Foto.: Jesús y Mª Ángeles
30 marzo 2008
29 marzo 2008
Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-3)
El personaje más importante de Raveloe era el squire Cass, que vivía en una gran casa roja que tenía un bonito atrio al frente y altas caballerizas al fondo, casi en frente de la iglesia.
Había otros terratenientes en la parroquia, pero él era el único honrado con el título de squire; porque bien que la familia del señor Osgood fuera considerada también como de origen inmemorial—no habiéndose atrevido nunca los habitantes de Raveloe a remontarse hasta el vacío espantoso en que los Osgood no existían—, sin embargo, no hacía más que poseer la granja que ocupaba, mientras que el squire Cass tenía uno o dos arrendatarios que se quejaban a él de los perjuicios que les causaban las liebres como si hubiese sido un señor.
Se estaba todavía en ese período glorioso de la guerra, considerada como un favor especial acordado por la Providencia a los propietarios territoriales. Entonces, los precios de los frutos no habían bajado tanto como para precipitar a la raza de los pequeños squires y de los arrendatarios en el camino de la ruina, hacia el cual sus hábitos de prodigalidad y la mala explotación de sus tierras los arrastraban rápidamente.
Al decir esto aludo a la aldea de Raveloe y a las parroquias que se le parecían, porque la vida de nuestros antiguos campesinos presentaba aspectos diferentes. Así ocurre con toda existencia que se ha esparcido sobre una superficie variada, en la que soplan en direcciones diversas una multitud de corrientes—desde los vientos del cielo hasta los pensamientos de los hombres—que se mueven y se cruzan eternamente, produciendo resultados incalculables.
Raveloe estaba situado en una hondonada, en medio de los árboles espesos y de caminos surcados por huellas, lejos de las corrientes de la actividad industrial y del fervor puritano; los ricos comían y bebían a sus anchas, aceptando la gota y la apoplejía como cosas que se trasmitían misteriosamente en las familias honorables, y los pobres pensaban que los ricos estaban en su pleno derecho de llevar alegre vida.
Por otra parte, los festines de éstos daban por resultado multiplicar las sobras, que eran la herencia de los primeros. Betti Jay sentía el olor de la cocción de los jamones del squire, pero el fuerte deseo que sentía de comerlos era calmado por el jugo untuoso en que se los hacía hervir; y cuando las estaciones traían la época de las grandes reuniones alegres, todo el mundo las consideraba como un excelente regalo para los pobres.
En efecto, las fiestas de Raveloe estaban en relación con las postas de buey y los barriles de cerveza: se hacían con prodigalidad y duraban mucho tiempo, principalmente en invierno.
Las damas que, habiendo empaquetado sus mejores vestidos y tocados en cartones, se arriesgaban a vadear los arroyos en tiempos de lluvia y nieve, sentadas a la turca sobre cojines y llevando su preciosa carga—cuando no se sabía hasta dónde llegaría el agua—, no es de suponer que contaran con que les esperaba un placer efímero.
Es por esta razón qué se tomaban disposiciones para que en la mala estación—época en que había poco trabajo y las horas parecían largas—varios vecinos tuvieran sucesivamente mesa abierta. Así que los platos del squire Cass no eran tan frescos ni tan abundantes, sus convidados no podían hacer mejor cosa que trasladarse a la casa del señor Osgood, en los Huertos. Allí encontraban lomos y jamones intactos, pasteles de cerdo que acababan de salir del horno y manteca fresca recién hilada; en fin, todo lo que el apetito de gentes ociosas podía desear, y de mejor calidad, quizá, que en casa del squire Cass, aunque la abundancia no fuera mayor. Porque la mujer del squire había muerto hacía tiempo, y la Casa Roja se veía privada de la esposa y de la madre, cuya presencia es la fuente saludable del amor y del temor que deben reinar en la familia y entre los servidores.
Esto contribuía no sólo a explicar por qué, en los días de fiesta, la profusión de provisiones superaba a la calidad, sino también por qué el orgulloso squire condescendía con tanta frecuencia a presidir en el gabinete particular de la taberna del Arco Iris, antes que a la sombra de los negros artesonados de su salón; así como quizá que sus hijos se condujeran bastante mal.
Raveloe no era un sitio en que la censura de las costumbres fuera severa; sin embargo, se miraba como una debilidad del squire que hubiera conservado a todos sus hijos ociosos en la casa; y, bien que debe concederse cierta licencia a los hijos de los padres que tienen medios, las gentes meneaban la cabeza al ver la vida que llevaba el menor, Dunstan, generalmente llamado Dunsey Cass, cuyas aficiones por la copa y las apuestas podían volverse algo más serio que un pasatiempo juvenil.
Poco importaba, ciertamente, decían los vecinos, lo que le sucediera a Dunsey—un individuo pendenciero y burlón, que parecía complacerse tanto más en beber cuanto más sufrían los otros de sed—, con tal, sin embargo, que sus hechos no le acarreasen algún disgusto a una familia como la del squire Cass, que tenía un monumento en la iglesia, y copas de plata más antiguas que el rey Jorge III.
En cambio sería una gran lástima que el señor Godfrey, el mayor, guapo mozo de fisonomía franca y de buen carácter, que un día heredaría las propiedades, se pusiera a seguir el mismo camino que el hermano, como había parecido hacía poco. Si seguía de aquel modo, la señorita Nancy Lammeter acabaría por romper con él; porque se sabía muy bien que ella le trataba con mucha reserva desde la pascua de Pentecostés del año precedente, época en que había hablado mucho, porque Godfrey había pasado varios días sin volver a su casa.
Pasaba algo que no estaba bien, algo que no era común, era evidente, porque el señor Godfrey estaba lejos de tener el color fresco y la fisonomía abierta de antes.
En cierto momento todo el mundo decía: «¡Qué hermosa pareja harían él y la señorita Nancy!», y si ella llegara a ser la señora de la Casa Roja, iba a haber un buen cambio, porque los Lammeter estaban criados de modo que no podían soportar que se malgastara una pizca de sal. Sin embargo, todas las gentes de su casa obtenían lo que había de mejor, cada cual según su rango. Con una nuera así, el viejo squire realizaría economías, aun cuando no aportara un penique de dote; porque era de temer que, a pesar de sus rentas, el squire Cass tuviera más agujeros en el bolsillo que aquel por donde metía la mano. Pero si el señor Godfrey no cambiaba de conducta, podía decirle «adiós» a la señorita Nancy Lammeter.
Era ese Godfrey, que antes daba tantas esperanzas, el que estaba con las manos en los bolsillos de su saco y la espalda vuelta al juego, en el salón de obscuro artesonado, un día de noviembre de este decimoquinto año de la residencia de Silas Marner en Raveloe. La luz gris y mortecina iluminaba débilmente las paredes adornadas de fusiles, de látigos y de colas de zorro; los abrigos y los sombreros arrojados sobre las sillas; los jarros de plata que exhalaban un olor de cerveza aventada; el fuego medio apagado, y las pipas colocadas en los ángulos de las chimeneas; signos de una vida doméstica desprovista de todo encanto superior, con que la expresión de sombrío fastidio del rostro rubio de Godfrey estaba en triste armonía. Parecía escuchar como si esperara a alguien. Muy luego el ruido de pasos pesados, acompañados de silbidos, se hizo oír a través del gran vacío de la entrada del vestíbulo.
La puerta se abrió y entró un joven fornido y vulgar; tenía la cara encendida y el aire gratuitamente vencedor que caracteriza la primera faz de la embriaguez. Era Dunsey. Al verlo, el rostro de Godfrey perdió parte de su aspecto sombrío para tomar la expresión más activa del odio. El hermoso galgo negro que estaba acostado frente a la chimenea se retiró a un rincón, bajo una silla.
—¿Qué tal, maese Godfrey, qué me queréis?—dijo Dunsey en tono burlón—. Sois mi hermano mayor y mi superior; tenía, pues, que venir, puesto que me habéis hecho llamar.
—Pues bien; voy a deciros lo que quiero, pero antes sacudíos la borrachera, y escuchad, si os place—dijo Godfrey con acento furioso; el mismo había bebido más de la cuenta, a fin de convertir su tristeza en cólera ciega—. Quiero deciros que es preciso que le entregue al squire ese arriendo de Fowler, o que le advierta que os lo he dado; porque amenaza con el embargo, y todo se descubrirá, que yo lo informe o no. Acaba de declarar que le iba a encargar a Cox que procediera si Fowler no venía a pagar lo atrasado esta semana. El squire está sin dinero y está de un humor como para no soportar tonterías. Ya sabéis con qué os ha amenazado si os sorprendía otra vez despilfarrando su dinero. De modo que tratad de buscar esa suma, y lo más pronto posible, ¿habéis oído?
—¡Oh!—dijo Dunsey, riendo sardónicamente, mientras se acercaba a su hermano mirándole a la cara—, supongamos que vos mismo os proporcionarais el dinero, para evitarme esa molestia, ¿qué os parece? Puesto que fuisteis lo bastante bueno para entregármelo, no me neguéis la amabilidad de devolverlo en mi lugar; ya sabéis que fue por amor fraternal que procedisteis así.
Godfrey se mordió los labios y apretó los puños.
—No os acerquéis mirándome de ese modo, porque os aplasto.
—¡Oh! no, seríais incapaz de hacer eso—dijo Dunsey, girando sin embargo sobre los talones para alejarse—; bien sabéis que soy muy buen hermano. Podría haceros arrojar de casa y de la familia, y haceros desheredar cuando quisiera. Sí, yo le contaré al squire cómo se casó su hijo mayor con la linda Molly Tarren, y cuán desgraciada ha sido, pero que no ha podido vivir con esa esposa borracha; me deslizaría en vuestro lugar lo más cómodamente posible. Pero ya lo veis, me callo; soy tan conciliador y tan bueno. Estoy seguro de que lo haréis todo por mí. Estoy seguro de que os proporcionaréis por mí esas cien libras esterlinas.
—¿Cómo puedo proporcionarme ese dinero?—dijo Godfrey, trémulo de rabia—. No tengo oficio ni beneficio. Y vos mentís al decir que os deslizaríais en mi lugar; os haríais echar vos también, nada más. Porque si vos os ponéis a llevar chismes, yo haré otro tanto. Bob es el hijo favorito, lo sabéis perfectamente. Mi padre se daría por muy satisfecho con no volveros a ver.
—Poco importa—dijo Dunsey inclinando la cabeza hacia un costado, mientras que miraba por la ventana—. Me sería muy agradable partir en vuestra compañía; sois un hermano tan guapo, y siempre nos ha agradado tanto disputarnos; no sabría qué hacer sin vos. Pero preferís que los dos nos quedemos en casa, ya lo sé. De manera que os arreglaréis de modo de conseguir esa pequeña suma de dinero, y voy a deciros hasta la vista, bien que deplore dejaros.
Dunstan se marchaba, pero Godfrey se precipitó tras él y lo tomó del brazo, diciendo con un juramento:
—Os digo que no tengo dinero... que no puedo procurarme dinero.
—Pedidle prestado al viejo Kimble.
—Os digo que no quiere prestarme más y que no lo pediré.
—Bueno, entonces vended a Relámpago.
—Sí, eso es fácil decirlo. Necesito el dinero inmediatamente.
—Pues bien, no tenéis más que montarlo en la cacería de mañana. Bryce y Keating estarán seguramente. Os harán más de una oferta.
—Eso es, y volveré a casa a las ocho de la noche, salpicado de barro hasta las narices. Voy al baile que da la señora de Osgood celebrando su día.
—¡Ah! ¡ah!—dijo Dunsey, volviendo la cabeza de lado y tratando de hablar con una vocecita aflautada—. Y la linda señorita Nancy estará allí, y bailaremos con ella, y le prometeremos no ser malo, y volveremos a entrar en favor y...
—Tened la lengua al hablar de la señorita Nancy, pedazo de tonto—dijo Godfrey rojo de cólera—, u os estrangulo.
—¿Para qué?—dijo Dunsey, siempre con tono afectado, pero tomando un látigo de sobre la mesa y golpeándose con el cabo en la palma de la mano—. Se os presenta una buena ocasión. Os aconsejo que entréis en sus gracias; eso ahorraría tiempo, si Molly llegara a beber una gota de láudano de más, y os dejara viudo. Poco le importaría a la señorita Nancy ser la segunda, si lo ignorara. Y vos tenéis un excelente hermano que guardará bien vuestro secreto, y vos seréis muy amable con él.
—Voy a deciros lo que pasa—dijo Godfrey trémulo y vuelto a ponerse pálido—. Mi paciencia está casi agotada. Si fuerais algo más vivo, sabríais que es posible llevar a un hombre demasiado lejos y hacerle tan fácil franquear este o aquel obstáculo. No estoy seguro de no encontrarme ya en este punto; yo puedo también revelarle todo al squire. Por lo menos, no me seguiréis molestando, si no consigo otra cosa. Y, al fin y al cabo, tendrá que saber la verdad. Ella me ha amenazado con venir a decírselo todo en persona. Por consiguiente, no os jactéis de que vuestro silencio valga el precio que se os ocurra asignarle. Me arrancáis mi dinero de tal modo que no me queda ninguno para apaciguar a esa mujer y un día cumplirá sus amenazas. Le diré todo a mi padre. En cuanto a vos, idos al diablo.
Dunsey se dio cuenta de que había ido más allá de lo que debía, y que había llegado a un extremo en que el propio Godfrey, el hombre irresoluto, era capaz de tomar una resolución. Sin embargo, dijo con indiferencia:
—Como queráis; pero ante todo, voy a beber un trago de cerveza.
Y después de haber llamado, se recostó en dos sillas y se puso a golpear la repisa de la ventana con el mango del látigo.
Godfrey había permanecido de pie, con la espalda vuelta al fuego, agitando los dedos con inquietud en medio del contenido de los bolsillos de su saco, y con la mirada fija en el suelo. Su alto cuerpo musculoso estaba lleno de coraje físico; sin embargo, no le sugería ninguna decisión cuando los peligros que había que afrontar no consistían en acogotar a alguien. Su irresolución natural y su cobardía moral eran exageradas por una situación cuyas consecuencias temibles parecían hacer presión de todos lados con la misma fuerza.
Su irritación lo hubiera llevado en seguida a desafiar a Dunstan, y a anticiparse a todas las denuncias, si las miserias que le acarrearía el proceder así no le hubieran parecido más insoportables que el mal actual. Los resultados de una confesión no eran dudosos, eran seguros, mientras que la denuncia permanecía incierta.
De aquella incertidumbre, considerada de cerca, cayó en la duda y en la irresolución con un sentimiento de reposo. El hijo desheredado de un pequeño squire, igualmente poco dispuesto a trabajar la tierra y a mendigar, se sentía casi tan impotente como un árbol desarraigado que, favorecido por el suelo y la atmósfera, se habría desarrollado considerablemente en el propio sitio en que antes sólo era un retoño. Quizá hubiera llegado a considerar con cierta alegría el tener que labrar la tierra, si le fuera dable obtener a Nancy Lammeter a ese precio. Pero, puesto que tenía que perderla sin remedio, hiciera lo que hiciera, y la herencia también, puesto que tenía que romper todo vínculo, menos el que lo desagradaba y le quitaba todo motivo para reformarse, no podía imaginar que le quedara, después de la confesión de su falta, otro porvenir más que enrolarse como voluntario. Esa era la determinación más desesperada, después del suicidio, ante los ojos de las familias honorables.
¡No! Más valía para él fiarse al azar que a su propia resolución; más valía seguir sentado al festín, bebiendo el vino que le agradaba, aun con la espada suspendida sobre la cabeza y el terror en el corazón, antes que precipitarse en las tinieblas en que todo placer quedaría perdido para siempre. La última concesión que pudo hacerle a Dunstan a propósito del caballo, comenzó a parecerle fácil al lado del cumplimiento de la amenaza de su hermano. Sin embargo, su orgullo no le consintió que reanudara la conversación sin continuar la disputa. Dunstan lo esperaba y bebía la cerveza a sorbos más pequeños que de costumbre.
—Es muy propio de vos—exclamó Godfrey con acento amargo—el hablar con tanta indiferencia de la venta de Relámpago, la última cosa que me sea lícito llamar mía, y el más lindo animal que he tenido en mi vida. Si tuvieseis un asomo de orgullo, os daría vergüenza ver vacías nuestras caballerizas y que todo el mundo se burle de ello. Pero tengo la convicción de que venderíais vuestra propia persona aunque sólo fuera por tener el placer de hacerle sentir a alguien que ha hecho un mal negocio.
—Sí—dijo Dunstan con mucha calma—, me estáis haciendo justicia, a lo que veo. Vos sabéis que soy una perla cuando se trata de engatusar a las gentes para realizar un negocio. Es por esta razón que os aconsejo que me dejéis a mí el encargo de vender a Relámpago. Lo montaré mañana en la cacería, reemplazándoos, con mucho gusto. No tendré tanta apostura como vos en la silla, pero se admirará más al caballo que al jinete.
—Sí, eso es... ¡Confiaros mi caballo!
—Como gustéis—dijo Dunstan poniéndose a golpear otra vez el antepecho de la ventana, con aire del todo indiferente—. Sois vos mismo quien debe devolver el dinero a Fowler; eso no es cuenta mía. Vos recibisteis ese dinero cuando fuisteis a Bramcote, y fuisteis vos mismo quien le dijo al squire que no os habían pagado esa suma. Yo no tengo nada que ver con eso; vos tuvisteis la bondad de darme ese dinero, dejad eso quieto, a mí me es indiferente. Yo sólo trataba de serviros vendiendo el caballo, sabía que mañana no es cómodo ir tan lejos.
Godfrey permaneció en silencio durante un rato. Quería arrojarse sobre Dunstan, arrancarle el látigo de la mano, darle de azotes hasta ponerlo a dos dedos de la muerte, y ningún temor corporal lo hubiera detenido, si otra suerte de miedo, alimentado por sentimientos que podían más que su ira, no hubieran dominado su voluntad. Cuando volvió a hablar fue en tono casi conciliador.
—Bueno, no tenéis en la cabeza ninguna locura respecto del caballo, ¿eh? ¿Lo venderéis bien lealmente y me entregaréis el precio? De otro modo, ya lo sabéis, todo se lo llevará el diablo, porque no tengo otra tabla de salvación. Os agradará menos el desplomarme la casa encima, sabiendo que también os apretará a vos.
—Sí, sí, muy bien—dijo Dunstan, poniéndose de pie—.Estaba cierto de que acabaríais por mostraros razonable. Yo soy hombre capaz de hacerle tragar el anzuelo al viejo Bryce. Voy a conseguiros ciento veinte libras esterlinas por vuestro caballo, tan fácilmente como conseguiría un penique.
—Pero quizás lluevan chispas como llovió ayer; en tal caso no podréis ir a la cacería—dijo Godfrey, sin darse cuenta de si deseaba o no que surgiera ese impedimento.
—¡Llover!—exclamó Dunstan—, nada de eso, siempre he tenido suerte con el tiempo. Llovería, sin duda, si pensarais ir vos. Jamás tenéis triunfos en vuestros juegos, bien lo sabéis, porque yo los tengo todos. Vos ponéis la belleza y yo la muerte, de manera que tenéis que guardarme a vuestro lado como «porte-bonheur». ¡Bah! jamás haréis nada bueno sin mí.
—¡Que el diablo os confunda! Tened la lengua—dijo Godfrey impetuosamente—. No vayáis a emborracharos mañana; de otro modo podríais salir por las orejas al volver a casa y estropear a Relámpago.
—Tranquilizad vuestro corazón sensible—dijo Dunstan—. Jamás me habéis sorprendido bebiendo doble cuando tengo que hacer un trato; eso me echaría a perder la diversión. Por otra parte, cada vez que caigo, estoy seguro de caer parado.
Dicho esto, Dunstan salió haciendo golpear la puerta.
Dejó a Godfrey entregado a hacer amargas reflexiones sobre su situación personal, que se sucedían entonces de un día para el otro, cuando no estaba excitado por el sport, la bebida, los naipes, o por el placer más raro, pero menos susceptible de ser olvidado, de ver a la señorita Nancy Lammeter.
Los sufrimientos sutiles y variados, que nacen de la sensibilidad más delicada que acompaña a una cultura elevada, son quizás menos dignos de lástima que esa hosca privación de alegrías y de consuelos intelectuales, que obliga a los espíritus más groseros a permanecer constantemente frente a frente con su pesar y su descontento.
La vida de aquellos rústicos antepasados, que nos sentimos inclinados a considerar personajes prosaicos—de esos hombres cuya sola ocupación era cabalgar alrededor de sus propiedades, que se iban volviendo cada vez más pesados sobre sus monturas y pasaban el resto de sus días satisfaciendo de un modo despreocupado sus sentidos embotados por la monotonía—, su vida, digo, tenía, sin embargo, algo de patética.
Las calamidades los herían a ellos también y sus primeros errores les acarreaban duras consecuencias. Quizás un amor por una dulce joven, imagen de pureza, de orden y de tranquilidad, había abierto sus miradas ante la visión de una existencia en que los días no hubieran parecido demasiado largos, aun sin los excesos de la intemperancia. Pero la doncella había desaparecido y la visión se había disipado. Entonces, ¿qué les restaba, sobre todo si se habían vuelto demasiado pesados para la caza, a caballo, o para cargar un fusil a través de los surcos? Nada, si no es beber y alegrarse, o beber e irritarse, con tal de que no fueran esclavos de la vanidad, y pudieran repetir largamente, con caluroso énfasis, las cosas que ya habían contado muchas veces durante el año.
Seguramente que entre esos hombres, de tez rubicunda y mirada hosca había algunos que, gracias a su bondad natural, no se sentían siempre impulsados a la brutalidad, aún en medio de sus extravíos. Esos, en la época en que sus mejillas estaban frescas, habían sentido la punta acerada del pesar y del remordimiento. Habían sido heridos por las cañas en que se apoyaban, o bien, sin reflexionar, habían metido sus miembros en cepos de los que nadie podía libertarles.
En esas tristes circunstancias, comunes a todos nosotros, era imposible que el pensamiento de esos hombres no encontrara algún sitio de reposo, fuera del círculo continuamente trillado de su historia insignificante.
Tal era, por lo menos, la condición de Godfrey Cass, al cumplir los veintiséis años. Un movimiento de remordimientos, secundado por esas pequeñas influencias indefinibles que todas las relaciones personales ejercen sobre una naturaleza flexible, lo había impulsado a contraer un matrimonio secreto, que era un estigma en su existencia. Era una fea historia de pasión vulgar, de ilusión y de desilusión, que no hay para qué sacar de la celda secreta de los recuerdos amargos de Godfrey.
Este sabía desde hacía tiempo que le había sido debida en parte a un lazo que le tendió Dunstan, quien había visto en aquel casamiento degradante de su hermano el medio de satisfacer a su vez su odio celoso y su codicia. Y si Godfrey hubiera podido considerarse simplemente como una víctima, la irritación que le causaba el freno de hierro que el destino le había puesto en la boca, le hubiera sido menos insoportable.
Si las maldiciones que pronunciaba a media voz, cuando estaba sólo, no hubiesen tenido otro objeto que la treta diabólica de Dunstan, le hubiera sido posible tener menos espanto a las consencuecias de su confesión. Pero le restaba otra cosa que maldecir: su locura y sus vicios personales, que ahora le parecían insensatos y tan inexplicables como lo son casi todas nuestras locuras y nuestros vicios, cuando la causa que los ha provocado ha desaparecido desde hace largo tiempo.
Durante cuatro años había pensado en Nancy Lammeter, y la había buscado, con un culto secreto y paciente, como a una mujer que lo hacía soñar alegremente en el porvenir. Ella sería su esposa, y que su hogar fuera encantador, más encantador que el del squire en sus mejores días, y le sería fácil, cuando ella estuviera siempre junto a él, hacer a un lado aquellas estúpidas costumbres que no eran placeres, sino sólo una manera febricitante de engañar la ociosidad.
Godfrey, cuyos gustos eran esencialmente domésticos, había sido criado en una casa cuyo hogar no tenía sonrisas, y en la que los hábitos cotidianos no eran rígidos por la presencia del orden interior. Su carácter fácil le había hecho adoptar sin resistencia el género de vida de su familia, pero el deseo de algún afecto tierno y duradero, el deseo ardiente de soportar alguna influencia que le facilitara la procura del bienestar que prefería, hacían ante sus ojos que la limpieza, la pureza, el buen orden y la liberalidad de la casa Lammeter—iluminada por la sonrisa de Nancy—fuesen iguales a esas horas frescas y brillantes de la mañana, en que las tentaciones dormitan, y sólo se oye la voz del ángel bueno que invita al trabajo, a la sobriedad y a la paz.
Y, sin embargo, la esperanza de ese paraíso no había bastado para salvarlo de los extravíos que lo excluían siempre. En vez de apretar con mano firme el sólido cordón de seda, por medio del cual Nancy lo hubiera llevado sano y salvo a las rientes riberas en que la marcha es fácil y segura, se había dejado llevar hacia atrás en medio del fango y del lodo, y allí, era inútil debatirse. Se había creado vínculos que le vedaban todo móvil saludable de reacción y que lo exasperaban sin cesar.
Sin embargo, había una situación peor aún; la que le esperaba cuando el vil secreto se descubriera; así es que el deseo que siempre triunfaba en él de todos los demás, era alejar al desgraciado día en que tendría que soportar las consecuencias del resentimiento violento de su padre por la herida causada al orgullo de su familia, en la que tendría que renunciar quizás a aquel bienestar y a aquella dignidad hereditaria que, al fin y al cabo, era una razón para vivir, llevando consigo la incertidumbre de que estaba proscripto para siempre de la vista y de la estima de Nancy Lammeter.
Cuanto más se prolongara el plazo, mayor era la probabilidad de verse libre, por lo menos, de algunas de las consecuencias odiosas a que había librado su ser—más ocasiones le quedaban de gozar el extraño placer de ver a Nancy y de recoger las débiles muestras de un resto de afecto por él. Era impulsado hacia ese placer por accesos, y frecuentemente, después de haber pasado semanas enteras evitando a la joven; cuando la veía a lo lejos como un ángel de alas brillantes—premio radioso cuya vista lo excitaba a precipitarse hacia adelante—, sentía más que nunca el peso de sus crueles cadenas.
Uno de esos accesos lo poseía en aquel momento, y el ardor de su pasión hubiera bastado para que confiara Relámpago a Dunstan antes que defraudar aquel deseo, si otra razón más no hubiera para que tomara parte en la cacería del día siguiente. Esa razón dependía de la circunstancia de que la cita debía tener lugar cerca de Batterley, aldea en que vivía su desgraciada esposa, cuya imagen se le hacía cada vez más odiosa. Para la imaginación de Godfrey aquella mujer vagaba por todos los alrededores. El yugo que un hombre se crea con sus malas acciones, engendra el odio en las mayores naturalezas, y el alegre y afectuoso Godfrey Cass se agriaba rápidamente. Crueles tentaciones lo asediaban, pareciendo entrar y salir en su corazón como demonios que habían encontrado en él alojamiento preparado.
¿Qué iba a hacer aquella tarde para pasar el tiempo? Al fin y al cabo, ¿por qué no iría a la taberna del Arco Iris para ver qué se decía de la riña de gallos? Todo el mundo iba allí, y, ¿en qué otra cosa podía pasar el rato, bien que a él no le preocuparía nada aquella diversión? La pequeña galga negra, que se había parado frente a él y lo había mirado fijamente durante un buen rato, se impacientó y saltó a las rodillas de su amo para recibir la caricia acostumbrada. Pero Godfrey la rechazó sin mirarla y salió de la pieza. La perra lo siguió humildemente y sin rencor, quizá porque no tenía otra cosa en perspectiva.
Había otros terratenientes en la parroquia, pero él era el único honrado con el título de squire; porque bien que la familia del señor Osgood fuera considerada también como de origen inmemorial—no habiéndose atrevido nunca los habitantes de Raveloe a remontarse hasta el vacío espantoso en que los Osgood no existían—, sin embargo, no hacía más que poseer la granja que ocupaba, mientras que el squire Cass tenía uno o dos arrendatarios que se quejaban a él de los perjuicios que les causaban las liebres como si hubiese sido un señor.
Se estaba todavía en ese período glorioso de la guerra, considerada como un favor especial acordado por la Providencia a los propietarios territoriales. Entonces, los precios de los frutos no habían bajado tanto como para precipitar a la raza de los pequeños squires y de los arrendatarios en el camino de la ruina, hacia el cual sus hábitos de prodigalidad y la mala explotación de sus tierras los arrastraban rápidamente.
Al decir esto aludo a la aldea de Raveloe y a las parroquias que se le parecían, porque la vida de nuestros antiguos campesinos presentaba aspectos diferentes. Así ocurre con toda existencia que se ha esparcido sobre una superficie variada, en la que soplan en direcciones diversas una multitud de corrientes—desde los vientos del cielo hasta los pensamientos de los hombres—que se mueven y se cruzan eternamente, produciendo resultados incalculables.
Raveloe estaba situado en una hondonada, en medio de los árboles espesos y de caminos surcados por huellas, lejos de las corrientes de la actividad industrial y del fervor puritano; los ricos comían y bebían a sus anchas, aceptando la gota y la apoplejía como cosas que se trasmitían misteriosamente en las familias honorables, y los pobres pensaban que los ricos estaban en su pleno derecho de llevar alegre vida.
Por otra parte, los festines de éstos daban por resultado multiplicar las sobras, que eran la herencia de los primeros. Betti Jay sentía el olor de la cocción de los jamones del squire, pero el fuerte deseo que sentía de comerlos era calmado por el jugo untuoso en que se los hacía hervir; y cuando las estaciones traían la época de las grandes reuniones alegres, todo el mundo las consideraba como un excelente regalo para los pobres.
En efecto, las fiestas de Raveloe estaban en relación con las postas de buey y los barriles de cerveza: se hacían con prodigalidad y duraban mucho tiempo, principalmente en invierno.
Las damas que, habiendo empaquetado sus mejores vestidos y tocados en cartones, se arriesgaban a vadear los arroyos en tiempos de lluvia y nieve, sentadas a la turca sobre cojines y llevando su preciosa carga—cuando no se sabía hasta dónde llegaría el agua—, no es de suponer que contaran con que les esperaba un placer efímero.
Es por esta razón qué se tomaban disposiciones para que en la mala estación—época en que había poco trabajo y las horas parecían largas—varios vecinos tuvieran sucesivamente mesa abierta. Así que los platos del squire Cass no eran tan frescos ni tan abundantes, sus convidados no podían hacer mejor cosa que trasladarse a la casa del señor Osgood, en los Huertos. Allí encontraban lomos y jamones intactos, pasteles de cerdo que acababan de salir del horno y manteca fresca recién hilada; en fin, todo lo que el apetito de gentes ociosas podía desear, y de mejor calidad, quizá, que en casa del squire Cass, aunque la abundancia no fuera mayor. Porque la mujer del squire había muerto hacía tiempo, y la Casa Roja se veía privada de la esposa y de la madre, cuya presencia es la fuente saludable del amor y del temor que deben reinar en la familia y entre los servidores.
Esto contribuía no sólo a explicar por qué, en los días de fiesta, la profusión de provisiones superaba a la calidad, sino también por qué el orgulloso squire condescendía con tanta frecuencia a presidir en el gabinete particular de la taberna del Arco Iris, antes que a la sombra de los negros artesonados de su salón; así como quizá que sus hijos se condujeran bastante mal.
Raveloe no era un sitio en que la censura de las costumbres fuera severa; sin embargo, se miraba como una debilidad del squire que hubiera conservado a todos sus hijos ociosos en la casa; y, bien que debe concederse cierta licencia a los hijos de los padres que tienen medios, las gentes meneaban la cabeza al ver la vida que llevaba el menor, Dunstan, generalmente llamado Dunsey Cass, cuyas aficiones por la copa y las apuestas podían volverse algo más serio que un pasatiempo juvenil.
Poco importaba, ciertamente, decían los vecinos, lo que le sucediera a Dunsey—un individuo pendenciero y burlón, que parecía complacerse tanto más en beber cuanto más sufrían los otros de sed—, con tal, sin embargo, que sus hechos no le acarreasen algún disgusto a una familia como la del squire Cass, que tenía un monumento en la iglesia, y copas de plata más antiguas que el rey Jorge III.
En cambio sería una gran lástima que el señor Godfrey, el mayor, guapo mozo de fisonomía franca y de buen carácter, que un día heredaría las propiedades, se pusiera a seguir el mismo camino que el hermano, como había parecido hacía poco. Si seguía de aquel modo, la señorita Nancy Lammeter acabaría por romper con él; porque se sabía muy bien que ella le trataba con mucha reserva desde la pascua de Pentecostés del año precedente, época en que había hablado mucho, porque Godfrey había pasado varios días sin volver a su casa.
Pasaba algo que no estaba bien, algo que no era común, era evidente, porque el señor Godfrey estaba lejos de tener el color fresco y la fisonomía abierta de antes.
En cierto momento todo el mundo decía: «¡Qué hermosa pareja harían él y la señorita Nancy!», y si ella llegara a ser la señora de la Casa Roja, iba a haber un buen cambio, porque los Lammeter estaban criados de modo que no podían soportar que se malgastara una pizca de sal. Sin embargo, todas las gentes de su casa obtenían lo que había de mejor, cada cual según su rango. Con una nuera así, el viejo squire realizaría economías, aun cuando no aportara un penique de dote; porque era de temer que, a pesar de sus rentas, el squire Cass tuviera más agujeros en el bolsillo que aquel por donde metía la mano. Pero si el señor Godfrey no cambiaba de conducta, podía decirle «adiós» a la señorita Nancy Lammeter.
Era ese Godfrey, que antes daba tantas esperanzas, el que estaba con las manos en los bolsillos de su saco y la espalda vuelta al juego, en el salón de obscuro artesonado, un día de noviembre de este decimoquinto año de la residencia de Silas Marner en Raveloe. La luz gris y mortecina iluminaba débilmente las paredes adornadas de fusiles, de látigos y de colas de zorro; los abrigos y los sombreros arrojados sobre las sillas; los jarros de plata que exhalaban un olor de cerveza aventada; el fuego medio apagado, y las pipas colocadas en los ángulos de las chimeneas; signos de una vida doméstica desprovista de todo encanto superior, con que la expresión de sombrío fastidio del rostro rubio de Godfrey estaba en triste armonía. Parecía escuchar como si esperara a alguien. Muy luego el ruido de pasos pesados, acompañados de silbidos, se hizo oír a través del gran vacío de la entrada del vestíbulo.
La puerta se abrió y entró un joven fornido y vulgar; tenía la cara encendida y el aire gratuitamente vencedor que caracteriza la primera faz de la embriaguez. Era Dunsey. Al verlo, el rostro de Godfrey perdió parte de su aspecto sombrío para tomar la expresión más activa del odio. El hermoso galgo negro que estaba acostado frente a la chimenea se retiró a un rincón, bajo una silla.
—¿Qué tal, maese Godfrey, qué me queréis?—dijo Dunsey en tono burlón—. Sois mi hermano mayor y mi superior; tenía, pues, que venir, puesto que me habéis hecho llamar.
—Pues bien; voy a deciros lo que quiero, pero antes sacudíos la borrachera, y escuchad, si os place—dijo Godfrey con acento furioso; el mismo había bebido más de la cuenta, a fin de convertir su tristeza en cólera ciega—. Quiero deciros que es preciso que le entregue al squire ese arriendo de Fowler, o que le advierta que os lo he dado; porque amenaza con el embargo, y todo se descubrirá, que yo lo informe o no. Acaba de declarar que le iba a encargar a Cox que procediera si Fowler no venía a pagar lo atrasado esta semana. El squire está sin dinero y está de un humor como para no soportar tonterías. Ya sabéis con qué os ha amenazado si os sorprendía otra vez despilfarrando su dinero. De modo que tratad de buscar esa suma, y lo más pronto posible, ¿habéis oído?
—¡Oh!—dijo Dunsey, riendo sardónicamente, mientras se acercaba a su hermano mirándole a la cara—, supongamos que vos mismo os proporcionarais el dinero, para evitarme esa molestia, ¿qué os parece? Puesto que fuisteis lo bastante bueno para entregármelo, no me neguéis la amabilidad de devolverlo en mi lugar; ya sabéis que fue por amor fraternal que procedisteis así.
Godfrey se mordió los labios y apretó los puños.
—No os acerquéis mirándome de ese modo, porque os aplasto.
—¡Oh! no, seríais incapaz de hacer eso—dijo Dunsey, girando sin embargo sobre los talones para alejarse—; bien sabéis que soy muy buen hermano. Podría haceros arrojar de casa y de la familia, y haceros desheredar cuando quisiera. Sí, yo le contaré al squire cómo se casó su hijo mayor con la linda Molly Tarren, y cuán desgraciada ha sido, pero que no ha podido vivir con esa esposa borracha; me deslizaría en vuestro lugar lo más cómodamente posible. Pero ya lo veis, me callo; soy tan conciliador y tan bueno. Estoy seguro de que lo haréis todo por mí. Estoy seguro de que os proporcionaréis por mí esas cien libras esterlinas.
—¿Cómo puedo proporcionarme ese dinero?—dijo Godfrey, trémulo de rabia—. No tengo oficio ni beneficio. Y vos mentís al decir que os deslizaríais en mi lugar; os haríais echar vos también, nada más. Porque si vos os ponéis a llevar chismes, yo haré otro tanto. Bob es el hijo favorito, lo sabéis perfectamente. Mi padre se daría por muy satisfecho con no volveros a ver.
—Poco importa—dijo Dunsey inclinando la cabeza hacia un costado, mientras que miraba por la ventana—. Me sería muy agradable partir en vuestra compañía; sois un hermano tan guapo, y siempre nos ha agradado tanto disputarnos; no sabría qué hacer sin vos. Pero preferís que los dos nos quedemos en casa, ya lo sé. De manera que os arreglaréis de modo de conseguir esa pequeña suma de dinero, y voy a deciros hasta la vista, bien que deplore dejaros.
Dunstan se marchaba, pero Godfrey se precipitó tras él y lo tomó del brazo, diciendo con un juramento:
—Os digo que no tengo dinero... que no puedo procurarme dinero.
—Pedidle prestado al viejo Kimble.
—Os digo que no quiere prestarme más y que no lo pediré.
—Bueno, entonces vended a Relámpago.
—Sí, eso es fácil decirlo. Necesito el dinero inmediatamente.
—Pues bien, no tenéis más que montarlo en la cacería de mañana. Bryce y Keating estarán seguramente. Os harán más de una oferta.
—Eso es, y volveré a casa a las ocho de la noche, salpicado de barro hasta las narices. Voy al baile que da la señora de Osgood celebrando su día.
—¡Ah! ¡ah!—dijo Dunsey, volviendo la cabeza de lado y tratando de hablar con una vocecita aflautada—. Y la linda señorita Nancy estará allí, y bailaremos con ella, y le prometeremos no ser malo, y volveremos a entrar en favor y...
—Tened la lengua al hablar de la señorita Nancy, pedazo de tonto—dijo Godfrey rojo de cólera—, u os estrangulo.
—¿Para qué?—dijo Dunsey, siempre con tono afectado, pero tomando un látigo de sobre la mesa y golpeándose con el cabo en la palma de la mano—. Se os presenta una buena ocasión. Os aconsejo que entréis en sus gracias; eso ahorraría tiempo, si Molly llegara a beber una gota de láudano de más, y os dejara viudo. Poco le importaría a la señorita Nancy ser la segunda, si lo ignorara. Y vos tenéis un excelente hermano que guardará bien vuestro secreto, y vos seréis muy amable con él.
—Voy a deciros lo que pasa—dijo Godfrey trémulo y vuelto a ponerse pálido—. Mi paciencia está casi agotada. Si fuerais algo más vivo, sabríais que es posible llevar a un hombre demasiado lejos y hacerle tan fácil franquear este o aquel obstáculo. No estoy seguro de no encontrarme ya en este punto; yo puedo también revelarle todo al squire. Por lo menos, no me seguiréis molestando, si no consigo otra cosa. Y, al fin y al cabo, tendrá que saber la verdad. Ella me ha amenazado con venir a decírselo todo en persona. Por consiguiente, no os jactéis de que vuestro silencio valga el precio que se os ocurra asignarle. Me arrancáis mi dinero de tal modo que no me queda ninguno para apaciguar a esa mujer y un día cumplirá sus amenazas. Le diré todo a mi padre. En cuanto a vos, idos al diablo.
Dunsey se dio cuenta de que había ido más allá de lo que debía, y que había llegado a un extremo en que el propio Godfrey, el hombre irresoluto, era capaz de tomar una resolución. Sin embargo, dijo con indiferencia:
—Como queráis; pero ante todo, voy a beber un trago de cerveza.
Y después de haber llamado, se recostó en dos sillas y se puso a golpear la repisa de la ventana con el mango del látigo.
Godfrey había permanecido de pie, con la espalda vuelta al fuego, agitando los dedos con inquietud en medio del contenido de los bolsillos de su saco, y con la mirada fija en el suelo. Su alto cuerpo musculoso estaba lleno de coraje físico; sin embargo, no le sugería ninguna decisión cuando los peligros que había que afrontar no consistían en acogotar a alguien. Su irresolución natural y su cobardía moral eran exageradas por una situación cuyas consecuencias temibles parecían hacer presión de todos lados con la misma fuerza.
Su irritación lo hubiera llevado en seguida a desafiar a Dunstan, y a anticiparse a todas las denuncias, si las miserias que le acarrearía el proceder así no le hubieran parecido más insoportables que el mal actual. Los resultados de una confesión no eran dudosos, eran seguros, mientras que la denuncia permanecía incierta.
De aquella incertidumbre, considerada de cerca, cayó en la duda y en la irresolución con un sentimiento de reposo. El hijo desheredado de un pequeño squire, igualmente poco dispuesto a trabajar la tierra y a mendigar, se sentía casi tan impotente como un árbol desarraigado que, favorecido por el suelo y la atmósfera, se habría desarrollado considerablemente en el propio sitio en que antes sólo era un retoño. Quizá hubiera llegado a considerar con cierta alegría el tener que labrar la tierra, si le fuera dable obtener a Nancy Lammeter a ese precio. Pero, puesto que tenía que perderla sin remedio, hiciera lo que hiciera, y la herencia también, puesto que tenía que romper todo vínculo, menos el que lo desagradaba y le quitaba todo motivo para reformarse, no podía imaginar que le quedara, después de la confesión de su falta, otro porvenir más que enrolarse como voluntario. Esa era la determinación más desesperada, después del suicidio, ante los ojos de las familias honorables.
¡No! Más valía para él fiarse al azar que a su propia resolución; más valía seguir sentado al festín, bebiendo el vino que le agradaba, aun con la espada suspendida sobre la cabeza y el terror en el corazón, antes que precipitarse en las tinieblas en que todo placer quedaría perdido para siempre. La última concesión que pudo hacerle a Dunstan a propósito del caballo, comenzó a parecerle fácil al lado del cumplimiento de la amenaza de su hermano. Sin embargo, su orgullo no le consintió que reanudara la conversación sin continuar la disputa. Dunstan lo esperaba y bebía la cerveza a sorbos más pequeños que de costumbre.
—Es muy propio de vos—exclamó Godfrey con acento amargo—el hablar con tanta indiferencia de la venta de Relámpago, la última cosa que me sea lícito llamar mía, y el más lindo animal que he tenido en mi vida. Si tuvieseis un asomo de orgullo, os daría vergüenza ver vacías nuestras caballerizas y que todo el mundo se burle de ello. Pero tengo la convicción de que venderíais vuestra propia persona aunque sólo fuera por tener el placer de hacerle sentir a alguien que ha hecho un mal negocio.
—Sí—dijo Dunstan con mucha calma—, me estáis haciendo justicia, a lo que veo. Vos sabéis que soy una perla cuando se trata de engatusar a las gentes para realizar un negocio. Es por esta razón que os aconsejo que me dejéis a mí el encargo de vender a Relámpago. Lo montaré mañana en la cacería, reemplazándoos, con mucho gusto. No tendré tanta apostura como vos en la silla, pero se admirará más al caballo que al jinete.
—Sí, eso es... ¡Confiaros mi caballo!
—Como gustéis—dijo Dunstan poniéndose a golpear otra vez el antepecho de la ventana, con aire del todo indiferente—. Sois vos mismo quien debe devolver el dinero a Fowler; eso no es cuenta mía. Vos recibisteis ese dinero cuando fuisteis a Bramcote, y fuisteis vos mismo quien le dijo al squire que no os habían pagado esa suma. Yo no tengo nada que ver con eso; vos tuvisteis la bondad de darme ese dinero, dejad eso quieto, a mí me es indiferente. Yo sólo trataba de serviros vendiendo el caballo, sabía que mañana no es cómodo ir tan lejos.
Godfrey permaneció en silencio durante un rato. Quería arrojarse sobre Dunstan, arrancarle el látigo de la mano, darle de azotes hasta ponerlo a dos dedos de la muerte, y ningún temor corporal lo hubiera detenido, si otra suerte de miedo, alimentado por sentimientos que podían más que su ira, no hubieran dominado su voluntad. Cuando volvió a hablar fue en tono casi conciliador.
—Bueno, no tenéis en la cabeza ninguna locura respecto del caballo, ¿eh? ¿Lo venderéis bien lealmente y me entregaréis el precio? De otro modo, ya lo sabéis, todo se lo llevará el diablo, porque no tengo otra tabla de salvación. Os agradará menos el desplomarme la casa encima, sabiendo que también os apretará a vos.
—Sí, sí, muy bien—dijo Dunstan, poniéndose de pie—.Estaba cierto de que acabaríais por mostraros razonable. Yo soy hombre capaz de hacerle tragar el anzuelo al viejo Bryce. Voy a conseguiros ciento veinte libras esterlinas por vuestro caballo, tan fácilmente como conseguiría un penique.
—Pero quizás lluevan chispas como llovió ayer; en tal caso no podréis ir a la cacería—dijo Godfrey, sin darse cuenta de si deseaba o no que surgiera ese impedimento.
—¡Llover!—exclamó Dunstan—, nada de eso, siempre he tenido suerte con el tiempo. Llovería, sin duda, si pensarais ir vos. Jamás tenéis triunfos en vuestros juegos, bien lo sabéis, porque yo los tengo todos. Vos ponéis la belleza y yo la muerte, de manera que tenéis que guardarme a vuestro lado como «porte-bonheur». ¡Bah! jamás haréis nada bueno sin mí.
—¡Que el diablo os confunda! Tened la lengua—dijo Godfrey impetuosamente—. No vayáis a emborracharos mañana; de otro modo podríais salir por las orejas al volver a casa y estropear a Relámpago.
—Tranquilizad vuestro corazón sensible—dijo Dunstan—. Jamás me habéis sorprendido bebiendo doble cuando tengo que hacer un trato; eso me echaría a perder la diversión. Por otra parte, cada vez que caigo, estoy seguro de caer parado.
Dicho esto, Dunstan salió haciendo golpear la puerta.
Dejó a Godfrey entregado a hacer amargas reflexiones sobre su situación personal, que se sucedían entonces de un día para el otro, cuando no estaba excitado por el sport, la bebida, los naipes, o por el placer más raro, pero menos susceptible de ser olvidado, de ver a la señorita Nancy Lammeter.
Los sufrimientos sutiles y variados, que nacen de la sensibilidad más delicada que acompaña a una cultura elevada, son quizás menos dignos de lástima que esa hosca privación de alegrías y de consuelos intelectuales, que obliga a los espíritus más groseros a permanecer constantemente frente a frente con su pesar y su descontento.
La vida de aquellos rústicos antepasados, que nos sentimos inclinados a considerar personajes prosaicos—de esos hombres cuya sola ocupación era cabalgar alrededor de sus propiedades, que se iban volviendo cada vez más pesados sobre sus monturas y pasaban el resto de sus días satisfaciendo de un modo despreocupado sus sentidos embotados por la monotonía—, su vida, digo, tenía, sin embargo, algo de patética.
Las calamidades los herían a ellos también y sus primeros errores les acarreaban duras consecuencias. Quizás un amor por una dulce joven, imagen de pureza, de orden y de tranquilidad, había abierto sus miradas ante la visión de una existencia en que los días no hubieran parecido demasiado largos, aun sin los excesos de la intemperancia. Pero la doncella había desaparecido y la visión se había disipado. Entonces, ¿qué les restaba, sobre todo si se habían vuelto demasiado pesados para la caza, a caballo, o para cargar un fusil a través de los surcos? Nada, si no es beber y alegrarse, o beber e irritarse, con tal de que no fueran esclavos de la vanidad, y pudieran repetir largamente, con caluroso énfasis, las cosas que ya habían contado muchas veces durante el año.
Seguramente que entre esos hombres, de tez rubicunda y mirada hosca había algunos que, gracias a su bondad natural, no se sentían siempre impulsados a la brutalidad, aún en medio de sus extravíos. Esos, en la época en que sus mejillas estaban frescas, habían sentido la punta acerada del pesar y del remordimiento. Habían sido heridos por las cañas en que se apoyaban, o bien, sin reflexionar, habían metido sus miembros en cepos de los que nadie podía libertarles.
En esas tristes circunstancias, comunes a todos nosotros, era imposible que el pensamiento de esos hombres no encontrara algún sitio de reposo, fuera del círculo continuamente trillado de su historia insignificante.
Tal era, por lo menos, la condición de Godfrey Cass, al cumplir los veintiséis años. Un movimiento de remordimientos, secundado por esas pequeñas influencias indefinibles que todas las relaciones personales ejercen sobre una naturaleza flexible, lo había impulsado a contraer un matrimonio secreto, que era un estigma en su existencia. Era una fea historia de pasión vulgar, de ilusión y de desilusión, que no hay para qué sacar de la celda secreta de los recuerdos amargos de Godfrey.
Este sabía desde hacía tiempo que le había sido debida en parte a un lazo que le tendió Dunstan, quien había visto en aquel casamiento degradante de su hermano el medio de satisfacer a su vez su odio celoso y su codicia. Y si Godfrey hubiera podido considerarse simplemente como una víctima, la irritación que le causaba el freno de hierro que el destino le había puesto en la boca, le hubiera sido menos insoportable.
Si las maldiciones que pronunciaba a media voz, cuando estaba sólo, no hubiesen tenido otro objeto que la treta diabólica de Dunstan, le hubiera sido posible tener menos espanto a las consencuecias de su confesión. Pero le restaba otra cosa que maldecir: su locura y sus vicios personales, que ahora le parecían insensatos y tan inexplicables como lo son casi todas nuestras locuras y nuestros vicios, cuando la causa que los ha provocado ha desaparecido desde hace largo tiempo.
Durante cuatro años había pensado en Nancy Lammeter, y la había buscado, con un culto secreto y paciente, como a una mujer que lo hacía soñar alegremente en el porvenir. Ella sería su esposa, y que su hogar fuera encantador, más encantador que el del squire en sus mejores días, y le sería fácil, cuando ella estuviera siempre junto a él, hacer a un lado aquellas estúpidas costumbres que no eran placeres, sino sólo una manera febricitante de engañar la ociosidad.
Godfrey, cuyos gustos eran esencialmente domésticos, había sido criado en una casa cuyo hogar no tenía sonrisas, y en la que los hábitos cotidianos no eran rígidos por la presencia del orden interior. Su carácter fácil le había hecho adoptar sin resistencia el género de vida de su familia, pero el deseo de algún afecto tierno y duradero, el deseo ardiente de soportar alguna influencia que le facilitara la procura del bienestar que prefería, hacían ante sus ojos que la limpieza, la pureza, el buen orden y la liberalidad de la casa Lammeter—iluminada por la sonrisa de Nancy—fuesen iguales a esas horas frescas y brillantes de la mañana, en que las tentaciones dormitan, y sólo se oye la voz del ángel bueno que invita al trabajo, a la sobriedad y a la paz.
Y, sin embargo, la esperanza de ese paraíso no había bastado para salvarlo de los extravíos que lo excluían siempre. En vez de apretar con mano firme el sólido cordón de seda, por medio del cual Nancy lo hubiera llevado sano y salvo a las rientes riberas en que la marcha es fácil y segura, se había dejado llevar hacia atrás en medio del fango y del lodo, y allí, era inútil debatirse. Se había creado vínculos que le vedaban todo móvil saludable de reacción y que lo exasperaban sin cesar.
Sin embargo, había una situación peor aún; la que le esperaba cuando el vil secreto se descubriera; así es que el deseo que siempre triunfaba en él de todos los demás, era alejar al desgraciado día en que tendría que soportar las consecuencias del resentimiento violento de su padre por la herida causada al orgullo de su familia, en la que tendría que renunciar quizás a aquel bienestar y a aquella dignidad hereditaria que, al fin y al cabo, era una razón para vivir, llevando consigo la incertidumbre de que estaba proscripto para siempre de la vista y de la estima de Nancy Lammeter.
Cuanto más se prolongara el plazo, mayor era la probabilidad de verse libre, por lo menos, de algunas de las consecuencias odiosas a que había librado su ser—más ocasiones le quedaban de gozar el extraño placer de ver a Nancy y de recoger las débiles muestras de un resto de afecto por él. Era impulsado hacia ese placer por accesos, y frecuentemente, después de haber pasado semanas enteras evitando a la joven; cuando la veía a lo lejos como un ángel de alas brillantes—premio radioso cuya vista lo excitaba a precipitarse hacia adelante—, sentía más que nunca el peso de sus crueles cadenas.
Uno de esos accesos lo poseía en aquel momento, y el ardor de su pasión hubiera bastado para que confiara Relámpago a Dunstan antes que defraudar aquel deseo, si otra razón más no hubiera para que tomara parte en la cacería del día siguiente. Esa razón dependía de la circunstancia de que la cita debía tener lugar cerca de Batterley, aldea en que vivía su desgraciada esposa, cuya imagen se le hacía cada vez más odiosa. Para la imaginación de Godfrey aquella mujer vagaba por todos los alrededores. El yugo que un hombre se crea con sus malas acciones, engendra el odio en las mayores naturalezas, y el alegre y afectuoso Godfrey Cass se agriaba rápidamente. Crueles tentaciones lo asediaban, pareciendo entrar y salir en su corazón como demonios que habían encontrado en él alojamiento preparado.
¿Qué iba a hacer aquella tarde para pasar el tiempo? Al fin y al cabo, ¿por qué no iría a la taberna del Arco Iris para ver qué se decía de la riña de gallos? Todo el mundo iba allí, y, ¿en qué otra cosa podía pasar el rato, bien que a él no le preocuparía nada aquella diversión? La pequeña galga negra, que se había parado frente a él y lo había mirado fijamente durante un buen rato, se impacientó y saltó a las rodillas de su amo para recibir la caricia acostumbrada. Pero Godfrey la rechazó sin mirarla y salió de la pieza. La perra lo siguió humildemente y sin rencor, quizá porque no tenía otra cosa en perspectiva.
28 marzo 2008
Silas Maner de GEORGE ELIOT (Cap-2)
Es algunas veces difícil, aun a las personas cuya existencia ha sido amplificada por la instrucción, el mantener con firmeza sus opiniones sobre la vida, su fe en lo invisible, y el sentimiento que realmente les causaran las alegrías y los pesares del pasado, cuando son bruscamente trasladados a otro país.
Porque allí, las gentes que los rodean no saben nada a su respecto y no comparten ninguna de sus ideas; allí, además, la madre tierra, presenta otro seno, y la vida humana reviste otras formas que aquellas que alimentaron sus corazones.
Las almas arrancadas a su antigua fe y a sus antiguos afectos, han buscado quizá esa influencia del destierro, que, como el agua de Leteo, borra el pasado. Ella lo torna confuso, porque aquellos símbolos se han desvanecido, y también torna vago el presente, porque no lo sostiene ningún recuerdo. Pero, ni aun la experiencia de esas almas les permite figurarse claramente lo que sintió un simple tejedor como Silas Marner, cuando abandonó su pueblo y sus amigos para irse a establecer a Raveloe.
Nada más distinto de su ciudad natal, situada en una de las faldas de las colinas que se extendían a lo lejos, como aquella región baja y boscosa, en que los cercos y los árboles de follaje espeso la ocultaban a la vista del cielo.
Cuando se levantaba, en la tranquilidad profunda de la mañana, miraba afuera las zarzas cubiertas de rocío, y las matas vigorosas de hierbas; no veía nada que pudiese tener relación con aquella vida concentrada en el Patio de la Linterna, aquella vida que antes era el santuario de las altas dispensaciones en su favor. Los muros blanqueados; los pequeños bancos, en que las personas que se tenía costumbre de ver entraban evitando el roce de sus vestidos, y donde una primera vez bien conocida, y luego otra y otra, hacían su pequeña oración, cada una en su tono particular, pronunciando frases ocultas y familiares, como el amuleto llevado sobre el corazón; el púlpito en que se postran, inclinándose hacia un lado y otro, hojeando la Biblia según su costumbre, dispersaba una doctrina incontestada; hasta las pausas entre las estrofas del himno, mientras que se lo leía, y la elevación intermitente de la voz durante el canto; todo eso había sido para Marner el camino de las influencias divinas; era el alimento y el refugio de sus emociones religiosas, el cristianismo y el reino de Dios en la tierra.
Un tejedor que encuentra frases difíciles de comprender en su libro de himnos, no sabe nada de las abstracciones: es como el niño que nada sabe del amor maternal, y no conoce más que un rostro y un seno hacia los cuales tiende los brazos para buscar en ellos un refugio y alimento.
¿Y qué cosa podrá haber más distinta en aquel mundo del Patio de la Linterna que aquel mundo de Raveloe? Pastores que parecían vivir la ociosidad en medio de una abundancia descuidada; la gran iglesia rodeada de un vasto cementerio, y que los aldeanos miraban vagando delante de sus puertas durante los oficios; los cortijeros de rostro rubicundo, los unos caminando lentamente por las calles; los otros entrando a la taberna del Arco Iris, habitaciones en que los hombres cenaban copiosamente y dormían de noche a la luz del hogar, y donde, las mujeres parecían acopiar una provisión de ropa para la vida futura.
No había labios en Raveloe que pudieran dejar caer una palabra capaz de despertar la fe adormecida de Marner, y hacer experimentar una sensación de dolor.
En las primeras edades del mundo, como es sabido, se creía que cada territorio estaba habitado y gobernado por sus propias divinidades. Así es que un hombre que atravesara las alturas limítrofes, podía encontrarse fuera del alcance de los dioses de su país, cuya presencia estaba confinada en las corrientes de agua, en las colinas y en el seno de los sotos, en cuyo seno había vivido desde su nacimiento. Y el pobre Silas sentía algo que no carecía de parecido con los sentimientos de esos hombres primitivos, cuando, impulsado por el miedo o por su humor sombrío, huían de ese modo las miradas de una divinidad enemiga.
Le parecía que el poder en que había puesto en vano su confianza, en las calles de su ciudad y en las reuniones piadosas, se encontraba muy lejos de aquella tierra en que se había refugiado, en que los hombres vivían despreocupados, en la abundancia, sin saber nada y sin sentir la necesidad de aquella confianza que para él se había convertido en amargura. Las pocas luces que poseía esparcían sus rayos tan débilmente, que su creencia perdida formaba una niebla bastante espesa como para formar en su alma las tinieblas de la noche.
Su primer movimiento, después del choque, fue ponerse a trabajar. Después continuó en la labor sin remisión. Ahora ya no se preguntaba para qué había ido a Raveloe; tejía hasta altas horas de la noche para acabar la pieza de lienzo de mesa que le encargara la señora Osgood antes de la fecha prometida, sin pensar en el dinero que se le daría por su trabajo.
Parecía tejer como la araña, por instinto, sin reflexión. El trabajo que todo hombre prosigue con asiduidad, tiende, de ese modo, a volverse un fin por sí mismo, haciéndole salvar de este modo los vacíos sin atractivos de su existencia. La mano de Silas se complacía en manejar la lanzadera, y sus ojos se distraían al ver los pequeños cuadros del tejido completarse bajo sus esfuerzos.
Además, había que satisfacer las exigencias del hambre, y Silas, en su soledad, tenía que proporcionarse su desayuno, su almuerzo, y su comida, ir a buscar agua al pozo y poner la olla sobre el fuego. Todas esas necesidades imperiosas, junto con el trabajo en el telar, contribuían a reducir su vida a la actividad ciega de un insecto tejedor. Odiaba la idea del pasado, nada lo impulsaba a amar a los extraños en medio de los cuales vivía, o asociarse con ellos; y el porvenir sólo era tinieblas, porque ningún amor invisible pesaba en él. Sus pensamientos estaban detenidos por una perplejidad completa, ahora que su camino estrecho de antaño estaba cerrado, y sus efectos parecían haber sido aniquilados por el golpe que había lacerado sus fibras más sensibles.
Por fin, el lienzo de mesa de la señora Osgood fue terminado, y Silas recibió oro en pago. Su ganancia, en su ciudad natal, donde trabajaba para un mayorista, era menos que en Raveloe; se le pagaba por semana, y una gran parte de aquel salario hebdomadario se iba en obras de piedad y de caridad. Ahora, por primera vez en su vida, le habían puesto cinco hermosas guineas en la mano; nadie se proponía compartirlas con él, y él no quería lo bastante a ningún hombre para ofrecerle una parte. Pero, ¿qué valor tenían las guineas ante los ojos de Marner, que no veía más perspectiva que la de innumerables días de trabajo en su telar?
Era inútil que se hiciera esta pregunta, porque le era agradable recibirlas en el hueco de su mano y mirar sus efigies brillantes. Eran suyas por completo: constituían otro elemento de su existencia, análogo al trabajo y a la satisfacción del hombre, un elemento de naturaleza completamente extraño a la vida de creencia y de amor de que estaba privado.
El tejedor había conocido el contacto del dinero penosamente ganado, aun antes de que la palma de su mano se hubiera desarrollado por completo. Durante años, el dinero misterioso había sido para él un símbolo de los bienes terrenales y el objeto inmediato del trabajo.
Marner parecía estimarlo poco en los días en que cada penique tenía para él su destino; porque ese destino, lo amaba entonces. Pero ahora que todo objeto había desaparecido, aquel hábito de esperar el dinero y de recibirle con el sentimiento del esfuerzo cumplido, formaba un suelo bastante profundo para recibir las semillas del deseo; así fue que Silas, al volver a su casa a través de los campos, durante el crepúsculo, sacó el dinero de su bolsillo y le pareció que brillaba más en la obscuridad creciente.
Por esta época se produjo un incidente que pareció hacer posibles las relaciones amistosas entre él y sus vecinos. Un día que llevaba a remendar un par de zapatos, vio a la mujer del zapatero sentada junto al fuego, presa de los síntomas terribles de una enfermedad al corazón y de la hidropesía, síntomas que Silas había observado en su propia madre, y que habían sido los anunciadores de su muerte.
Aquella vista y aquel recuerdo le inspiraron un arranque de piedad. Recordó el alivio que la enferma había sentido tomando una preparación sencilla de digital, le prometió a Sally Oates que le llevaría algo que le haría bien, puesto que las medicinas del doctor no la mejoraban. Al hacer aquel acto de caridad, Silas sintió por primera vez, desde su llegada a Raveloe, un sentimiento que, al unir su vida presente a su vida pasada, hubiera podido comenzar a librarlo de aquella especie de existencia de insecto, en que su naturaleza había degenerado.
Entretanto, la enfermedad de Sally Oates lo había elevado al rango de un personaje muy interesante, muy importante en el vecindario, y el hecho de que había mejorado bebiendo la droga de Silas, se volvió un tema general de conversación. Cuando el doctor Kimble recetaba una medicina, era natural que produjera su efecto; pero cuando un tejedor, que venía no se sabe de dónde, hacía maravillas con un frasco de agua parda, el carácter oculto del procedimiento se volvía evidente. No se había visto nada parecido desde la muerte de la bruja de Tarley, y ésta lo mismo se servía de drogas que de hechizos. Todos iban a verla cuando los niños tenían convulsiones. Silas Marner debía ser una persona como ella; porque, ¿cómo sabía lo que le devolvería la respiración a Sally Oates, si no poseía algo más que eso? La bruja conocía palabras que murmuraba muy despacio, de modo que no se le podía oír nada. Si al mismo tiempo ataba un hilo encarnado alrededor del dedo gordo del pie del niño, éste quedaba libre de la hidropesía del cerebro. Había además en Raveloe unas mujeres que habían usado unas almohadillas de la bruja, atadas al cuello, lo que dio por resultado que nunca tuvieran un hijo idiota como el de Ana Coulter. Silas Marner era probablemente capaz de hacer otro tanto, y aun más; ahora se veía muy bien por qué había venido de un país desconocido, y por qué tenía una fisonomía tan rara. Pero era preciso que Sally Oates no se lo fuera a decir al señor Kimble, porque el doctor no tomaría a bien lo que había hecho Marner. Siempre estaba irritado contra la bruja, y amenazaba a los que iban a consultarle con no volverlos a asistir.
Silas se vio entonces bruscamente asaltado en su choza, ya sea por madres que deseaban que, por medio de sortilegios, les curara la tos convulsa a sus hijos, o que a ellas mismas les hiciera bajar la leche; ya sea por hombres que necesitaban drogas contra los reumatismos o los nudos en los dedos.
Para evitar una negativa, los solicitantes llevaban dinero en el hueco de la mano.
Silas hubiera podido hacer un proficuo comercio con sus hechizos supuestos y su pequeña lista de drogas; pero el dinero ganado de ese modo no le tentaba.
Nunca había tenido malas inclinaciones, y con irritación creciente, despedía a las gentes unas tras otras, porque la noticia de que era brujo se había esparcido hasta Tarley; así es que transcurrió mucho tiempo antes de que se dejara de hacer largos trayectos con el objeto de pedirle ayuda.
Entonces, la esperanza en su poder oculto se convirtió en temor. No se le creía absolutamente cuando afirmaba que no conocía hechizos, y que no podía hacer curas, y toda persona, hombre o mujer, que tenía un ataque o le ocurría un accidente después de haberse dirigido a él, atribuía aquella desgracia a las miradas irritadas de maese Marner. De modo que aquel movimiento de piedad por Sally Oates, que le había inspirado un sentimiento efímero de fraternidad, aumentó la repulsión que existía entre él y sus vecinos, volviendo más completo su aislamiento.
Poco a poco las guineas, las coronas y las medias coronas se fueron amontonando, y Marner fue sacando cada vez menos para sus necesidades, tratando de resolver el problema de conservar bastantes fuerzas para trabajar diez y seis horas diarias, gastando lo menos posible. ¿No hay hombres que, encerrados en la soledad de una cárcel, han encontrado alguna distracción en marcar el curso del tiempo en las paredes, trazando líneas rectas de cierto largo, hasta que el aumento de esas líneas, formando triángulos, se volviera en ellas un objeto predominante? ¿No engañamos las horas de ocio o las impaciencias de la espera repitiendo algún movimiento o algún sonido insignificante hasta que esa repetición crea en nosotros una necesidad, que es el origen de un hábito?
Eso nos ayudará a comprender cómo la costumbre de juntar dinero se vuelve una pasión absorbente en aquellos hombres, cuya imaginación no les muestra más objetivo que su tesoro cuando empiezan a aglomerarlo.
Marner deseaba ver las pilas de a diez formar un cuadrado, luego un cuadrado más grande; y cada guinea agregada, siendo en sí misma una satisfacción creaba un nuevo deseo. En este extraño mundo, que se había vuelto para él un enigma indescifrable, hubiera podido, si hubiera tenido una naturaleza menos ardiente, sentarse frente a su bastidor y trabajar sin tregua, pensando en la realización de su propósito y de su tela, hasta olvidar el enigma y todo lo demás, excepto, las sensaciones del momento; pero el dinero había venido a dividir su trabajo en períodos, y no solamente aquel dinero aumentaba, sino que se quedaba con él. Comenzó a creer que el metal, lo mismo que el telar, tenía conciencia de su poseedor, y por nada hubiera querido cambiar esas monedas, que se habían vuelto sus íntimas, por otras de efigies desconocidas.
Las apilaba, las contaba, hasta que su forma y su color produjeran en él efecto agradable del aplacamiento de la sed. Sin embargo, sólo era por la noche, cuando había concluido su trabajo, que las sacaba para gozar de su compañía.
Había sacado unos ladrillos del suelo, debajo del telar, y había hecho un agujero en el que colocó la olla de hierro que contenía las guineas y las monedas de plata. Cubría los ladrillos con arena siempre que los volvía a colocar en su sitio.
No era que la idea del robo se presentara a menudo o claramente a su espíritu. En esa época, no era raro que en los distritos de provincia se procediera como lo hacía Marner; era cosa sabida que había campesinos en la parroquia de Raveloe, que guardaban sus economías en sus casas, probablemente escondidas en sus colchones de lana; pero sus místicos vecinos, bien que no fueran todos tan honrados como sus antecesores de los tiempos del rey Alfredo, no tenían imaginación bastante atrevida como para premeditar un robo con efracción. Y, ¿cómo hubiera podido gastar el dinero en su aldea sin traicionarse? Se hubieran visto obligados a fugarse, resolución tan ciega y tan temeraria como la de viajar en globo.
Así, año tras año, Silas Marner había vivido en aquella soledad. Las guineas habían ido aumentando en la olla de hierro, y su existencia se había limitado y endurecido de más en más, hasta no ser más que una simple pulsación del deseo y de la satisfacción, pulsación que no tenía ninguna atinencia con ninguna otra criatura humana.
Su vida se había limitado a la acción de tejer y de atesorar, sin tener ningún fin a que tendiera su acción. Este mismo género de transformación lo han sufrido quizá hombres más instruidos, cuando han visto desvanecerse su fe o su amor; sólo que en vez de concretarse a un oficio y a un montón de guineas, han proseguido alguna investigación erudita, algún plan ingenioso, o alguna teoría bien ingeniada.
El rostro y la estatura de Marner se contrajeron y se encorvaron de un modo extraño y constante, para adaptarse mecánicamente a los objetos que lo rodeaban, de modo que producía la misma impresión que una manija o un tubo encorvado, accesorios que no significan nada cuando están separados del objeto de que forman parte. Los ojos prominentes, que antes parecían confiados y soñadores, se hubiese dicho ahora que no le habían sido dado más que para ver una sola especie de cosa muy pequeña, como grano muy menudo, que buscaban por todas partes; en fin, Marner estaba ajado y tan amarillo, que, bien que no tuviera aún cuarenta años, los niños lo llamaban siempre el «viejo Marner».
Sin embargo, aun en esta faz de decrepitud, ocurrió un incidente que demostró que la savia del afecto no se había agotado por completo en su corazón. Una de sus tareas cotidianas era ir a buscar agua a un pozo que estaba algo apartado de su casa. Con ese objeto, desde su llegada a Raveloe tenía un gran cántaro de barro pardo, que conservaba como el utensilio más precioso que poseyera entre las comodidades muy escasas que se había concedido. Ese cántaro había sido su compañero durante doce años. Siempre había estado parado en el mismo sitio, y siempre le había extendido el asa desde el amanecer, de suerte que la forma de aquel vaso revestía a los ojos de Silas la expresión de una amabilidad solícita. Además, el contacto del asa en la palma de la mano, le proporcionaba un placer inseparable del de tener agua fresca y limpia.
Un día, al volver del pozo, tropezó contra la traviesa de una cerca, y el cántaro de barro, al caer con fuerza sobre las piedras de la bóveda de un foso, se rompió en tres pedazos. Silas los recogió y los llevó a su casa muy apesadumbrado. El cántaro ya no podía servir; sin embargo, armó los pedazos, y, como recuerdo, colocó aquella ruina en su sitio acostumbrado.
Tal era la historia de Silas Marner hasta el decimoquinto año de su estancia en Raveloe. Todo el día se lo pasaba sentado frente al bastidor, con los oídos llenos de su ruido monótono, y los ojos pegados al lento progreso del lienzo uniforme y plomizo. El movimiento de sus músculos se repetía a intervalos tan iguales, que sus pausas parecían ser una molestia casi tan grande como la detención de la respiración.
Pero por la noche venían sus delicias; por la noche cerraba los postigos, trancaba las puertas y sacaba su oro. Desde hacía mucho tiempo el montón se había vuelto demasiado grande para caber en la olla de hierro, y había fabricado, para guardar las monedas, dos gruesas bolsas de cuero, que no perdían sitio en su lugar de reposo, porque lo dúctil de la envoltura las hacía adaptarse a todos los rincones.
¡Qué brillantes eran las guineas cuando corrían la abertura negra del cuero! La plata no entraba más que en pequeña proporción, en el total de la suma, comparada con el oro, porque las grandes piezas de tela que formaban el trabajo principal de Silas, eran siempre pagadas en parte con oro, y la plata la dedicaba a sus necesidades materiales, escogiendo siempre los chelines, y los medios chelines para los gastos de esta naturaleza.
Las guineas eran las que más le gustaban; pero no quería cambiar las monedas grandes de plata; las coronas y las medias coronas que había ganado él mismo, y que eran el fruto de su labor, también le agradaban.
Hacía montones con las monedas y hundía en ellos las manos; después las contaba y formaba pilas regulares; apretaba la redondez de su contorno entre el pulgar y los otros dedos, y pensaba con cariño en las guineas que todavía estaban ganadas a medias con el tejido, como si fueran criaturas que estuvieran por nacer; pensaba en las guineas que vendrían lentamente en los años futuros, que vendrían durante su existencia, cuyo curso se extendía muy lejos frente a él y cuyo fin estaba completamente velado por innumerables días de trabajo.
¿Habría de qué sorprenderse de que su pensamiento estuviera siempre absorto por su telar y su tesoro, cuando tenía que recorrer los campos y los caminos para ir a llevar y traer trabajo, y que sus pasos ya no vagaran por las orillas de los cercos, en busca de las plantas familiares? Ellas también pertenecían a aquel pasado a que su vida se había substraído. Así las aguas de un arroyo descienden mucho más abajo de los bordes herbosos que limitan el antiguo ancho de su lecho, para volverse el trémulo hilo de agua que se traga un surco en la arena estéril.
Pero por el día de Navidad de ese decimoquinto año, otro grande acontecimiento se produjo en la existencia de Marner, y su historia se confundió de un modo singular con la vida de sus vecinos.
Porque allí, las gentes que los rodean no saben nada a su respecto y no comparten ninguna de sus ideas; allí, además, la madre tierra, presenta otro seno, y la vida humana reviste otras formas que aquellas que alimentaron sus corazones.
Las almas arrancadas a su antigua fe y a sus antiguos afectos, han buscado quizá esa influencia del destierro, que, como el agua de Leteo, borra el pasado. Ella lo torna confuso, porque aquellos símbolos se han desvanecido, y también torna vago el presente, porque no lo sostiene ningún recuerdo. Pero, ni aun la experiencia de esas almas les permite figurarse claramente lo que sintió un simple tejedor como Silas Marner, cuando abandonó su pueblo y sus amigos para irse a establecer a Raveloe.
Nada más distinto de su ciudad natal, situada en una de las faldas de las colinas que se extendían a lo lejos, como aquella región baja y boscosa, en que los cercos y los árboles de follaje espeso la ocultaban a la vista del cielo.
Cuando se levantaba, en la tranquilidad profunda de la mañana, miraba afuera las zarzas cubiertas de rocío, y las matas vigorosas de hierbas; no veía nada que pudiese tener relación con aquella vida concentrada en el Patio de la Linterna, aquella vida que antes era el santuario de las altas dispensaciones en su favor. Los muros blanqueados; los pequeños bancos, en que las personas que se tenía costumbre de ver entraban evitando el roce de sus vestidos, y donde una primera vez bien conocida, y luego otra y otra, hacían su pequeña oración, cada una en su tono particular, pronunciando frases ocultas y familiares, como el amuleto llevado sobre el corazón; el púlpito en que se postran, inclinándose hacia un lado y otro, hojeando la Biblia según su costumbre, dispersaba una doctrina incontestada; hasta las pausas entre las estrofas del himno, mientras que se lo leía, y la elevación intermitente de la voz durante el canto; todo eso había sido para Marner el camino de las influencias divinas; era el alimento y el refugio de sus emociones religiosas, el cristianismo y el reino de Dios en la tierra.
Un tejedor que encuentra frases difíciles de comprender en su libro de himnos, no sabe nada de las abstracciones: es como el niño que nada sabe del amor maternal, y no conoce más que un rostro y un seno hacia los cuales tiende los brazos para buscar en ellos un refugio y alimento.
¿Y qué cosa podrá haber más distinta en aquel mundo del Patio de la Linterna que aquel mundo de Raveloe? Pastores que parecían vivir la ociosidad en medio de una abundancia descuidada; la gran iglesia rodeada de un vasto cementerio, y que los aldeanos miraban vagando delante de sus puertas durante los oficios; los cortijeros de rostro rubicundo, los unos caminando lentamente por las calles; los otros entrando a la taberna del Arco Iris, habitaciones en que los hombres cenaban copiosamente y dormían de noche a la luz del hogar, y donde, las mujeres parecían acopiar una provisión de ropa para la vida futura.
No había labios en Raveloe que pudieran dejar caer una palabra capaz de despertar la fe adormecida de Marner, y hacer experimentar una sensación de dolor.
En las primeras edades del mundo, como es sabido, se creía que cada territorio estaba habitado y gobernado por sus propias divinidades. Así es que un hombre que atravesara las alturas limítrofes, podía encontrarse fuera del alcance de los dioses de su país, cuya presencia estaba confinada en las corrientes de agua, en las colinas y en el seno de los sotos, en cuyo seno había vivido desde su nacimiento. Y el pobre Silas sentía algo que no carecía de parecido con los sentimientos de esos hombres primitivos, cuando, impulsado por el miedo o por su humor sombrío, huían de ese modo las miradas de una divinidad enemiga.
Le parecía que el poder en que había puesto en vano su confianza, en las calles de su ciudad y en las reuniones piadosas, se encontraba muy lejos de aquella tierra en que se había refugiado, en que los hombres vivían despreocupados, en la abundancia, sin saber nada y sin sentir la necesidad de aquella confianza que para él se había convertido en amargura. Las pocas luces que poseía esparcían sus rayos tan débilmente, que su creencia perdida formaba una niebla bastante espesa como para formar en su alma las tinieblas de la noche.
Su primer movimiento, después del choque, fue ponerse a trabajar. Después continuó en la labor sin remisión. Ahora ya no se preguntaba para qué había ido a Raveloe; tejía hasta altas horas de la noche para acabar la pieza de lienzo de mesa que le encargara la señora Osgood antes de la fecha prometida, sin pensar en el dinero que se le daría por su trabajo.
Parecía tejer como la araña, por instinto, sin reflexión. El trabajo que todo hombre prosigue con asiduidad, tiende, de ese modo, a volverse un fin por sí mismo, haciéndole salvar de este modo los vacíos sin atractivos de su existencia. La mano de Silas se complacía en manejar la lanzadera, y sus ojos se distraían al ver los pequeños cuadros del tejido completarse bajo sus esfuerzos.
Además, había que satisfacer las exigencias del hambre, y Silas, en su soledad, tenía que proporcionarse su desayuno, su almuerzo, y su comida, ir a buscar agua al pozo y poner la olla sobre el fuego. Todas esas necesidades imperiosas, junto con el trabajo en el telar, contribuían a reducir su vida a la actividad ciega de un insecto tejedor. Odiaba la idea del pasado, nada lo impulsaba a amar a los extraños en medio de los cuales vivía, o asociarse con ellos; y el porvenir sólo era tinieblas, porque ningún amor invisible pesaba en él. Sus pensamientos estaban detenidos por una perplejidad completa, ahora que su camino estrecho de antaño estaba cerrado, y sus efectos parecían haber sido aniquilados por el golpe que había lacerado sus fibras más sensibles.
Por fin, el lienzo de mesa de la señora Osgood fue terminado, y Silas recibió oro en pago. Su ganancia, en su ciudad natal, donde trabajaba para un mayorista, era menos que en Raveloe; se le pagaba por semana, y una gran parte de aquel salario hebdomadario se iba en obras de piedad y de caridad. Ahora, por primera vez en su vida, le habían puesto cinco hermosas guineas en la mano; nadie se proponía compartirlas con él, y él no quería lo bastante a ningún hombre para ofrecerle una parte. Pero, ¿qué valor tenían las guineas ante los ojos de Marner, que no veía más perspectiva que la de innumerables días de trabajo en su telar?
Era inútil que se hiciera esta pregunta, porque le era agradable recibirlas en el hueco de su mano y mirar sus efigies brillantes. Eran suyas por completo: constituían otro elemento de su existencia, análogo al trabajo y a la satisfacción del hombre, un elemento de naturaleza completamente extraño a la vida de creencia y de amor de que estaba privado.
El tejedor había conocido el contacto del dinero penosamente ganado, aun antes de que la palma de su mano se hubiera desarrollado por completo. Durante años, el dinero misterioso había sido para él un símbolo de los bienes terrenales y el objeto inmediato del trabajo.
Marner parecía estimarlo poco en los días en que cada penique tenía para él su destino; porque ese destino, lo amaba entonces. Pero ahora que todo objeto había desaparecido, aquel hábito de esperar el dinero y de recibirle con el sentimiento del esfuerzo cumplido, formaba un suelo bastante profundo para recibir las semillas del deseo; así fue que Silas, al volver a su casa a través de los campos, durante el crepúsculo, sacó el dinero de su bolsillo y le pareció que brillaba más en la obscuridad creciente.
Por esta época se produjo un incidente que pareció hacer posibles las relaciones amistosas entre él y sus vecinos. Un día que llevaba a remendar un par de zapatos, vio a la mujer del zapatero sentada junto al fuego, presa de los síntomas terribles de una enfermedad al corazón y de la hidropesía, síntomas que Silas había observado en su propia madre, y que habían sido los anunciadores de su muerte.
Aquella vista y aquel recuerdo le inspiraron un arranque de piedad. Recordó el alivio que la enferma había sentido tomando una preparación sencilla de digital, le prometió a Sally Oates que le llevaría algo que le haría bien, puesto que las medicinas del doctor no la mejoraban. Al hacer aquel acto de caridad, Silas sintió por primera vez, desde su llegada a Raveloe, un sentimiento que, al unir su vida presente a su vida pasada, hubiera podido comenzar a librarlo de aquella especie de existencia de insecto, en que su naturaleza había degenerado.
Entretanto, la enfermedad de Sally Oates lo había elevado al rango de un personaje muy interesante, muy importante en el vecindario, y el hecho de que había mejorado bebiendo la droga de Silas, se volvió un tema general de conversación. Cuando el doctor Kimble recetaba una medicina, era natural que produjera su efecto; pero cuando un tejedor, que venía no se sabe de dónde, hacía maravillas con un frasco de agua parda, el carácter oculto del procedimiento se volvía evidente. No se había visto nada parecido desde la muerte de la bruja de Tarley, y ésta lo mismo se servía de drogas que de hechizos. Todos iban a verla cuando los niños tenían convulsiones. Silas Marner debía ser una persona como ella; porque, ¿cómo sabía lo que le devolvería la respiración a Sally Oates, si no poseía algo más que eso? La bruja conocía palabras que murmuraba muy despacio, de modo que no se le podía oír nada. Si al mismo tiempo ataba un hilo encarnado alrededor del dedo gordo del pie del niño, éste quedaba libre de la hidropesía del cerebro. Había además en Raveloe unas mujeres que habían usado unas almohadillas de la bruja, atadas al cuello, lo que dio por resultado que nunca tuvieran un hijo idiota como el de Ana Coulter. Silas Marner era probablemente capaz de hacer otro tanto, y aun más; ahora se veía muy bien por qué había venido de un país desconocido, y por qué tenía una fisonomía tan rara. Pero era preciso que Sally Oates no se lo fuera a decir al señor Kimble, porque el doctor no tomaría a bien lo que había hecho Marner. Siempre estaba irritado contra la bruja, y amenazaba a los que iban a consultarle con no volverlos a asistir.
Silas se vio entonces bruscamente asaltado en su choza, ya sea por madres que deseaban que, por medio de sortilegios, les curara la tos convulsa a sus hijos, o que a ellas mismas les hiciera bajar la leche; ya sea por hombres que necesitaban drogas contra los reumatismos o los nudos en los dedos.
Para evitar una negativa, los solicitantes llevaban dinero en el hueco de la mano.
Silas hubiera podido hacer un proficuo comercio con sus hechizos supuestos y su pequeña lista de drogas; pero el dinero ganado de ese modo no le tentaba.
Nunca había tenido malas inclinaciones, y con irritación creciente, despedía a las gentes unas tras otras, porque la noticia de que era brujo se había esparcido hasta Tarley; así es que transcurrió mucho tiempo antes de que se dejara de hacer largos trayectos con el objeto de pedirle ayuda.
Entonces, la esperanza en su poder oculto se convirtió en temor. No se le creía absolutamente cuando afirmaba que no conocía hechizos, y que no podía hacer curas, y toda persona, hombre o mujer, que tenía un ataque o le ocurría un accidente después de haberse dirigido a él, atribuía aquella desgracia a las miradas irritadas de maese Marner. De modo que aquel movimiento de piedad por Sally Oates, que le había inspirado un sentimiento efímero de fraternidad, aumentó la repulsión que existía entre él y sus vecinos, volviendo más completo su aislamiento.
Poco a poco las guineas, las coronas y las medias coronas se fueron amontonando, y Marner fue sacando cada vez menos para sus necesidades, tratando de resolver el problema de conservar bastantes fuerzas para trabajar diez y seis horas diarias, gastando lo menos posible. ¿No hay hombres que, encerrados en la soledad de una cárcel, han encontrado alguna distracción en marcar el curso del tiempo en las paredes, trazando líneas rectas de cierto largo, hasta que el aumento de esas líneas, formando triángulos, se volviera en ellas un objeto predominante? ¿No engañamos las horas de ocio o las impaciencias de la espera repitiendo algún movimiento o algún sonido insignificante hasta que esa repetición crea en nosotros una necesidad, que es el origen de un hábito?
Eso nos ayudará a comprender cómo la costumbre de juntar dinero se vuelve una pasión absorbente en aquellos hombres, cuya imaginación no les muestra más objetivo que su tesoro cuando empiezan a aglomerarlo.
Marner deseaba ver las pilas de a diez formar un cuadrado, luego un cuadrado más grande; y cada guinea agregada, siendo en sí misma una satisfacción creaba un nuevo deseo. En este extraño mundo, que se había vuelto para él un enigma indescifrable, hubiera podido, si hubiera tenido una naturaleza menos ardiente, sentarse frente a su bastidor y trabajar sin tregua, pensando en la realización de su propósito y de su tela, hasta olvidar el enigma y todo lo demás, excepto, las sensaciones del momento; pero el dinero había venido a dividir su trabajo en períodos, y no solamente aquel dinero aumentaba, sino que se quedaba con él. Comenzó a creer que el metal, lo mismo que el telar, tenía conciencia de su poseedor, y por nada hubiera querido cambiar esas monedas, que se habían vuelto sus íntimas, por otras de efigies desconocidas.
Las apilaba, las contaba, hasta que su forma y su color produjeran en él efecto agradable del aplacamiento de la sed. Sin embargo, sólo era por la noche, cuando había concluido su trabajo, que las sacaba para gozar de su compañía.
Había sacado unos ladrillos del suelo, debajo del telar, y había hecho un agujero en el que colocó la olla de hierro que contenía las guineas y las monedas de plata. Cubría los ladrillos con arena siempre que los volvía a colocar en su sitio.
No era que la idea del robo se presentara a menudo o claramente a su espíritu. En esa época, no era raro que en los distritos de provincia se procediera como lo hacía Marner; era cosa sabida que había campesinos en la parroquia de Raveloe, que guardaban sus economías en sus casas, probablemente escondidas en sus colchones de lana; pero sus místicos vecinos, bien que no fueran todos tan honrados como sus antecesores de los tiempos del rey Alfredo, no tenían imaginación bastante atrevida como para premeditar un robo con efracción. Y, ¿cómo hubiera podido gastar el dinero en su aldea sin traicionarse? Se hubieran visto obligados a fugarse, resolución tan ciega y tan temeraria como la de viajar en globo.
Así, año tras año, Silas Marner había vivido en aquella soledad. Las guineas habían ido aumentando en la olla de hierro, y su existencia se había limitado y endurecido de más en más, hasta no ser más que una simple pulsación del deseo y de la satisfacción, pulsación que no tenía ninguna atinencia con ninguna otra criatura humana.
Su vida se había limitado a la acción de tejer y de atesorar, sin tener ningún fin a que tendiera su acción. Este mismo género de transformación lo han sufrido quizá hombres más instruidos, cuando han visto desvanecerse su fe o su amor; sólo que en vez de concretarse a un oficio y a un montón de guineas, han proseguido alguna investigación erudita, algún plan ingenioso, o alguna teoría bien ingeniada.
El rostro y la estatura de Marner se contrajeron y se encorvaron de un modo extraño y constante, para adaptarse mecánicamente a los objetos que lo rodeaban, de modo que producía la misma impresión que una manija o un tubo encorvado, accesorios que no significan nada cuando están separados del objeto de que forman parte. Los ojos prominentes, que antes parecían confiados y soñadores, se hubiese dicho ahora que no le habían sido dado más que para ver una sola especie de cosa muy pequeña, como grano muy menudo, que buscaban por todas partes; en fin, Marner estaba ajado y tan amarillo, que, bien que no tuviera aún cuarenta años, los niños lo llamaban siempre el «viejo Marner».
Sin embargo, aun en esta faz de decrepitud, ocurrió un incidente que demostró que la savia del afecto no se había agotado por completo en su corazón. Una de sus tareas cotidianas era ir a buscar agua a un pozo que estaba algo apartado de su casa. Con ese objeto, desde su llegada a Raveloe tenía un gran cántaro de barro pardo, que conservaba como el utensilio más precioso que poseyera entre las comodidades muy escasas que se había concedido. Ese cántaro había sido su compañero durante doce años. Siempre había estado parado en el mismo sitio, y siempre le había extendido el asa desde el amanecer, de suerte que la forma de aquel vaso revestía a los ojos de Silas la expresión de una amabilidad solícita. Además, el contacto del asa en la palma de la mano, le proporcionaba un placer inseparable del de tener agua fresca y limpia.
Un día, al volver del pozo, tropezó contra la traviesa de una cerca, y el cántaro de barro, al caer con fuerza sobre las piedras de la bóveda de un foso, se rompió en tres pedazos. Silas los recogió y los llevó a su casa muy apesadumbrado. El cántaro ya no podía servir; sin embargo, armó los pedazos, y, como recuerdo, colocó aquella ruina en su sitio acostumbrado.
Tal era la historia de Silas Marner hasta el decimoquinto año de su estancia en Raveloe. Todo el día se lo pasaba sentado frente al bastidor, con los oídos llenos de su ruido monótono, y los ojos pegados al lento progreso del lienzo uniforme y plomizo. El movimiento de sus músculos se repetía a intervalos tan iguales, que sus pausas parecían ser una molestia casi tan grande como la detención de la respiración.
Pero por la noche venían sus delicias; por la noche cerraba los postigos, trancaba las puertas y sacaba su oro. Desde hacía mucho tiempo el montón se había vuelto demasiado grande para caber en la olla de hierro, y había fabricado, para guardar las monedas, dos gruesas bolsas de cuero, que no perdían sitio en su lugar de reposo, porque lo dúctil de la envoltura las hacía adaptarse a todos los rincones.
¡Qué brillantes eran las guineas cuando corrían la abertura negra del cuero! La plata no entraba más que en pequeña proporción, en el total de la suma, comparada con el oro, porque las grandes piezas de tela que formaban el trabajo principal de Silas, eran siempre pagadas en parte con oro, y la plata la dedicaba a sus necesidades materiales, escogiendo siempre los chelines, y los medios chelines para los gastos de esta naturaleza.
Las guineas eran las que más le gustaban; pero no quería cambiar las monedas grandes de plata; las coronas y las medias coronas que había ganado él mismo, y que eran el fruto de su labor, también le agradaban.
Hacía montones con las monedas y hundía en ellos las manos; después las contaba y formaba pilas regulares; apretaba la redondez de su contorno entre el pulgar y los otros dedos, y pensaba con cariño en las guineas que todavía estaban ganadas a medias con el tejido, como si fueran criaturas que estuvieran por nacer; pensaba en las guineas que vendrían lentamente en los años futuros, que vendrían durante su existencia, cuyo curso se extendía muy lejos frente a él y cuyo fin estaba completamente velado por innumerables días de trabajo.
¿Habría de qué sorprenderse de que su pensamiento estuviera siempre absorto por su telar y su tesoro, cuando tenía que recorrer los campos y los caminos para ir a llevar y traer trabajo, y que sus pasos ya no vagaran por las orillas de los cercos, en busca de las plantas familiares? Ellas también pertenecían a aquel pasado a que su vida se había substraído. Así las aguas de un arroyo descienden mucho más abajo de los bordes herbosos que limitan el antiguo ancho de su lecho, para volverse el trémulo hilo de agua que se traga un surco en la arena estéril.
Pero por el día de Navidad de ese decimoquinto año, otro grande acontecimiento se produjo en la existencia de Marner, y su historia se confundió de un modo singular con la vida de sus vecinos.
27 marzo 2008
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