05 abril 2008

Dolmen Gigante o del Charcón. Gastor. Cádiz

monumento megaliticomonumento megalitico

Fotos.: Jesús Lindo

El hombre que calculaba de Malba Tahan. Cap. 4

De nuestro encuentro con un rico jeque, malherido y hambriento. La propuesta que nos hizo sobre los ocho panes que llevábamos, y cómo se resolvió, de manera imprevista, el reparto equitativo de las ocho monedas que recibimos en pago. Las tres divisiones de Beremiz: la división simple, la división cierta y la división perfecta. Elogio que un ilustre visir dirigió al Hombre que Calculaba.

Tres días después, nos acercábamos a las ruinas de una pequeña aldea denominada Sippar cuando encontramos caído en el camino a un pobre viajero, con las ropas desgarradas y al parecer gravemente herido. Su estado era lamentable.
Acudimos en socorro del infeliz y él nos narró luego sus desventuras.
Se llamaba Salem Nassair, y era uno de los más ricos mercaderes de Bagdad. Al regresar de Basora, pocos días antes, con una gran caravana, por el camino de el—Hilleh, fue atacado por una chusma de nómadas persas del desierto. La caravana fue saqueada y casi todos sus componentes perecieron a manos de los beduinos. Él —el jefe— consiguió escapar milagrosamente, oculto en la arena, entre los cadáveres de sus esclavos.
Al concluir la narración de su desgracia, nos preguntó con voz ansiosa:
—¿Traéis quizá algo de comer? Me estoy muriendo de hambre…
—Me quedan tres panes —respondí.
—Yo llevo cinco, dijo a mi lado el Hombre que Calculaba.
—Pues bien, sugirió el jeque, yo os ruego que juntemos esos panes y hagamos un reparto equitativo. Cuando llegue a Bagdad prometo pagar con ocho monedas de oro el pan que coma.
Así lo hicimos.
Al día siguiente, al caer la tarde, entramos en la célebre ciudad de Bagdad, perla de Oriente.
Al atravesar la vistosa plaza tropezamos con un aparatoso cortejo a cuyo frente iba, en brioso alazán, el poderoso brahim Maluf, uno de los visires.
El visir, al ver al jeque Salem Nassair en nuestra compañía le llamó, haciendo detener a su brillante comitiva y le preguntó:
—¿Qué te pasó, amigo mío? ¿Cómo es que llegas a Bagdad con las ropas destrozadas y en compañía de estos dos desconocidos?
El desventurado jeque relató minuciosamente al poderoso ministro todo lo que le había ocurrido en le camino, haciendo los mayores elogios de nosotros.
—Paga inmediatamente a estos dos forasteros, le ordenó el gran visir.
Y sacando de su bolsa 8 monedas de oro se las dio a Salem Nassair, diciendo:
—Te llevaré ahora mismo al palacio, pues el Defensor de los Creyentes deseará sin duda ser informado de la nueva afrenta que los bandidos y beduinos le han infligido al atacar a nuestros amigos y saquear una de nuestras caravanas en territorio del Califa.
El rico Salem Nassair nos dijo entonces:
—Os dejo, amigos míos. Quiero, sin embargo, repetiros mi agradecimiento por el gran auxilio que me habéis prestado. Y para cumplir la palabra dada, os pagaré lo que tan generosamente disteis.
Y dirigiéndose al Hombre que Calculaba le dijo:
—Recibirás cinco monedas por los cinco panes.
Y volviéndose a mí, añadió:
—Y tú, ¡Oh, bagdalí!, recibirás tres monedas por los tres panes.
Mas con gran sorpresa mía, el calculador objetó respetuoso:
—¡Perdón, oh, jeque! La división, hecha de ese modo, puede ser muy sencilla, pero no es matemáticamente cierta. Si yo entregué 5 panes he de recibir 7 monedas, mi compañero bagdalí, que dio 3 panes, debe recibir una sola moneda.
—¡Por el nombre de Mahoma!, intervino el visir Ibrahim, interesado vivamente por el caso. ¿Cómo va a justificar este extranjero tan disparatado reparto? Si contribuiste con 5 panes ¿por qué exiges 7 monedas?, y si tu amigo contribuyó con 3 panes ¿por qué afirmas que él debe recibir solo una moneda?
El Hombre que Calculaba se acercó al prestigioso ministro y habló así:
—Voy a demostraros. ¡Oh, visir!, que la división de las 8 monedas por mí propuesta es matemáticamente cierta. Cuando durante el viaje, teníamos hambre, yo sacaba un pan de la caja en que estaban guardados, lo dividía en tres pedazos, y cada uno de nosotros comía uno. Si yo aporté 5 panes, aporté, por consiguiente, 15 pedazos ¿no es verdad? Si mi compañero aportó 3 panes, contribuyó con 9 pedazos. Hubo así un total de 24 pedazos, correspondiendo por tanto 8 pedazos a cada uno. De los 15 pedazos que aporté, comí 8; luego di en realidad 7. Mi compañero aportó, como dijo, 9 pedazos, y comió también 8; luego solo dio 1. Los 7 que yo di y el restante con que contribuyó al bagdalí formaron los 8 que corresponden al jeque Salem Nassair. Luego, es justo que yo reciba siete monedas y mi compañero solo una.
El gran visir, después de hacer los mayores elogios del Hombre que Calculaba, ordenó que le fueran entregadas las siete monedas, pues a mí, por derecho, solo me correspondía una. La demostración presentada por el matemático era lógica, perfecta e incontestable.
Sin embargo, si bien el reparto resultó equitativo, no debió satisfacer plenamente a Beremiz, pues éste dirigiéndose nuevamente al sorprendido ministro, añadió:
—Esta división, que yo he propuesto, de siete monedas para mí y una para mi amigo es, como demostré ya, matemáticamente cierta, pero no perfecta a los ojos de Dios.
Y juntando las monedas nuevamente las dividió en dos partes iguales. Una me la dio a mí —cuatro monedas— y se quedó la otra.
—Este hombre es extraordinario, declaró el visir. No aceptó la división propuesta de ocho dinares en dos partes de cinco y tres respectivamente, y demostró que tenía derecho a percibir siete y que su compañero tenía que recibir sólo un dinar. Pero luego divide las ocho monedas en dos partes iguales y le da una de ellas a su amigo.
Y añadió con entusiasmo:
—¡Mac Allah! Este joven, aparte de parecerme un sabio y habilísimo en los cálculos de Aritmética, es bueno para el amigo y generoso para el compañero. Hoy mismo será mi secretario.
—Poderoso Visir, dijo el Hombre que Calculaba, veo que acabáis de realizar con 29 palabras, y con un total de 135 letras, la mayor alabanza que oí en mi vida, y yo, para agradecéroslo tendré que emplear exactamente 58 palabras en las que figuran nada menos que 270 letras. ¡Exactamente el doble! ¡Que Allah os bendiga eternamente y os proteja! ¡Seáis vos por siempre alabado!
La habilidad de mi amigo Beremiz llegaba hasta el extremo, de contar las palabras y las letras del que hablaba, y calcular las que iba utilizando en su respuesta para que fueran exactamente el doble. Todos quedamos maravillados ante aquella demostración de envidiable talento.

04 abril 2008

Paisaje diario

rincón

Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-5)

Cuando Dunstan Cass le volvía la espalda a la choza, Silas Marner no estaba ni a cien pasos de allí. Volvía penosamente de la aldea. Una bolsa cargada al hombro le servía de sobretodo, y llevaba una linterna de cuerno en la mano. Sus piernas estaban cansadas, pero su espíritu, que no presentía ningún cambio, se sentía ágil. El sentimiento de la seguridad procede más frecuentemente del hábito que de la convicción; por eso es que subsiste a menudo, cuando las condiciones se han modificado de tal modo, que más bien debieran dar lugar a esperar que se volvieran una causa de alarma. El lapso de tiempo durante el cual cierto acontecimiento no se ha producido, es, según la lógica del hábito, constantemente opuesto como la razón por la cual ese acontecimiento no debe ocurrir nunca, aun mismo cuando ese lapso de tiempo es la condición nueva que lo hace inminente. Ese hombre os alega que ha trabajado cuarenta años en el interior de una mina, sin ser herido en un solo accidente, como el motivo por el que no debe temer ningún peligro, bien que el techo de la mina comience a ceder; y se observa a menudo que cuanto más vive un hombre, más difícil le es conservar una firme creencia en la idea de su muerte.
La influencia del hábito tenía que ser necesariamente poderosa en un hombre cuya vida era tan monótona como la de Marner. No viendo a nuevas gentes, y no oyendo hablar de ningún acontecimiento, no había nada que mantuviera despierto en él la idea de lo inesperado y del cambio. Eso explica también de una manera bastante sencilla por qué su espíritu podía estar tranquilo, aunque hubiera dejado su casa y su tesoro más expuestos que de costumbre.
Silas pensaba en su cena con doble satisfacción: en primer lugar sería caliente y sabrosa; en segundo lugar, no le costaba nada. En efecto, el pequeño trozo de cerdo era un regalo de la excelente dueña de casa, la señorita Priscila Lammeter, a quien había ido a llevar aquella tarde una linda pieza de hilo, y era sólo en tales circunstancias que Marner se permitía comer carne asada. La cena era su comida favorita, porque coincidía con la hora deliciosa para él en que le alegraba su contemplado tesoro.
Toda vez que llegaba a tener carne que asar, la reservaba para la comida. Pero esa tarde, apenas hubo terminado la operación consistente en anudar fuertemente una cuerda alrededor del trozo de puerco, arrollar a aquélla, según las reglas, en la llave de la puerta, pasarla a través del anillo y atarla al gancho de la chimenea, cuando se acordó de que le era indispensable un ovillo de cordoné muy fino para comenzar una pieza en el telar, al día siguiente muy temprano. Se había olvidado de eso porque al volver de casa del señor Lammeter no había tenido que atravesar la aldea; en cuanto a salir a hacer compras por la mañana no había que pensar. La niebla estaba muy fea para salir; pero había cosas que Silas prefería a sus comodidades. Subió, pues, el trozo de puerco a la extremidad del gancho, y luego, armándose de una linterna y de una bolsa vieja, se marchó a hacer aquella compra olvidada, que, con buen tiempo, sólo le hubiera tomado un cuarto de hora. No hubiera podido cerrar la puerta sin desatar la cuerda bien anudada y retrasar de ese modo la cena; no había para qué hacer ese sacrificio. ¿Qué ladrón tomaría el camino de las canteras con semejante noche, y por qué había de hacerlo precisamente esa noche, cuando no le había sucedido eso nunca en los quince años precedentes? Estas preguntas no se presentaban claramente al espíritu de Marner. Sólo sirven para indicar que vagamente se daba cuenta de las razones que tenía para estar exento de inquietud.
Muy contento con haber hecho la diligencia de la compra, llegó a su puerta y la abrió. Para sus ojos miopes todo estaba en el estado en que lo había dejado, a no ser que el fuego despedía una mayor y bien venida cantidad de calor. Caminaba hacia una parte y otra del suelo, a la vez que se iba desprendiendo de la linterna, del sombrero y de la bolsa vieja; así es que sus zapatos herrados borraron las huellas que los pies de Dunstan habían dejado en la arena. En seguida bajó el trozo de cerdo cerca del fuego, y se sentó para proceder a la ocupación agradable de cuidar el asado y a la vez calentarse. Cualquiera que lo hubiese observado mientras que la luz rojiza brillaba en su rostro pálido, en sus ojos extraños y dilatados y sobre su cuerpo flaco, hubiera quizá comprendido la mezcla de piedad desdeñosa, de temor y de sospecha con que era mirado por sus vecinos de Raveloe. Sin embargo, pocos hombres podía haber más inofensivos que el padre Marner. En su alma ingenua y sincera, ni aun la avaricia creciente y el culto de oro eran capaces de engendrar un solo vicio capaz de perjudicar directamente a nadie. Habiéndose apagado la luz de su fe, y habiendo agotado sus afectos, se había apegado con todas las fuerzas de su naturaleza a su trabajo y a su dinero; y, como todos los objetos a que el hombre se consagra, esas cosas lo habían plasmado para adaptarlo a ellas. Su telar, en el que trabajaba sin reposo, había reaccionado sobre él, fortificando a su corazón el deseo de oír la repuesta de su ruido monótono. Y su tesoro, mientras estaba inclinado sobre él y lo veía crecer, conjuraría en su alma la facultad de amar, la endurecía y la aislaba como las monedas de metal que lo componían.
Así que sintió calor, se puso a pensar que sería muy largo esperar el fin de la comida para sacar sus guineas, y que le agradaría verlas en la mesa mientras que se diera aquel regalo insólito; porque la alegría es el mejor de los vinos, y las guineas de Marner eran un vino de esa especie.
Se levantó y colocó la vela en el suelo, cerca del telar, no sospechando nada; después quitó la arena sin advertir ningún cambio, y sacó los ladrillos.
La vista del agujero vacío hizo latir su corazón con violencia; pero la convicción de que su oro ya no estaba allí, no la tuvo de inmediato; sólo sintió terror. Pasó la mano trémula por el escondite, tratando de imaginarse que era posible que sus ojos lo hubiesen engañado; después metió la vela en el agujero e hizo una inspección minuciosa, temblando cada vez más. Por fin su agitación fue tan violenta que dejó caer la vela y se llevó las manos a la cabeza, tratando de sostenerla, con el fin de poder pensar. ¿Acaso, por una determinación brusca, había puesto su tesoro en otra parte la noche precedente y, después lo había olvidado?
El hombre que cae en aguas tenebrosas, trata momentáneamente de hacer pie hasta sobre las piedras resbaladizas, y Silas, procediendo como si creyera en falsas esperanzas, aplazaba el momento de la desaparición. Buscó por todos los rincones, deshizo su cama, la sacudió y la palpó toda, después miró en el horno de ladrillo donde ponía a secar la leña. Cuando no quedó ningún otro sitio que visitar, se arrodilló de nuevo y registró otra vez el agujero. No le quedaba ya ningún refugio inexplorado que lo protegiera un momento más contra la terrible verdad.
Sí, le quedaba una especie de refugio que se presenta siempre cuando el pensamiento sucumbe bajo una pasión que lo abisma: era esa espera de las imposibilidades, esa creencia en las imágenes contradictorias que es, sin embargo, distinta de la locura, porque la realidad del hecho exterior puede hacerla desaparecer. Silas se irguió trémulo sobre las rodillas y miró alrededor de la mesa; ¿no estaría allí su oro, al fin y al cabo? La mesa estaba vacía. Entonces miró atrás suyo, recorrió con la vista toda la pieza, pareciendo dilatar sus pupilas negras para ver si, por casualidad, las bolsas, no aparecían en los sitios en que las había buscado en vano. Podía distinguir todos los objetos de su choza, pero su oro no estaba allí.
Se llevó de nuevo las manos trémulas a la cabeza y lanzó un grito salvaje y estrepitoso, el grito de la desesperación. Después, durante algunos momentos, permaneció inmóvil; pero aquel grito lo había librado de la primera opresión de la verdad, opresión que lo sofocaba, se volvió, adelantó vacilante hasta su telar y se sentó en el banco en que trabajaba habitualmente, buscando instintivamente aquel sitio, porque era para él la más grande certidumbre de la realidad.
Ahora que todas aquellas falsas esperanzas se habían desvanecido, y que la primera certidumbre había pasado, la idea de un ladrón comenzó a presentarse a su espíritu. La acogió rápidamente, puesto que era posible atrapar al ladrón y hacerle devolver el dinero. Aquel pensamiento le dio nuevas fuerzas. Se precipitó de su telar a la puerta. Al abrirla lo azotó una lluvia violenta, porque estaba lloviendo con fuerza cada vez mayor. No había que pensar en seguir la huella de los pasos con semejante noche. ¡Huellas de pasos! Pero, ¿cuándo había estado allí el ladrón? Durante la ausencia de Silas, en el día, la puerta había permanecido cerrada con llave, y, cuando volvió antes de la noche, no había señales de fracción. También todo estaba como lo había dejado cuando regresó de comprar el cordoné. La arena y los ladrillos no parecían haber sido movidos. ¿Era realmente un ladrón el que había sacado los talegos? ¿o era una potencia cruel, que ninguna mano podría alcanzar, que se había deleitado en sumirle por segunda vez en la desesperación? Retrocedió ante este terror más vago, e hizo un violento esfuerzo para confirmarse en la idea de que era un ladrón con manos, y que las manos pueden agarrar.
En un relámpago, el pensamiento de Marner recorrió a todos los vecinos que le habían hecho observaciones o preguntas que pudieran ser ahora interpretadas como motivos de sospecha.
Allí estaba Jacobo Rodney, cazador furtivo bien conocido, y que no gozaba de buena reputación, bajo otros respectos; se había encontrado a menudo con Marner, cuando éste tenía que hacer algunas diligencias atravesando campos y le había hecho algunas bromas respecto del dinero.
Además, había irritado a Marner un día, que habiendo entrado a su choza para encender la pipa, se había demorado cerca del fuego, en vez de ir a sus tareas. Jacobo Rodney era el ladrón; aquella idea le daba algún alivio. Se podía encontrar a Jacobo y hacerle devolver el dinero. Marner no quería castigarle, pero sí sólo recuperar el oro que se había llevado consigo, dejando su alma en un aislamiento parecido al del viajero extraviado en un desierto desconocido. Había que poner la mano sobre el ladrón. Las ideas de Marner eran confusas; sin embargo, comprendía que debía ir a denunciar el robo, y los grandes personajes de la aldea—el pastor, el condestable y el squire Cass—le harían devolver a Jacobo Rodney o a cualquiera otra persona el dinero robado.
Estimulado por la esperanza salió afuera, olvidando de cubrirse la cabeza y sin preocuparse de cerrar la puerta, pues le parecía que ya no tenía nada que perder. Corrió rápidamente hasta que la falta de respiración lo obligó a acortar el paso al entrar en la aldea, en la vuelta del camino, cerca de la taberna delArco Iris.
El Arco Iris, para los ojos de Marner, era un sitio suntuoso de reunión para los maridos opulentos y corpulentos, cuyas esposas tenían superfluas provisiones de lencería. Era el sitio en que tenía que encontrar probablemente a las autoridades y a los dignatarios de Raveloe; donde podría anunciar con mayor rapidez el robo de que había sido objeto.
Llegó a la puerta, abrió el pestillo y entró a la derecha en una taberna, especie de cocina brillantemente iluminada, en que los clientes menos considerados de la casa tenían la costumbre de reunirse. La pieza particular de la izquierda estaba reservada a la sociedad escogida, y allí el squire Cass gozaba con frecuencia el doble placer de la buena compañía y de la condescendencia. Pero aquella pieza estaba a obscuras porque los principales personajes que constituían el ornamento del círculo asistían todos—como Godfrey Cass—al baile dado por la señora Osgood.
De ahí resultaba que el grupo sentado en los bancos de alto respaldar de la taberna era más numeroso que de costumbre. Varios notables que, a no ser aquella circunstancia, hubiesen sido admitidos a los honores del gabinete particular y hubieran proporcionado la mejor ocasión a los que eran de un rango más elevado de echárselas de señores y tomar aires protectores, se contentaban con variar de placer tomando grogs, allí donde ellos mismos podían darse importancia y mostrarse afables, en la sociedad de simples bebedores de cerveza.

02 abril 2008

Palacio de Benacazón: puerta

puerta

Foto de Ramón

Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-4)

Dunstan Cass, al ponerse en marcha una mañana fría y húmeda, al paso tranquilo y mesurado de un cazador que tiene que ir a caballo al punto de reunión de una cacería, tenía que seguir el camino que, en su parte terminal, pasaba por el terreno sin cercar llamado la Cantera, en que se encontraba la casita—antes la cabaña de un picapedrero—que Silas Marner habitaba hacía quince años.
El sitio parecía muy triste en aquella estación, con la greda mojada y barrosa que lo rodeaba y con el agua turbia y rojiza que había alcanzado un alto nivel en la cantera abandonada. Tal fue la primera impresión de Dunstan al acercarse a aquel sitio. Recordó después que el viejo tonto del tejedor, el ruido de cuyo telar ya oía, tenía mucho dinero oculto en alguna parte. ¿Cómo era posible que a él, Dunstan Cass, que había oído hablar muchas veces de la avaricia de Marner, no se le hubiese ocurrido sugerirle a Godfrey que consiguiera del vejete, ya fuera asustándole, ya fuera captándoselo hábilmente, que le prestara su dinero con la excelente garantía de las esperanzas del squire? Este recurso se le presentaba ahora como muy fácil y agradable de realizar. Pensaba que, según todas las probabilidades, el tesoro de Marner debía ser bastante grande como para dejarle a Godfrey, después que éste hubiera atendido a las necesidades más urgentes, un buen excedente que lo pondría en condiciones de servir a su abnegado hermano. Así es que tuvo tentaciones de volver bridas hacia la casa. Godfrey estaría bastante bien dispuesto para aceptar la idea. Adoptaría ávidamente un plan que quizá le evitaría separarse de Relámpago. Pero cuando la reflexión de Dunstan llegó a este punto, el deseo de proseguir la marcha se fortificó y prevaleció. No quería proporcionarle aquella satisfacción a Godfrey; prefería que maese Godfrey estuviera mortificado.
Además, a Dunstan lo regocijaba la idea tan importante ante sus ojos de tener que vender su caballo, y además la ocasión de cerrar un trato, de hacer el fanfarrón y probablemente de engañar a alguien. Podía gozar por entero de todo el placer que resultaría de la venta del caballo de su hermano, sin privarse del gran placer de conseguir que Godfrey le tomara dinero prestado a Marner. Siguió, pues, cabalgando hacia el lugar de la cita.
Bryce y Keating estaban allí, como Dunstan estaba seguro de ello; ¡tenía tanta suerte!
—Hola—dijo Bryce, que desde hacía tiempo codiciaba a Relámpago—, venís montando el caballo de vuestro hermano; ¿por qué ha sido eso?
—Nada, le he hecho un cambio—dijo Dunstan, cuyo placer en mentir, casi independiente de la idea de utilidad, no iba a disminuir en mucho la probabilidad de que su interlocutor lo creyera—. Relámpago es ahora mío.
—¡Cómo! ¿Os lo ha cambiado contra vuestro viejo rocín de huesos grandes?—dijo Bryce con la entera certidumbre de que obtendría en respuesta otra mentira.
—No, teníamos que arreglar una pequeña cuenta—respondió Dunstan con indiferencia—, y Relámpago ha saldado la diferencia. Le he hecho un servicio a Godfrey tomándole el caballo. Lo hice contra mi gusto, porque tenía un capricho por una yegua de Jortin, animal de la sangre más rara que jamás hayáis montado. Pero ahora conservaré a Relámpago, aunque el otro día me ofreció por él ciento cincuenta libras un hombre allá, en Flitt; ese que compra para lord Cromleck, ese individuo que bizquea y usa un chaleco verde. Pero no pienso deshacerme de Relámpago; no encontraré fácilmente mejor animal para saltar cercos. La yegua de Jortin tiene más sangre, pero tiene las patas un poco menos fuertes.
Bryce, naturalmente, adivinó que Dunstan quería vender el caballo, y Dunstan se dio cuenta de que él lo adivinaba; el chalaneo sólo es una de las numerosas transacciones humanas conducidas de esta manera ingeniosa. Ambos consideraban que el trato estaba en su primera faz, cuando Bryce respondió con ironía:
—Pues estoy sorprendido, y me sorprende que penséis conservar el caballo, porque nunca he oído que un hombre se niegue a vender un animal cuando le ofrecen la mitad más de lo que vale. Tendréis suerte si conseguís por él cien libras.
Entonces, habiéndose adelantado Keating, el trato se complicó. Quedó por último concertado, comprándolo Bryce por ciento veinte libras, pagaderas a la entrega de Relámpago, sano y salvo, en las caballerizas públicas de Batterley.
A Dunsey se le ocurrió que sería prudente que renunciase a la cacería, se dirigiera inmediatamente a Batterley, y, después de esperar el regreso de Bryce, alquilar un caballo que lo llevara a su casa con el dinero en el bolsillo.
Sin embargo, el deseo de hacer una partida de caza, estimulado por su confianza y su buena estrella, así como por un trago de aguardiente tomado a su frasco de bolsillo cuando cerraron el trato, no era fácil de vencer, considerando, sobre todo, que montaba un animal que excitaría la admiración de los cazadores al verle saltar los cercos.
Pero Dunstan saltó uno de más y empaló su caballo en un poste. Su persona inelegante y completamente invendible escapó ilesa, mientras que el pobre Relámpago, inconsciente de su calor, rodó de costado y exhaló dolorosamente el último suspiro.
Había sucedido que, pocos minutos antes, Dunstan se había visto obligado a apearse para arreglar uno de los estribos. Lanzó muchas imprecaciones contra aquel retardo que lo relegaba a la cola de la cacería en el momento del triunfo. Enceguecido por la desesperación, saltó temerariamente los cercos, y estaba a punto de reunirse a la traílla cuando ocurrió el accidente fatal. De modo, pues, que se encontraba entre los cazadores ardientes que iban adelante, que se preocupaban poco de lo que sucedía detrás de ellos y los retrasados, que lo mismo podían pasar muy lejos y muy cerca del sitio en que había caídoRelámpago.
Dunstan, que se preocupaba siempre más de las contrariedades del momento presente que de sus consecuencias lejanas, no bien se vio de pie y reconoció que Relámpago estaba perdido, sintió cierto placer al pensar que no había sido visto en una situación que ninguna fanfarronada hubiera podido hacer envidiable.
Después de haberse reconfortado de la sacudida con un poco de aguardiente y muchos juramentos, se dirigió lo más pronto posible a un zarzal que estaba a su derecha. Se le ocurrió que atravesando por allí encontraría medio de dirigirse a Batterley sin correr el riesgo de encontrar a ninguno de los cazadores. Su primera intención era alquilar allí un caballo que lo llevaría inmediatamente a su casa; porque lo que era hacer cierto número de millas a pie, sin un fusil en la mano, y a lo largo de un camino público, no había que esperarlo de su parte como de la de ningún otro joven fogoso de su especie. Le era casi indiferente llevar la noticia a Godfrey, puesto que al mismo tiempo le iba a ofrecer el recurso de dinero de Marner, si Godfrey chillaba, como sucedía siempre que se le hablaba de contraer una nueva deuda, de lo que él sólo sacaba la menor parte; pues bien, no rezongaría mucho rato. Dunstan estaba seguro de que mortificando a Godfrey siempre le haría hacer lo que quisiese. La idea del dinero se volvía cada vez más distinta en su espíritu, ahora que la necesidad se había vuelto urgente. Pero la perspectiva de tener que presentarse en Batterley con las botas embarradas y de afrontar las preguntas burlonas de los mozos de cuadra, contrariaba mucho su deseo impaciente de estar de regreso en Raveloe y poner en ejecución su feliz proyecto.
Al mismo tiempo, un registro que hizo en el bolsillo de su chaleco, mientras iba reflexionando, le recordó que las dos o tres monedas pequeñas que encontró en su índice, eran de un color demasiado pálido para pagar una pequeña deuda, en defecto de cuyo pago, el caballerizo de Batterley había declarado que no haría más negocios con Dunsey Cass. Al fin y al cabo, considerando la dirección en que lo había llevado la cacería, no estaba mucho más lejos de su casa que de Batterley. Sin embargo, Dunsey no brillaba por su lucidez de espíritu. No llegó a esa conclusión sino al darse cuenta de que estaba obligado por otras razones a tomar la resolución sin precedente de volver a la casa a pie.
En ese momento eran cerca de las cuatro y empezaba a formarse la niebla; cuanto antes saliera del camino sería tanto mejor. Recordó que lo había atravesado y que había visto el poste indicador momentos antes que Relámpago se abatiera. Entonces, después de abotonar su abrigo y atar sólidamente la zotera de su látigo de caza al mango, golpeó las vueltas de sus botas con el aire de un hombre dueño de sí mismo, como para persuadirse de que estaba preparado para lo que iba a sucederle. Partió en seguida, con la idea de que emprendía una notable proeza de actividad física, que algún día no dejaría de embellecer de un modo o de otro, en medio de la admiración de una sociedad selecta, en la taberna del Arco Iris.
Cuando un joven señor como Dunsey se veía reducido a un medio de locomoción tan excepcional como el de andar a pie, el látigo llevado en la mano es el paliativo deseable de un sentimiento demasiado confuso—demasiado parecido a un sueño—que le hace experimentar su situación inusitada; y Dunstan, a medida que avanzaba a través de la niebla creciente, golpeaba siempre algo con su látigo. Era el látigo de Godfrey. Le había gustado tomarlo sin permiso, porque el mango tenía puño de oro. Naturalmente que no era posible notar, cuando Dunsey lo llevaba en la mano, que el nombre de Godfrey Cass estaba grabado en el puño: sólo se veía que aquel látigo era muy hermoso.
Dunsey no dejaba de temer que le ocurriese tropezar con algún conocido ante los ojos del cual haría triste figura, porque la niebla no es un velo bastante espeso cuando las personas se acercan. Pero, cuando al fin se encontró en las calles de Raveloe que le eran bien conocidas, pensó que aquello era parte de su buena suerte habitual. Entretanto, la niebla, ayudada por la obscuridad de la tarde, se había vuelto un velo más espeso de lo que deseaba. Le ocultaba los baches en que sus pies estaban expuestos a tropezar, le ocultaba todo, de modo que tuvo que guiar sus pasos arrastrando el látigo contra las hierbas que crecían al pie de los cercos. Pensaba que pronto llegaría al punto que daba acceso a las canteras. Lo encontraría por medio de un portillo que había en aquella cerca. Pero fue debido a una circunstancia con la que no contaba que se lo hizo descubrir; es decir, ciertos rayos de luz que inmediatamente adivinó que procedían de la choza de Silas Marner. Durante el camino, aquella choza y el dinero que estaba oculto en ella habían asediado continuamente su espíritu, y había imaginado distintas maneras de halagar y seducir al tejedor, para que éste, seducido por el cebo de los intereses, se separara sin demora del dinero que poseía.
A Dunstan le parecía que no sería malo agregar algunas amenazas a las proposiciones halagadoras, porque sus nociones de aritmética no eran bastante sólidas como para darle una demostración probatoria de los provechos que darían los intereses. En cuanto a la garantía, la consideraba vagamente como un medio de engañar a un hombre, haciéndole creer que va a ser reembolsado. En fin, la operación que había que intentar sobre el espíritu del avaro, era una tarea que Godfrey confiaría a su hermano, más audaz y más vivo que él. Dunstan estaba ya decidido a este respecto, y en el momento en que vio brillar la luz a través de las rendijas de los postigos de Marner, la idea de tener una conversación con el tejedor se le había vuelto tan familiar, que le pareció lo más natural abordarlo en seguida. Podía tener varias ventajas el proceder así: entre otras, quizás el tejedor tuviera un farol de mano, y Dunstan ya estaba cansado de buscar su camino a tientas.
Todavía estaba a cerca de tres cuartos de milla de su casa y el suelo se volvía desagradablemente resbaladizo, porque la niebla se iba convirtiendo en llovizna. Dobló, pues, hacia la casa, pero no sin cierto temor de errar el buen camino, puesto que no sabía exactamente si la luz se veía al frente o en el costado de la choza. Sin embargo, ayudándose con el mango de su látigo para explorar el terreno, llegó al fin sano y salvo a la puerta de la casa. Golpeó con fuerza, sugiriéndole cierto placer la idea del susto que le daría al vejete aquel estrépito inesperado. Ninguna voz ni movimiento se dejó oír como respuesta: todo era silencio en la choza. ¿Se había ido a acostar el tejedor? ¿Para qué habría dejado la luz encendida entonces? ¡Extraño olvido de un avaro! Dunstan volvió a golpear con más fuerza, y luego, sin esperar que le respondieran pasó los dedos por el agujero de la puerta con la intención de sacudirla y, al mismo tiempo correr el pestillo por medio del cordel y volverlo a dejar cerrar, no dudando de que la puerta debía estar atrancada.
Con gran sorpresa vio que aquel doble movimiento la hizo abrir, y se encontró frente a un fuego vivo que iluminaba todos los rincones de la choza—el lecho, el telar, las tres sillas y la mesa—, y le permitía ver que Silas no estaba allí.
Nada podía ser más atrayente para Dunstan en aquel momento que el fuego brillante sobre el fogón de ladrillos. Entró inmediatamente y se sentó. Delante del fuego también había algo que, si la cocción hubiera estado algo más adelantada, no hubiera carecido de interés para un hombre cuyo estómago estaba vacío. Era un pedazo de carne de cerdo suspendido del gancho de la chimenea por medio de un cordel pasado por el anillo de una gran llave de puerta, según un método conocido por los viejos dueños de casa en que no hay asador. Desgraciadamente el asado había sido colocado en la extremidad del gancho, como para impedir que se fuera a quemar durante la ausencia del dueño. «¿De modo que este viejo tonto de ojos saltones se permite cenar carne?—pensó Dunstan—. Siempre se había dicho que vivía de pan duro, para ponerle freno a su apetito. Pero, ¿dónde podía estar a aquella hora, con semejante tiempo y para qué había salido dejando su cena a medio cocer y sin trancar la puerta?» La dificultad con que el propio Dunstan acababa de encontrar su camino, le sugirió la idea de que el tejedor había salido quizás para buscar combustible, o para cualquier otro menester análogo y de corta duración, y que se había resbalado dentro de la cantera. Esa era una idea que interesaba a Dunstan y que implicaba consecuencias completamente nuevas. Si el tejedor había muerto, ¿quién tenía derecho a su dinero?, ¿quién sabía que alguien había entrado a tomarlo? No se detuvo más tiempo en las sutilezas de las pruebas; la cuestión urgente, ¿dónde está el dinero? se apoderó de tal modo de su espíritu que le hizo olvidar por completo que la muerte de Marner no era una certidumbre. Un espíritu pesado, cuando llega a una conclusión que lo halaga, no conserva la conciencia de que la idea de qué ha sacado aquella conclusión era puramente problemática. Y el espíritu de Dunstan era tan pesado como lo es generalmente el de un futuro criminal. Sólo conocía tres escondites, en que hubiera oído decir que los campesinos escondían sus tesoros: el techo de paja, la cama y un agujero hecho en el suelo. La choza de Marner no estaba techada con paja. Lo primero que hizo Dunstan, después de una sucesión de pensamientos acelerados por el aguijón de la codicia, fue dirigirse al lecho, pero a la vez que caminaba sus miradas recorrieron ávidamente el suelo, cuyos ladrillos, iluminados por el fuego, se veían a través de la arena esparcida encima de ellos. Sin embargo, no eran visibles en todas partes. Había un sitio, en efecto, uno sólo que estaba por completo recubierto. Se distinguían las huellas de los dedos, que, aparentemente, se habían cuidado de cubrir de arena aquel espacio determinado. Ese sitio quedaba junto a los pedales del telar. Dunstan corrió hacia aquel sitio y escarbó la arena con el mango de su látigo. Al introducir la punta del collado entre los ladrillos, vio que éstos estaban sueltos. Se apresuró a quitar uno, y vio que allí estaba sin duda lo que buscaba, porque, ¿qué podía haber sino dinero en aquellas dos bolsas de cuero? Y a juzgar por su peso debían de estar llenas de guineas.
Dunstan registró bien en el agujero para convencerse de que no contenía nada más, y luego, volviendo a colocar en su sitio los ladrillos, los recubrió de arena. No hacía ni cinco minutos que había entrado a la choza, pero aquel espacio de tiempo le pareció muy largo, y bien que no sabía que Silas podía estar vivo y volver de un momento a otro, se sintió presa de un temor indefinible al ponerse de pie con los sacos en las manos. Se apresuró a salir, a guarecerse en la obscuridad y pensar en seguida qué haría con las bolsas. Cerró inmediatamente tras de él la puerta, para interceptar la salida de la luz: algunos pasos iban a bastar para llevarlo más allá del peligro de ser traicionado por los rayos que se filtraban a través de las rendijas de los postigos y el agujero de la alcoba. La lluvia y la obscuridad se habían vuelto más intensas; se regocijó de esto, bien que fuera incómodo caminar con las dos manos tan llenas, porque era a lo sumo si podía llevar el látigo con uno de los sacos. Pero así que hubiera dado dos pasos podría proceder con toda calma. Se adelantó, pues, resueltamente, en la obscuridad
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Serie: azulejos