor es no dejarle leer libros científicos, sino darle la sensación general de que sabe todo, y que todo lo que haya pescado, en conversaciones o lecturas es "el resultado de las últimas investigaciones". Acuérdate de que estás ahí para embarullarle; por como habláis algunos demonios jóvenes, cualquiera creería que nuestro trabajo consiste en enseñar.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
Tomo nota de lo que dices acerca de orientar las lecturas de tu paciente y de ocuparte de que vea muy a menudo a su amigo materialista, pero ¿no estarás pecando de ingenuo? Parece como si creyeses que los razonamientos son el mejor medio de librarle de las garras del Enemigo. Si hubiese vivido hace unos (pocos) siglos, es posible que sí: en aquella época, los hombres todavía sabían bastante bien cuándo estaba probada una cosa, y cuándo no lo estaba; y una vez demostrada, la creían de verdad; todavía unían el pensamiento a la acción, y estaban dispuestos a cambiar su modo de vida como consecuencia de una cadena de razonamientos. Pero ahora, con las revistas semanales y otras armas semejantes, hemos cambiado mucho todo eso. Tu hombre se ha acostumbrado, desde que era un muchacho, a tener dentro de su cabeza, bailoteando juntas, una docena de filosofías incompatibles. Ahora no piensa, ante todo, si las doctrinas son "ciertas" o "falsas", sino "académicas" o "prácticas", "superadas" o "actuales", "convencionales" o "implacables". La jerga, no la argumentación, es tu mejor aliado en la labor de mantenerle apartado de la iglesia. ¡No pierdas el tiempo tratando de hacerle creer que el materialismo es la verdad! Hazle pensar que es poderoso, o sobrio, o valiente; que es la filosofía del futuro. Eso es lo que le importa.
La pega de los razonamientos consiste en que trasladan la lucha al campo propio del Enemigo: también Él puede argumentar, mientras que en el tipo de propaganda realmente práctica que te sugiero, ha demostrado durante siglos estar muy por debajo de Nuestro Padre de las Profundidades. El mero hecho de razonar despeja la mente del paciente, y, una vez despierta su razón, ¿quién puede prever el resultado? Incluso si una determinada línea de pensamiento se puede retorcer hasta que acabe por favorecernos, te encontrarás con que has estado reforzando en tu paciente la funesta costumbre de ocuparse de cuestiones generales y de dejar de atender exclusivamente al flujo de sus experiencias sensoriales inmediatas. Tu trabajo consiste en fijar su atención en este flujo. Enséñale a llamarlo "vida real" y no le dejes preguntarse qué entiende por "real".
Recuerda que no es, como tú, un espíritu puro. Al no haber sido nunca un ser humano (¡oh, esa abominable ventaja del Enemigo!), no te puedes hacer idea de hasta qué punto son esclavos de lo ordinario. Tuve una vez un paciente, ateo convencido, que solía leer en la Biblioteca del Museo Británico. Un día, mientras estaba leyendo, vi que sus pensamientos empezaban a tomar el mal camino. El Enemigo estuvo a su lado al instante, por supuesto, y antes de saber a ciencia cierta dónde estaba, vi que mi labor de veinte años empezaba a tambalearse. Si llego a perder la cabeza, y empiezo a tratar de defenderme con razonamientos, hubiese estado perdido, pero no fui tan necio. Dirigí mi ataque, inmediatamente, a aquella parte del hombre que había llegado a controlar mejor, y le sugerí que ya era hora de comer. Presumiblemente —¿sabes que nunca se puede oír exactamente lo que les dice?—, el Enemigo contraatacó diciendo que aquello era mucho más importante que la comida; por lo menos, creo que ésa debía ser la línea de Su argumentación, porque cuando yo dije: "Exacto: de hecho, demasiado importante como para abordarlo a última hora de la mañana", la cara del paciente se iluminó perceptiblemente, y cuando pude agregar: "Mucho mejor volver después del almuerzo, y estudiarlo a fondo, con la mente despejada", iba ya camino de la puerta. Una vez en la calle, la batalla estaba ganada: le hice ver un vendedor de periódicos que anunciaba la edición del mediodía, y un autobús número 73 que pasaba por allí, y antes de que hubiese llegado al pie de la escalinata, ya le había inculcado la convicción indestructible de que, a pesar de cualquier idea rara que pudiera pasársele por la cabeza a un hombre encerrado a solas con sus libros, una sana dosis de "vida real" (con lo que se refería al autobús y al vendedor de periódicos) era suficiente para demostrar que "ese tipo de cosas" no pueden ser verdad. Sabía que se había salvado por los pelos, y años después solía hablar de "ese confuso sentido de la realidad que es la última protección contra las aberraciones de la mera lógica". Ahora está a salvo, en la casa de Nuestro Padre.
¿Empiezas a coger la idea? Gracias a ciertos procesos que pusimos en marcha en su interior hace siglos, les resulta totalmente imposible creer en lo extraordinario mientras tienen algo conocido a la vista. No dejes de insistir acerca de la normalidad de las cosas. Sobre todo, no intentes utilizar la ciencia (quiero decir, las ciencias de verdad) como defensa contra el Cristianismo, porque, con toda seguridad, le incitarán a pensar en realidades que no puede tocar ni ver. Se han dado casos lamentables entre los físicos modernos. Y si ha de juguetear con las ciencias, que se limite a la economía y la sociología; no le dejes alejarse de la invaluable "vida real". Pero lo mejor es no dejarle leer libros científicos, sino darle la sensación general de que sabe todo, y que todo lo que haya pescado, en conversaciones o lecturas es "el resultado de las últimas investigaciones". Acuérdate de que estás ahí para embarullarle; por como habláis algunos demonios jóvenes, cualquiera creería que nuestro trabajo consiste en enseñar.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
en "CARTAS DEL DIABLO A SU SOBRINO"
"The Screwtape Letters"
C. S. LEWIS
08 junio 2008
07 junio 2008
06 junio 2008
Gianni Rodari - en 'Gramática de la fantasía'
6 - ¿Qué pasaría si...?
«Las hipótesis -ha escrito Novalis- son redes: tú tiras la red y alguna cosa consigues tarde o temprano.»
Aquí tenemos un ejemplo ilustre: ¿Qué pasaría si un hombre se despertase transformado en un inmundo escarabajo? A esta pregunta dio respuesta Franz Kafka en su Metamorfosis. No quiero decir con esto que la obra naciera como respuesta deliberada a esta pregunta, pero su forma es la del desarrollo de la hipótesis hasta sus últimas consecuencias. Dentro de esta hipótesis todo se vuelve lógico y humano, se carga de significados abiertos a toda clase de interpretaciones, el símbolo vive una vida autónoma y son muchas las realidades a las que se adapta.
Esta técnica de las «hipótesis fantásticas» es simplísima. Su fórmula es la de la pregunta: «¿Qué pasaría si...?»
Para formular la pregunta se escogen al azar un sujeto y un predicado. Su unión nos dará la hipótesis sobre la que trabajar.
Tomemos el sujeto «Reggio Emilia» y el predicado «volar»: «¿Qué pasaría si la ciudad de Reggio Emilia volase?»
Tomemos el sujeto «Milán» y el predicado «rodeada por el mar»; «Qué pasaría si de repente Milán se encontrase rodeada por el mar?»
He aquí dos situaciones en las cuales los acontecimientos narrativos se multiplican hasta el infinito. Podemos, para acumular material extra, imaginar las reacciones de personas diversas ante la extraordinaria novedad, los accidentes de todo género que provocarían, las discusiones que surgen. Una historia coral, a la manera del último Palazzeschi. Podemos elegir un protagonista, por ejemplo un niño, y hacer girar los acontecimientos en torno a él, como un tiovivo de hechos imprevistos.
He notado que los niños que viven en el campo, ante una propuesta como ésta, atribuyen el descubrimiento de la novedad al panadero del pueblo: porque es el primero en levantarse, incluso antes que el campanero que debe anunciar la Misa. En la ciudad es el vigilante nocturno (un vigilante nocturno cualquiera) el que descubre el incidente y, según que los niños estén por el civismo o los afectos familiares, lo informa al alcalde o a su mujer (la del vigilante, ¡claro está!).
Los niños de la ciudad se ven casi obligados a hacer intervenir personajes desconocidos. Más afortunados, los niños del campo, no se ven obligados a referirse a un «panadero» cualquiera, sino que piensan inmediatamente en el panadero «Giuseppe» -este es un nombre obligado para mí: mi padre era panadero, y se llamaba Giuseppe- y esto les ayuda inmediatamente a introducir en la historia a las personas que conocen, los parientes, los amigos. El juego se vuelve, súbitamente, más divertido.
En los artículos publicados en «Paese Sera», ya citados, formulaba las siguientes preguntas:
- ¿Qué pasaría si Sicilia perdiese los botones?
- ¿Qué pasaría si un cocodrilo llamase a vuestra puerta para pediros un poquito de romero?
- ¿Qué pasaría si vuestro ascensor descendiese hasta el centro de la Tierra o subiese hasta la Luna?
Sólo este tercer tema, en mi caso, ha llegado a ser una historia completa, teniendo como protagonista al camarero de un bar.
Con los niños sucede que la diversión mayor consiste en formular las preguntas más ridículas y sorprendentes: justo porque el trabajo que sigue, el desarrollo del tema, no es otra cosa que la aplicación y desarrollo de un descubrimiento ya conocido, a menos que éste se preste -complicando la experiencia personal del niño, su ambiente, su comunidad- a una intervención directa, a una aproximación insólita a una realidad ya cargada, para él, de significado.
Recientemente, en una escuela media, los niños y yo hemos formulado juntos, esta pregunta: ¿Qué pasaría si un cocodrilo se presentase a un concurso de televisión?
No es necesario decir que el tema fue muy productivo. Fue como descubrir una nueva manera de mirar la televisión. Las sugerencias fueron de todo tipo, comenzando por el diálogo entre el cocodrilo que quiere concursar como experto en ictiología y los asombrados funcionarios del estudio. Una vez en el concurso, el cocodrilo resultaba invencible, y cada vez que derrotaba a un nuevo contrincante, se lo comía, sin acordarse de llorar después. Acababa comiéndose al presentador Mike Buongiorno (popular locutor italiano), pero era a su vez devorado por Sabina (su ayudante no menos popular), a quien todos los chicos admiraban y querían que saliera victoriosa a toda costa.
Posteriormente reelaboré la historia, para incluirla en mi libro Novelas escritas a máquina, con notables variantes. En mi cuento, el cocodrilo es un experto en «mierda de gato»: materia fecal, si desean considerarla así, pero eficaz para conferir a la historia un aspecto desmitificador. Al final, Sabina no se come al cocodrilo, sino que le obliga a regurgitar sus víctimas, en sentido inverso al que fueron comidas.
Me parece que ya hemos abandonado el disparate. Hemos llegado, del modo más evidente, al uso de la fantasía para establecer una relación activa con lo real.
El mundo se puede observar desde la altura de un hombre, pero también desde arriba de una nube (con los aviones es fácil). En la «realidad» podemos entrar por la puerta principal o -es más divertido- a través de una ventana.
«Las hipótesis -ha escrito Novalis- son redes: tú tiras la red y alguna cosa consigues tarde o temprano.»
Aquí tenemos un ejemplo ilustre: ¿Qué pasaría si un hombre se despertase transformado en un inmundo escarabajo? A esta pregunta dio respuesta Franz Kafka en su Metamorfosis. No quiero decir con esto que la obra naciera como respuesta deliberada a esta pregunta, pero su forma es la del desarrollo de la hipótesis hasta sus últimas consecuencias. Dentro de esta hipótesis todo se vuelve lógico y humano, se carga de significados abiertos a toda clase de interpretaciones, el símbolo vive una vida autónoma y son muchas las realidades a las que se adapta.
Esta técnica de las «hipótesis fantásticas» es simplísima. Su fórmula es la de la pregunta: «¿Qué pasaría si...?»
Para formular la pregunta se escogen al azar un sujeto y un predicado. Su unión nos dará la hipótesis sobre la que trabajar.
Tomemos el sujeto «Reggio Emilia» y el predicado «volar»: «¿Qué pasaría si la ciudad de Reggio Emilia volase?»
Tomemos el sujeto «Milán» y el predicado «rodeada por el mar»; «Qué pasaría si de repente Milán se encontrase rodeada por el mar?»
He aquí dos situaciones en las cuales los acontecimientos narrativos se multiplican hasta el infinito. Podemos, para acumular material extra, imaginar las reacciones de personas diversas ante la extraordinaria novedad, los accidentes de todo género que provocarían, las discusiones que surgen. Una historia coral, a la manera del último Palazzeschi. Podemos elegir un protagonista, por ejemplo un niño, y hacer girar los acontecimientos en torno a él, como un tiovivo de hechos imprevistos.
He notado que los niños que viven en el campo, ante una propuesta como ésta, atribuyen el descubrimiento de la novedad al panadero del pueblo: porque es el primero en levantarse, incluso antes que el campanero que debe anunciar la Misa. En la ciudad es el vigilante nocturno (un vigilante nocturno cualquiera) el que descubre el incidente y, según que los niños estén por el civismo o los afectos familiares, lo informa al alcalde o a su mujer (la del vigilante, ¡claro está!).
Los niños de la ciudad se ven casi obligados a hacer intervenir personajes desconocidos. Más afortunados, los niños del campo, no se ven obligados a referirse a un «panadero» cualquiera, sino que piensan inmediatamente en el panadero «Giuseppe» -este es un nombre obligado para mí: mi padre era panadero, y se llamaba Giuseppe- y esto les ayuda inmediatamente a introducir en la historia a las personas que conocen, los parientes, los amigos. El juego se vuelve, súbitamente, más divertido.
En los artículos publicados en «Paese Sera», ya citados, formulaba las siguientes preguntas:
- ¿Qué pasaría si Sicilia perdiese los botones?
- ¿Qué pasaría si un cocodrilo llamase a vuestra puerta para pediros un poquito de romero?
- ¿Qué pasaría si vuestro ascensor descendiese hasta el centro de la Tierra o subiese hasta la Luna?
Sólo este tercer tema, en mi caso, ha llegado a ser una historia completa, teniendo como protagonista al camarero de un bar.
Con los niños sucede que la diversión mayor consiste en formular las preguntas más ridículas y sorprendentes: justo porque el trabajo que sigue, el desarrollo del tema, no es otra cosa que la aplicación y desarrollo de un descubrimiento ya conocido, a menos que éste se preste -complicando la experiencia personal del niño, su ambiente, su comunidad- a una intervención directa, a una aproximación insólita a una realidad ya cargada, para él, de significado.
Recientemente, en una escuela media, los niños y yo hemos formulado juntos, esta pregunta: ¿Qué pasaría si un cocodrilo se presentase a un concurso de televisión?
No es necesario decir que el tema fue muy productivo. Fue como descubrir una nueva manera de mirar la televisión. Las sugerencias fueron de todo tipo, comenzando por el diálogo entre el cocodrilo que quiere concursar como experto en ictiología y los asombrados funcionarios del estudio. Una vez en el concurso, el cocodrilo resultaba invencible, y cada vez que derrotaba a un nuevo contrincante, se lo comía, sin acordarse de llorar después. Acababa comiéndose al presentador Mike Buongiorno (popular locutor italiano), pero era a su vez devorado por Sabina (su ayudante no menos popular), a quien todos los chicos admiraban y querían que saliera victoriosa a toda costa.
Posteriormente reelaboré la historia, para incluirla en mi libro Novelas escritas a máquina, con notables variantes. En mi cuento, el cocodrilo es un experto en «mierda de gato»: materia fecal, si desean considerarla así, pero eficaz para conferir a la historia un aspecto desmitificador. Al final, Sabina no se come al cocodrilo, sino que le obliga a regurgitar sus víctimas, en sentido inverso al que fueron comidas.
Me parece que ya hemos abandonado el disparate. Hemos llegado, del modo más evidente, al uso de la fantasía para establecer una relación activa con lo real.
El mundo se puede observar desde la altura de un hombre, pero también desde arriba de una nube (con los aviones es fácil). En la «realidad» podemos entrar por la puerta principal o -es más divertido- a través de una ventana.
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