22 marzo 2008
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (9)
Se empieza a observar una tensión cada vez más dura en el carácter de FitzRoy a partir de este punto. Cuanto más se frustran sus planes y mayores son las dificultades, se hace más resuelto. No pierde el contacto con los sentimientos de su gente —FitzRoy no podría ser nunca un capitán Bligh—; pero el aspecto generoso y amable de su naturaleza tiende a ensombrecerse en su persistente afán de perfeccionamiento. El capitán era un cartógrafo soberbio, pero era en verdad dificultoso y peligroso el intento de cartografiar la costa de la América del Sur, envuelta en tormentas que apenas si habían cesado cuando volvían a empezar. Era demasiado para que un solo barco llevase a cabo esta tarea. FitzRoy decidió entonces adquirir un barco adicional para que le ayudara.
No había tiempo para consultar al Almirantazgo sobre este paso tan importante; sacaría el dinero de su propio bolsillo y ya lo recuperaría más tarde. Y así empieza por alquilar y manejar dos pequeños barcos y acaba comprando por las buenas, por mil trescientas libras, un navío norteamericano de ciento setenta toneladas, casi tan grande como el propio Beagle, al cual bautiza con el nombre de Adventure. FitzRoy tiene que acondicionar este barco e ir y venir con el Beagle entre la costa de Patagonia y Montevideo, para aprovisionar a su pequeña flota; pero nada importa si su trabajo progresa. Así, en los próximos dieciocho meses hizo FitzRoy un gran esfuerzo, y el esfuerzo le hizo adelgazar, le puso nervioso y le encerró dentro de sí mismo.
Con Darwin las cosas son distintas. Por entonces, en la primavera de 1833, tiene ya las pistas importantes de su trabajo, y los últimos residuos de vacilación e inexperiencia han sido barridos. Se ha hecho un miembro muy útil de la expedición. La idea de entrar en la iglesia se hace cada día más inconsistente; la historia natural le posee por completo. «No hay nada como la geología —escribe a Catherine—■. El placer del primer día de la caza de la perdiz o de la montería no es nada comparado con un buen montón de huesos fósiles que pueden contarnos la historia de los tiempos pasados como si fuese un lenguaje vivo...» «Recojo todas las criaturas que tengo tiempo de atrapar y preservar.» En su diario, que sostuvo pulcramente día tras día, puede verse cómo crece esta confianza; sus ideas se conforman y la especulación comienza a convertirse en teoría.
En mayo, cuando el Beagle tenía que salir para su exploración, Darwin bajó a tierra en Maldonado, una ciudad tranquila, olvidada, a unas sesenta millas al este de Montevideo; y allí estuvo diez semanas ordenando su colección de animales pájaros y reptiles, y haciendo paquetes con los huesos, rocas, plantas y pieles de pájaros y animales para enviarlas a su casa. En uno de sus cuadernos de notas hay catalogados mil quinientos veintinueve ejemplares, desde los peces hasta los hongos, que tenían que ser enviados a su casa en alcohol. «Mi colección de pájaros y cuadrúpedos está haciéndose perfecta» —escribe—. «Con unos pocos reales bastan para enrolar a todos los chicos de la ciudad a mi servicio y raro es el día que no me traen alguna curiosa criatura.» No era tan fácil para Henslow, que en el otro extremo del mundo no sabía lo que recibía. «Por amor de Dios, escribe en una ocasión, ¿qué es el número 233? Parece como los residuos de una explosión eléctrica, una masa de tizne. Algo verdaderamente curioso, me atrevería a decir.»
A fines de julio el Beagle recogió a Darwin y salió rumbo a El Carmen, Patagonia. Darwin estaba dispuesto para empezar una de sus grandes travesías por el interior. El Carmen, a dieciocho millas río arriba del Río Negro, era el punto más al Sur en el continente americano habitado por gente civilizada. Buenos Aires quedaba a unas seiscientas millas al Norte, y toda la extensión intermedia, las pampas, era terreno inexplorado, en donde las tribus de los indios vagaban y cazaban. Eran gentes fieras y agresivas cuando se les irritaba y grandes jinetes. En aquellos momentos estaban librando una lucha a muerte por sobrevivir contra los argentinos, que querían sus tierras para que pastasen sus ganados; en realidad era la historia del Medio Oeste norteamericano otra vez, salvo que aquí la lucha era más primitiva y dura. Los indios estaban luchando contra su exterminio; donde había habido aldeas de dos o tres mil habitantes en otro tiempo, en la época de la visita de Darwin la mayor parte de las tribus vagaban sin hogar por las pampas.
El general Rosas, comandante de las fuerzas argentinas, se había establecido a unas ochenta millas al norte de El Carmen en el Río Colorado, donde estaba más cerca de Bahía Blanca que era el otro campamento civilizado del territorio. Desde el Río Colorado, Rosas había establecido una leve línea de aprovisionamiento, una cuerda tendida de un puesto a otro, que llevaba hasta Buenos Aires. Aparte estos campamentos o «postas», pequeñas dotaciones en medio de la vasta llanura, toda la región era tierra de nadie, donde los indios atacaban a los viajeros como y cuando podían.
El plan de Darwin era el de cabalgar desde El Carmen hasta Río Colorado, ponerse en contacto con Rosas y, de posta en posta, llegar hasta Buenos Aires. Quería hacerlo, en parte, sospechamos, porque era una aventura que le fascinaba por sí misma; pero, sobre todo, porque era la única forma de investigar de veras la geología, la flora y la fauna de las pampas. FitzRoy, que tenía madera de aventurero y de explorador, aprobó en seguida el plan; debió de producirle satisfacción el ver cómo el joven, inexperto y flojo que había reclutado en Londres, dos años atrás se había convertido en aquel compañero confiado en sí mismo, que se mostraba deseoso de ir a cualquier parte y de hacer cualquier cosa en interés de la ciencia y de la religión. Sí, ciertamente, de la religión, porque ¿quién sabía qué revelaciones de bíblica verdad no podían ser descubiertas en aquella tierra vasta y desconocida? Así es que se convino en que el Beagle volvería a recoger a Darwin en Bahía Blanca, a sesenta millas al norte de Río Colorado. Luego, si todo iba bien, podría este ir a caballo hasta Buenos Aires, cuatrocientas millas más arriba.
Un inglés llamado Harris vivía en El Carmen y se ofreció para hacer de guía hasta el Colorado. Darwin alquiló una escolta de seis gauchos y el 11 de agosto dijo adiós a sus compañeros del Beagle y se lanzó a la aventura. Su camino, al principio, se abría a través en un desierto y era asombroso cómo la llanura sin agua podía mantener tantas clases distintas de pájaros y animales. Tomó notas detalladas de las costumbres, vuelo, huevos y cantos de los pájaros. «Infinitamente dulce... Un pájaro que corre como un animal por el borde del seto, que vuela con dificultad y no muy alto... Una especie de chorlito de largas patas que grita como un perrito de caza... No hay nada tan aburrido como la ociosidad.» Una apuntación en su cuaderno de notas el 17 de agosto de 1833, en un momento en que el grupo fue detenido por la lluvia dice así: «Un día perdido dejando pasar el tiempo... No tengo libros... Envidio hasta a los gatitos que juegan en el suelo fangoso». No podía soportar la inacción de ninguna clase. El 4 de septiembre dice: «Cruel ennui... Encontré en los libros un placer exquisito.» Y en octubre: «Ennui... Un pájaro de pecho amarillo; canta bien.»
Generalmente los hombres acampaban por la noche alrededor del fuego en la llanura, con las sillas de montar como almohadones y las mantas de la montura como cobertores, y aquella escena tenía para Darwin una especie de magia: los caballos, amarrados al borde en torno de la hoguera, los restos de la cena de un avestruz o un ciervo esparcidos por el suelo, el golpear del tuco-tuco en su morada subterránea, los hombres fumando cigarros y jugando a las cartas, los perros vigilantes y todos haciendo una pausa si un ruido no familiar venía de la oscuridad... Pegaban las orejas al suelo y escuchaban con atención; no podía saberse cómo ni cuándo iban a atacar los indios. Darwin quería a los gauchos. Eran duros y estaban tan curtidos como botas viejas; aun en aquel tiempo sin trabas, resultaban gentes libres y pintorescas, gentes de grandes mostachos y pelo negro, largo, cayéndoles por los hombros. Llevaban ponchos rojos y anchos calzones, botas blancas con grandes espolones y en los cinturones, cuchillos. Eran extremadamente corteses y miraban «como si fueran a cortarle a uno el cuello y a hacerle al mismo tiempo una reverencia.»
Por la tarde, el tercer día, el grupo llegó al campamento del general Rosas. Aquel lugar parecía más una guarida de bandidos que el cuartel de un ejército. Cañones, fusiles, carretas y sombreros de paja habían sido amontonados en una especie de cuadrilátero de cuatrocientas yardas de longitud, dentro del cual estaba el campamento de los rudos y ágiles jinetes del general. Muchos de ellos eran de sangre india, negra y española mezclada; otros eran auténticos indios de tribus que se habían pasado al bando argentino. Para acrecentar el esplendor, el campamento contaba también con una cohorte de espléndidas indias en trajes multicolores con largas trenzas negras colgándoles por la espalda, que cabalgaban sujetando el caballo con las rodillas. Su cometido consistía en acomodar el bagaje de los soldados sobre los animales de carga, montar los campamentos y guisar la comida. Perros y otros animales iban y venían entre el polvo.
El general era tan flamante y gran jinete como sus hombres y tenía reputación de ser muy peligroso cuando se reía. Entonces era fácil que ordenase que fuera fusilado un hombre o acaso que fuera torturado, suspendiéndole de brazos y piernas de cuatro postes clavados en el suelo. El general Rosas era también hombre autoritario; más tarde fue durante muchos años dictador de la Argentina. Recibió a Darwin de manera cortés y solemne en su campamento y Darwin, evidentemente, se sintió encantado. Escribió que el general emplearía su influencia en la prosperidad del país; profecía que, como él mismo tuvo que reconocer diez años después, resultó «enteramente equivocada, por desgracia». Rosas llegó a ser un gran tirano.
El Beagle volvió a Bahía Blanca el 24 de agosto y Darwin subió a bordo y se pasó un día entero contando sus aventuras al capitán. FitzRoy parece que era buen oyente y Darwin gozaba hablando; no tuvo dificultad para persuadir a FitzRoy de que le permitiese continuar la segunda y más extensa porción de su viaje, cuatrocientas millas a través de territorio deshabitado, aunque ahora estaría sin Harris y solo con los gauchos.
Aquel viaje le proporcionaba una sensación de libertad aumentada por el riesgo. «Hay —escribió Darwin— un profundo deleite en la vida independiente del gaucho. Es el goce de poder en cualquier momento montar a caballo y decir aquí voy a pasar la noche.» Cuando cabalgaban hacia Buenos Aires, incluso los gauchos se sorprendieron de sus energías. Si se encontraban con una montaña Darwin tenía que trepar por ella, y fue probablemente el primer europeo que subió los cuatro mil doscientos pies de la Sierra de la Ventana. Cuando uno de los caballos de los gauchos se quedó cojo, Darwin prestó su caballo al gaucho y siguió a pie; porque los gauchos, como él mismo se encargaría de explicar más tarde, «no sabían andar». El naturalista fumaba su habano, bebía su mate y se las componía para pasar comiendo casi exclusivamente con carne, dieta que se rompió solo una vez al tener la suerte de encontrar un nido de avestruz con veintisiete huevos dentro. Una vez se pasó veinte horas sin agua. Pero, por la noche, a la luz de la hoguera, leía El paraíso perdido, de Milton, que llevaba siempre consigo y escribía sus notas con las aventuras del día. Realmente, no se aburría: «Hemos pasado la noche en la Sierra, con mucho frío; primero con humedad y escarcha y luego, con hielo... He visto una oropéndola maravillosa... Zorros en gran número... Encontré un pequeño sapo muy curioso por su color, negro y bermellón. Pensé en hacerle un favor llevándole a una charca de agua, pero no solo el animalito no sabía nadar, sino que creo que si no le ayudo se hubiera ahogado... Muchas serpientes con manchas negras, en pantanos hondos, de rayas amarillas y cola roja. En el lago, cisnes de cuello negro y hermosos patos y grullas... La noche pasada, una tormenta sorprendente de granizo... Granizos tan grandes como puños... Dormí en la casa de un hombre medio loco... Los indios van a las salinas por sal y se comen la sal como si fuera azúcar... Las mujeres que han sido hechas prisioneras a los veinte años no están nunca contentas... La mujer del viejo cacique no tiene más de once años... Los avestruces ponen huevos en pleno día... Las grullas arrastran manojos de juncos...»
Y así, día tras día, sin que parezca fatigarse nunca, sin perder nunca la curiosidad ni la capacidad de asombrarse. Finalmente, al cabo de cuarenta días en las tierras vírgenes, le encontramos cabalgando hacia Buenos Aires entre huertos de membrillos y melocotones y con su barba, su sombrero ancho, su ropa ajada y su cara atezada, debía de asemejarse más a un cowboy o quizá a un prospector de oro de vuelta a la ciudad después de una difícil búsqueda. Estaba tan curtido como los propios gauchos.
No había tiempo para consultar al Almirantazgo sobre este paso tan importante; sacaría el dinero de su propio bolsillo y ya lo recuperaría más tarde. Y así empieza por alquilar y manejar dos pequeños barcos y acaba comprando por las buenas, por mil trescientas libras, un navío norteamericano de ciento setenta toneladas, casi tan grande como el propio Beagle, al cual bautiza con el nombre de Adventure. FitzRoy tiene que acondicionar este barco e ir y venir con el Beagle entre la costa de Patagonia y Montevideo, para aprovisionar a su pequeña flota; pero nada importa si su trabajo progresa. Así, en los próximos dieciocho meses hizo FitzRoy un gran esfuerzo, y el esfuerzo le hizo adelgazar, le puso nervioso y le encerró dentro de sí mismo.
Con Darwin las cosas son distintas. Por entonces, en la primavera de 1833, tiene ya las pistas importantes de su trabajo, y los últimos residuos de vacilación e inexperiencia han sido barridos. Se ha hecho un miembro muy útil de la expedición. La idea de entrar en la iglesia se hace cada día más inconsistente; la historia natural le posee por completo. «No hay nada como la geología —escribe a Catherine—■. El placer del primer día de la caza de la perdiz o de la montería no es nada comparado con un buen montón de huesos fósiles que pueden contarnos la historia de los tiempos pasados como si fuese un lenguaje vivo...» «Recojo todas las criaturas que tengo tiempo de atrapar y preservar.» En su diario, que sostuvo pulcramente día tras día, puede verse cómo crece esta confianza; sus ideas se conforman y la especulación comienza a convertirse en teoría.
En mayo, cuando el Beagle tenía que salir para su exploración, Darwin bajó a tierra en Maldonado, una ciudad tranquila, olvidada, a unas sesenta millas al este de Montevideo; y allí estuvo diez semanas ordenando su colección de animales pájaros y reptiles, y haciendo paquetes con los huesos, rocas, plantas y pieles de pájaros y animales para enviarlas a su casa. En uno de sus cuadernos de notas hay catalogados mil quinientos veintinueve ejemplares, desde los peces hasta los hongos, que tenían que ser enviados a su casa en alcohol. «Mi colección de pájaros y cuadrúpedos está haciéndose perfecta» —escribe—. «Con unos pocos reales bastan para enrolar a todos los chicos de la ciudad a mi servicio y raro es el día que no me traen alguna curiosa criatura.» No era tan fácil para Henslow, que en el otro extremo del mundo no sabía lo que recibía. «Por amor de Dios, escribe en una ocasión, ¿qué es el número 233? Parece como los residuos de una explosión eléctrica, una masa de tizne. Algo verdaderamente curioso, me atrevería a decir.»
A fines de julio el Beagle recogió a Darwin y salió rumbo a El Carmen, Patagonia. Darwin estaba dispuesto para empezar una de sus grandes travesías por el interior. El Carmen, a dieciocho millas río arriba del Río Negro, era el punto más al Sur en el continente americano habitado por gente civilizada. Buenos Aires quedaba a unas seiscientas millas al Norte, y toda la extensión intermedia, las pampas, era terreno inexplorado, en donde las tribus de los indios vagaban y cazaban. Eran gentes fieras y agresivas cuando se les irritaba y grandes jinetes. En aquellos momentos estaban librando una lucha a muerte por sobrevivir contra los argentinos, que querían sus tierras para que pastasen sus ganados; en realidad era la historia del Medio Oeste norteamericano otra vez, salvo que aquí la lucha era más primitiva y dura. Los indios estaban luchando contra su exterminio; donde había habido aldeas de dos o tres mil habitantes en otro tiempo, en la época de la visita de Darwin la mayor parte de las tribus vagaban sin hogar por las pampas.
El general Rosas, comandante de las fuerzas argentinas, se había establecido a unas ochenta millas al norte de El Carmen en el Río Colorado, donde estaba más cerca de Bahía Blanca que era el otro campamento civilizado del territorio. Desde el Río Colorado, Rosas había establecido una leve línea de aprovisionamiento, una cuerda tendida de un puesto a otro, que llevaba hasta Buenos Aires. Aparte estos campamentos o «postas», pequeñas dotaciones en medio de la vasta llanura, toda la región era tierra de nadie, donde los indios atacaban a los viajeros como y cuando podían.
El plan de Darwin era el de cabalgar desde El Carmen hasta Río Colorado, ponerse en contacto con Rosas y, de posta en posta, llegar hasta Buenos Aires. Quería hacerlo, en parte, sospechamos, porque era una aventura que le fascinaba por sí misma; pero, sobre todo, porque era la única forma de investigar de veras la geología, la flora y la fauna de las pampas. FitzRoy, que tenía madera de aventurero y de explorador, aprobó en seguida el plan; debió de producirle satisfacción el ver cómo el joven, inexperto y flojo que había reclutado en Londres, dos años atrás se había convertido en aquel compañero confiado en sí mismo, que se mostraba deseoso de ir a cualquier parte y de hacer cualquier cosa en interés de la ciencia y de la religión. Sí, ciertamente, de la religión, porque ¿quién sabía qué revelaciones de bíblica verdad no podían ser descubiertas en aquella tierra vasta y desconocida? Así es que se convino en que el Beagle volvería a recoger a Darwin en Bahía Blanca, a sesenta millas al norte de Río Colorado. Luego, si todo iba bien, podría este ir a caballo hasta Buenos Aires, cuatrocientas millas más arriba.
Un inglés llamado Harris vivía en El Carmen y se ofreció para hacer de guía hasta el Colorado. Darwin alquiló una escolta de seis gauchos y el 11 de agosto dijo adiós a sus compañeros del Beagle y se lanzó a la aventura. Su camino, al principio, se abría a través en un desierto y era asombroso cómo la llanura sin agua podía mantener tantas clases distintas de pájaros y animales. Tomó notas detalladas de las costumbres, vuelo, huevos y cantos de los pájaros. «Infinitamente dulce... Un pájaro que corre como un animal por el borde del seto, que vuela con dificultad y no muy alto... Una especie de chorlito de largas patas que grita como un perrito de caza... No hay nada tan aburrido como la ociosidad.» Una apuntación en su cuaderno de notas el 17 de agosto de 1833, en un momento en que el grupo fue detenido por la lluvia dice así: «Un día perdido dejando pasar el tiempo... No tengo libros... Envidio hasta a los gatitos que juegan en el suelo fangoso». No podía soportar la inacción de ninguna clase. El 4 de septiembre dice: «Cruel ennui... Encontré en los libros un placer exquisito.» Y en octubre: «Ennui... Un pájaro de pecho amarillo; canta bien.»
Generalmente los hombres acampaban por la noche alrededor del fuego en la llanura, con las sillas de montar como almohadones y las mantas de la montura como cobertores, y aquella escena tenía para Darwin una especie de magia: los caballos, amarrados al borde en torno de la hoguera, los restos de la cena de un avestruz o un ciervo esparcidos por el suelo, el golpear del tuco-tuco en su morada subterránea, los hombres fumando cigarros y jugando a las cartas, los perros vigilantes y todos haciendo una pausa si un ruido no familiar venía de la oscuridad... Pegaban las orejas al suelo y escuchaban con atención; no podía saberse cómo ni cuándo iban a atacar los indios. Darwin quería a los gauchos. Eran duros y estaban tan curtidos como botas viejas; aun en aquel tiempo sin trabas, resultaban gentes libres y pintorescas, gentes de grandes mostachos y pelo negro, largo, cayéndoles por los hombros. Llevaban ponchos rojos y anchos calzones, botas blancas con grandes espolones y en los cinturones, cuchillos. Eran extremadamente corteses y miraban «como si fueran a cortarle a uno el cuello y a hacerle al mismo tiempo una reverencia.»
Por la tarde, el tercer día, el grupo llegó al campamento del general Rosas. Aquel lugar parecía más una guarida de bandidos que el cuartel de un ejército. Cañones, fusiles, carretas y sombreros de paja habían sido amontonados en una especie de cuadrilátero de cuatrocientas yardas de longitud, dentro del cual estaba el campamento de los rudos y ágiles jinetes del general. Muchos de ellos eran de sangre india, negra y española mezclada; otros eran auténticos indios de tribus que se habían pasado al bando argentino. Para acrecentar el esplendor, el campamento contaba también con una cohorte de espléndidas indias en trajes multicolores con largas trenzas negras colgándoles por la espalda, que cabalgaban sujetando el caballo con las rodillas. Su cometido consistía en acomodar el bagaje de los soldados sobre los animales de carga, montar los campamentos y guisar la comida. Perros y otros animales iban y venían entre el polvo.
El general era tan flamante y gran jinete como sus hombres y tenía reputación de ser muy peligroso cuando se reía. Entonces era fácil que ordenase que fuera fusilado un hombre o acaso que fuera torturado, suspendiéndole de brazos y piernas de cuatro postes clavados en el suelo. El general Rosas era también hombre autoritario; más tarde fue durante muchos años dictador de la Argentina. Recibió a Darwin de manera cortés y solemne en su campamento y Darwin, evidentemente, se sintió encantado. Escribió que el general emplearía su influencia en la prosperidad del país; profecía que, como él mismo tuvo que reconocer diez años después, resultó «enteramente equivocada, por desgracia». Rosas llegó a ser un gran tirano.
El Beagle volvió a Bahía Blanca el 24 de agosto y Darwin subió a bordo y se pasó un día entero contando sus aventuras al capitán. FitzRoy parece que era buen oyente y Darwin gozaba hablando; no tuvo dificultad para persuadir a FitzRoy de que le permitiese continuar la segunda y más extensa porción de su viaje, cuatrocientas millas a través de territorio deshabitado, aunque ahora estaría sin Harris y solo con los gauchos.
Aquel viaje le proporcionaba una sensación de libertad aumentada por el riesgo. «Hay —escribió Darwin— un profundo deleite en la vida independiente del gaucho. Es el goce de poder en cualquier momento montar a caballo y decir aquí voy a pasar la noche.» Cuando cabalgaban hacia Buenos Aires, incluso los gauchos se sorprendieron de sus energías. Si se encontraban con una montaña Darwin tenía que trepar por ella, y fue probablemente el primer europeo que subió los cuatro mil doscientos pies de la Sierra de la Ventana. Cuando uno de los caballos de los gauchos se quedó cojo, Darwin prestó su caballo al gaucho y siguió a pie; porque los gauchos, como él mismo se encargaría de explicar más tarde, «no sabían andar». El naturalista fumaba su habano, bebía su mate y se las componía para pasar comiendo casi exclusivamente con carne, dieta que se rompió solo una vez al tener la suerte de encontrar un nido de avestruz con veintisiete huevos dentro. Una vez se pasó veinte horas sin agua. Pero, por la noche, a la luz de la hoguera, leía El paraíso perdido, de Milton, que llevaba siempre consigo y escribía sus notas con las aventuras del día. Realmente, no se aburría: «Hemos pasado la noche en la Sierra, con mucho frío; primero con humedad y escarcha y luego, con hielo... He visto una oropéndola maravillosa... Zorros en gran número... Encontré un pequeño sapo muy curioso por su color, negro y bermellón. Pensé en hacerle un favor llevándole a una charca de agua, pero no solo el animalito no sabía nadar, sino que creo que si no le ayudo se hubiera ahogado... Muchas serpientes con manchas negras, en pantanos hondos, de rayas amarillas y cola roja. En el lago, cisnes de cuello negro y hermosos patos y grullas... La noche pasada, una tormenta sorprendente de granizo... Granizos tan grandes como puños... Dormí en la casa de un hombre medio loco... Los indios van a las salinas por sal y se comen la sal como si fuera azúcar... Las mujeres que han sido hechas prisioneras a los veinte años no están nunca contentas... La mujer del viejo cacique no tiene más de once años... Los avestruces ponen huevos en pleno día... Las grullas arrastran manojos de juncos...»
Y así, día tras día, sin que parezca fatigarse nunca, sin perder nunca la curiosidad ni la capacidad de asombrarse. Finalmente, al cabo de cuarenta días en las tierras vírgenes, le encontramos cabalgando hacia Buenos Aires entre huertos de membrillos y melocotones y con su barba, su sombrero ancho, su ropa ajada y su cara atezada, debía de asemejarse más a un cowboy o quizá a un prospector de oro de vuelta a la ciudad después de una difícil búsqueda. Estaba tan curtido como los propios gauchos.
21 marzo 2008
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (8)
Los nativos de la Tierra del Fuego habían soportado muy bien en general el año de viaje que llevaba el Beagle desde que salieron de Inglaterra. Habían aprendido a hablar inglés con bastante soltura, habían asimilado o parecían haber asimilado las enseñanzas religiosas de FitzRoy y parecían darse cuenta de qué era lo que se esperaba de ellos. York Minster anunció que al descender a tierra en su país nativo pensaba casarse con Fuegia Basket. Después de esto se había mostrado muy celoso y tenía motivos, porque Fuegia era la única mujer del barco. La muchacha, si hemos de creer en los dibujos que FitzRoy hizo de ella —el capitán era un aficionado bastante bueno—, tenía una carita muy linda e incluso entre los nativos de la Tierra del Fuego, que eran notables por su buena presencia, hubiera podido pasar por una belleza. En Río vivió en tierra varios meses a cargo de un inglés que prosiguió instruyéndola en los encantos del mundo civilizado. Jemmy Button tenía tan buen humor como siempre y parecía ilusionado con la idea de volver a su casa. Hasta Matthews, el misionero, daba la impresión de tomar las cosas con calma y hallarse resuelto a llevar la vida solitaria y devota de un exilado.
Sí, todo aquello estaba muy bien. Pero no había que perder de vista que la empresa era realmente pintoresca, aunque muy propia, si se piensa bien, de un hombre como FitzRoy. El capitán, por propia iniciativa, y sin que nadie le aconsejara nada, había atrapado a aquellos seres errantes, tres años antes, los había llevado a Inglaterra y los había domesticado como se puede domesticar un animal salvaje. Y ahora, sin más guía que un joven misionero inexperto, que no había estado nunca fuera de su país, pensaba soltarlos, y no en una comunidad sedentaria, sino en una región inexplorada de terribles tormentas y de un frío inaguantable, en donde unas cuantas tribus nómadas procuraban vivir como podían de una manera tan primitiva como en los tiempos neolíticos. Había una arrogancia conmovedora en todo esto. Pero tal era la fe de FitzRoy, que realmente, el capitán creía que aquella pobre Fuegia Basket y sus compañeros serían capaces de impartir la divina luz a los salvajes habitantes de la Tierra del Fuego. El capitán tenía la idea de que no había razas separadas en el mundo, que todos descendíamos de Adán y Eva, los cuales, por supuesto, empezaron a vivir un buen día completamente crecidos y enteramente civilizados; ¿de qué otra forma hubiesen podido mantenerse vivos? Pero los descendientes de Adán y Eva se habían estropeado, y cuanto más se alejaron de la Tierra Santa hacia las partes más primitivas del mundo, más fueron perdiendo el contacto con la civilización. Esto explicaba el estado de aquellos pobres fueguinos. No obstante, podían ser salvados. Todo lo que había que hacer con ellos era devolverles la civilización y el conocimiento de Dios, de que sus antecesores habían disfrutado en el Jardín del Edén. Para añadir un toque más de irrealidad a este proceso, los fueguinos fueron provistos por la Sociedad Misionera de Londres de un equipo completo compuesto de un conjunto de cosas que hubieran sido muy útiles en un pueblo de las islas británicas, pero que, probablemente, no servirían de mucho en aquellos desiertos helados. Entre otros elementos igualmente sensatos les habían dado telas, bandejas, loza, vasos, soperas, capotas y ropa interior, y sabe Dios qué otra serie de objetos igualmente sorprendentes para los hombres de una tribu salvaje, aunque muy apropiados para mostrarles lo mucho que la civilización había adelantado en la otra parte del mundo.
La Tierra del Fuego tenía un clima imposible, uno de los peores del mundo. Aunque el Beagle llegó a mediados del verano, tuvo que luchar durante un mes con montañas de olas al tratar de doblar el Cabo de Hornos. Una vez lo atrapó una ola, llevándose uno de los botes y el barco se hubiera ido a pique si la tripulación no hubiese abierto los portillos, dejando que el agua saliera de nuevo rápidamente, y si no lo hubiese hecho todo en un abrir y cerrar de ojos. FitzRoy, que era un gran marino, corrió el temporal y logró anclar felizmente en Goree Roads, en la parte occidental de la entrada del canal que había sido bautizado en el viaje anterior precisamente con el nombre del Beagle. Los glaciares llegaban hasta el mar y en el interior enormes montañas cubiertas de bosques de hayas y nieves perpetuas desaparecían entre los furores de las tormentas.
La primera impresión que a Darwin le causaron los nativos de aquella tierra fue la de que resultaban más semejantes a los animales salvajes que a los seres humanos civilizados. Esto le hizo luego pensar de manera profunda cuando se puso a escribir sobre la evolución del hombre. Eran altos, inmensos, de cabellos largos, foscos y caras cadavéricas que se pintaban a rayas rojas y negras con círculos blancos alrededor de los ojos. Se afeitaban las cejas y la barba con conchas puntiagudas. El color de la piel era cobrizo y la cubrían con una capa de grasa. A excepción de un pequeño manto de guanaco sobre sus hombros, iban desnudos. Era asombroso cómo podían aguantar el frío. Una mujer que, mientras amamantaba a su niño, había llegado a ver el Beagle en una canoa, permaneció tranquilamente sentada en medio de las olas con su niño al pecho, mientras el aguanieve caía y se congelaba en su pecho desnudo. En tierra, esta gente dormía sobre el suelo húmedo mientras la lluvia caía a raudales de los techos de sus cabañas, hechos de piel sin curtir. No cultivaban nada. Su comida era un banquete variado de pescado, mariscos, pájaros, focas, delfines, pingüinos, setas y, algunas veces, nutrias. Su lenguaje parecía hecho de una serie de toses guturales. Sin embargo, no eran hostiles y no sentían miedo. Cuando Darwin descendió a tierra con los marinos se agruparon a su alrededor, acariciándole el rostro y el cuerpo con gran curiosidad. Eran unos imitadores extraordinarios, y cada gesto que Darwin hacía, así como cada palabra que decía era imitada a la perfección. Cuando les hizo muecas, ellos le contestaron con las mismas muecas inmediatamente.
Jemmy Button, desde su posición un poco más alta en la escala de la civilización, se encontraba un tanto cohibido con aquellos tipos y Fuegia Basket se escapó. Aquellas tribus —explicó Jemmy-— no eran las suyas; eran tribus muy malas, muy primitivas. FitzRoy espiaba a Matthews con fijeza para ver sus reacciones. El misionero estaba un tanto lacio, pero dijo que los salvajes «no eran peores de lo que había esperado». Para llegar hasta el pueblo de Jemmy cuatro botes del Beagle, cargados con los regalos de la Sociedad Misionera de Londres, avanzaron por las tranquilas aguas del canal del Beagle hasta la bahía de Ponsonby. Milagrosamente, el tiempo mejoró y apareció un sol brillante que lanzaba destellos cristalinos sobre aquellos campos y bosques sembrados de nieve. Al acercarse a la bahía fueron recibidos con gritos de júbilo desde la orilla y una flota de canoas salió a recibirles. Llegaron a una especie de abrigo, donde una deliciosa pradera sembrada de flores corría hasta el bosque y decidieron plantar allí la instalación del campamento. Debió de haber sido una escena curiosa y divertida: los nativos salvajes en número aproximado de un centenar, rodeándoles y observándoles cuando las tiendas fueron levantadas para albergar la impedimenta y los marineros entregados a la tarea de levantar tres wigwams, una para el misionero, que parece que tomó parte en todo ello de una manera cavilosa y no muy entusiasta; sin duda alguna, sus aprensiones iban creciendo; otra para Jemmy y una tercera para York Minster y Fuegia Basket, que se habían unido al grupo. Las mujeres de la tribu se mostraban particularmente cariñosas con Fuegia. El trabajo siguiente consistió en excavar y plantar un verdadero huerto, y por la noche, cuando los marineros se quedaron desnudos hasta la cintura para lavarse, los nativos estuvieron rodeándoles, atónitos, no sabiendo de qué maravillarse más: si del acto de lavarse o de la blancura de su piel. Luego se sentaron todos alrededor de los fuegos del campamento, los marinos temblando de frío y los fueguinos sudando de calor. Hubo un momento emocionante cuando la madre de Jemmy, dos hermanas suyas y cuatro hermanos más llegaron a visitarle; las mujeres huyeron y se escondieron al ver a Jemmy con sus botas y su indumentaria británica. Jemmy había olvidado casi por completo su lengua: «era cosa de risa pero casi producía compasión oírle hablar a su hermano salvaje en inglés y luego preguntarle en español si le había entendido o no» —escribe Darwin—. Sus hermanos no decían nada; daban vueltas alrededor de él, como perros que se encuentran por vez primera. Al día siguiente Jemmy consiguió vestirlos a todos, y las cosas marcharon en forma más amistosa.
Al cabo de cinco días FitzRoy decidió dejar a Matthews y a sus pupilos que se las arreglasen por su cuenta durante unos días, mientras él, con cuatro botes, exploraba el Canal del Beagle. Darwin no creyó nunca que el experimento de los fueguinos tuviera la más mínima posibilidad de éxito. No le gustaban y no tenía confianza en ellos. Después del primer contacto se habían hecho cada vez más pedigüeños y Bynoe fue testigo de un acto de crueldad que le horrorizó: un niño que había robado un cesto de huevos de gaviota, fue golpeado por su padre contra las piedras, hasta que, deshecho y sangriento, le dejaron abandonado para que se muriera. Jemmy Button le contó a Darwin que los fueguinos eran caníbales; en un invierno especialmente duro, mataron y se comieron a sus mujeres, y Darwin repite en su diario la conversación que el capitán de un barco cazador de focas había mantenido con un chico de la Tierra del Fuego. ¿Por qué no se comían a los perros?, le preguntó el capitán. «Perros cazar nutrias» -—contestó el niño—. «Mujeres no servir de nada; hombres muy hambrientos.» Así pues eran verdaderos y atroces caníbales. «Experimento —escribió Darwin a su hermana Carolina— un verdadero desagrado sólo con oír las voces de estos desgraciados salvajes.»
Así es que no fue del todo una sorpresa cuando la expedición volvió al campamento y encontró que durante los diez días transcurridos, los nativos habían desbaratado enteramente la instalación. Matthews salió a su encuentro en estado de gran agitación. Tenía algo terrible que contar. En cuanto se fue la gente del Beagle los nativos habían empezado a robar sus cosas, y cuando él trató de defenderlas le atraparon, le golpearon y golpearon y le amenazaron de muerte. El huerto fue arrasado. Los nativos se rieron cuando Jemmy y él trataron de impedirlo, y cada día la situación se fue haciendo más amenazadora. Jemmy también fue molestado, pero el taciturno York Minster se puso del lado de los nativos y los había dejado solos. En cuanto a Fuegia Basket, se negaba a salir de su cabaña y a saludar a sus amigos del Beagle. No quería en adelante nada con los hombres blancos.
FitzRoy se encontró sorprendido, dolido y asombrado. No se había propuesto hacer nada malo a esta gente; solo había querido ayudarles. ¿Por qué tenían que comportarse así? Pero no estaba resuelto a perder del todo la esperanza. A Matthews, desde luego, volvería a subirle a bordo, pero los otros tenían que quedarse y tratar de extender la luz entre sus salvajes paisanos. Distribuyó hachas entre los grupos de atónitos fueguinos que había alrededor, recomendó a Jemmy y a Minster a Dios y a todos los santos y se hizo a la vela, prometiendo volver.
En realidad pasó un año antes de que volviera, pero la historia de los fueguinos es tan extraordinaria, que conviene relatarla aquí. A la siguiente visita del Beagle el campamento estaba abandonado. York Minster y Fuegia se habían marchado con las cosas pertenecientes a Jemmy y se habían unido a los salvajes. Jemmy se quedó algún tiempo más, pero había dejado el estilo de vida civilizada como si no lo hubiese conocido nunca; sus vestidos habían sido reemplazados por una indumentaria rústica, estaba terriblemente delgado y sus cabellos, tan pulidos en otros tiempos, caían en greñas desagradables sobre su rostro pintado. «Apenas pudimos reconocer al pobre Jemmy —escribe Darwin—. En lugar del mozo bien vestido y elegante que dejamos, encontramos un salvaje escuálido y desnudo.» No obstante, se mostraba amistoso. Fue hasta el Beagle con una canoa a llevar varias pieles de nutria como regalo a FitzRoy y a Bynoe, y dos lanzas para Darwin.
«Comió a bordo con la misma exquisitez y limpieza que antes» —observa Darwin—■. Pero dijo que no quería unirse a ellos. De ninguna manera. Había encontrado una mujer; ella se quedó en la canoa llamándole pero no quiso subir a bordo; esta gente era su gente, aquella era su casa y había acabado con la civilización para siempre. Con todos sus planes por tierra, FitzRoy hizo lo que pudo para salvar al menos este alma. Rogó a Jemmy que siguiera por el buen camino e hizo llegar chales y una capa de encaje dorado a su pequeña y extraña mujer de la canoa, pero Jemmy se mantuvo inflexible. Remó hasta la orilla y lo último que vieron de él los del Beagle fue una figura oscura de pie, junto al fuego, haciendo ademanes de adiós, como observa Darwin, «para toda la vida».
Cualquiera que fuese la consecuencia que sacara FitzRoy, para Darwin, al menos, los hechos estaban claros. Llevando a los nativos a Inglaterra no se les podía hacer más que daño; su breve vistazo de la civilización les había hecho más difícil el vivir en su país nativo; no podía interrumpirse de este modo el curso de la naturaleza esperando tener éxito. Lo más importante de las razas primitivas era que podían sobrevivir solo si se les dejaba a su aire, y libres para ajustar sus movimientos a su propio medio; si se interponía uno en su vida, estas gentes se morían. Los indios de América estaban muriendo, lo mismo que los aborígenes de Australia; a los de la Tierra del Fuego les llegaría pronto su hora. Y, en efecto, a finales del siglo XIX las tres tribus fueguinas que existían estaban al borde de la extinción. Los alacalufes, un pueblo pescador de los canales occidentales, se contaban por miles en la época de la visita de Darwin; hacia 1960 apenas si quedaban unos centenares.
Sí, todo aquello estaba muy bien. Pero no había que perder de vista que la empresa era realmente pintoresca, aunque muy propia, si se piensa bien, de un hombre como FitzRoy. El capitán, por propia iniciativa, y sin que nadie le aconsejara nada, había atrapado a aquellos seres errantes, tres años antes, los había llevado a Inglaterra y los había domesticado como se puede domesticar un animal salvaje. Y ahora, sin más guía que un joven misionero inexperto, que no había estado nunca fuera de su país, pensaba soltarlos, y no en una comunidad sedentaria, sino en una región inexplorada de terribles tormentas y de un frío inaguantable, en donde unas cuantas tribus nómadas procuraban vivir como podían de una manera tan primitiva como en los tiempos neolíticos. Había una arrogancia conmovedora en todo esto. Pero tal era la fe de FitzRoy, que realmente, el capitán creía que aquella pobre Fuegia Basket y sus compañeros serían capaces de impartir la divina luz a los salvajes habitantes de la Tierra del Fuego. El capitán tenía la idea de que no había razas separadas en el mundo, que todos descendíamos de Adán y Eva, los cuales, por supuesto, empezaron a vivir un buen día completamente crecidos y enteramente civilizados; ¿de qué otra forma hubiesen podido mantenerse vivos? Pero los descendientes de Adán y Eva se habían estropeado, y cuanto más se alejaron de la Tierra Santa hacia las partes más primitivas del mundo, más fueron perdiendo el contacto con la civilización. Esto explicaba el estado de aquellos pobres fueguinos. No obstante, podían ser salvados. Todo lo que había que hacer con ellos era devolverles la civilización y el conocimiento de Dios, de que sus antecesores habían disfrutado en el Jardín del Edén. Para añadir un toque más de irrealidad a este proceso, los fueguinos fueron provistos por la Sociedad Misionera de Londres de un equipo completo compuesto de un conjunto de cosas que hubieran sido muy útiles en un pueblo de las islas británicas, pero que, probablemente, no servirían de mucho en aquellos desiertos helados. Entre otros elementos igualmente sensatos les habían dado telas, bandejas, loza, vasos, soperas, capotas y ropa interior, y sabe Dios qué otra serie de objetos igualmente sorprendentes para los hombres de una tribu salvaje, aunque muy apropiados para mostrarles lo mucho que la civilización había adelantado en la otra parte del mundo.
La Tierra del Fuego tenía un clima imposible, uno de los peores del mundo. Aunque el Beagle llegó a mediados del verano, tuvo que luchar durante un mes con montañas de olas al tratar de doblar el Cabo de Hornos. Una vez lo atrapó una ola, llevándose uno de los botes y el barco se hubiera ido a pique si la tripulación no hubiese abierto los portillos, dejando que el agua saliera de nuevo rápidamente, y si no lo hubiese hecho todo en un abrir y cerrar de ojos. FitzRoy, que era un gran marino, corrió el temporal y logró anclar felizmente en Goree Roads, en la parte occidental de la entrada del canal que había sido bautizado en el viaje anterior precisamente con el nombre del Beagle. Los glaciares llegaban hasta el mar y en el interior enormes montañas cubiertas de bosques de hayas y nieves perpetuas desaparecían entre los furores de las tormentas.
La primera impresión que a Darwin le causaron los nativos de aquella tierra fue la de que resultaban más semejantes a los animales salvajes que a los seres humanos civilizados. Esto le hizo luego pensar de manera profunda cuando se puso a escribir sobre la evolución del hombre. Eran altos, inmensos, de cabellos largos, foscos y caras cadavéricas que se pintaban a rayas rojas y negras con círculos blancos alrededor de los ojos. Se afeitaban las cejas y la barba con conchas puntiagudas. El color de la piel era cobrizo y la cubrían con una capa de grasa. A excepción de un pequeño manto de guanaco sobre sus hombros, iban desnudos. Era asombroso cómo podían aguantar el frío. Una mujer que, mientras amamantaba a su niño, había llegado a ver el Beagle en una canoa, permaneció tranquilamente sentada en medio de las olas con su niño al pecho, mientras el aguanieve caía y se congelaba en su pecho desnudo. En tierra, esta gente dormía sobre el suelo húmedo mientras la lluvia caía a raudales de los techos de sus cabañas, hechos de piel sin curtir. No cultivaban nada. Su comida era un banquete variado de pescado, mariscos, pájaros, focas, delfines, pingüinos, setas y, algunas veces, nutrias. Su lenguaje parecía hecho de una serie de toses guturales. Sin embargo, no eran hostiles y no sentían miedo. Cuando Darwin descendió a tierra con los marinos se agruparon a su alrededor, acariciándole el rostro y el cuerpo con gran curiosidad. Eran unos imitadores extraordinarios, y cada gesto que Darwin hacía, así como cada palabra que decía era imitada a la perfección. Cuando les hizo muecas, ellos le contestaron con las mismas muecas inmediatamente.
Jemmy Button, desde su posición un poco más alta en la escala de la civilización, se encontraba un tanto cohibido con aquellos tipos y Fuegia Basket se escapó. Aquellas tribus —explicó Jemmy-— no eran las suyas; eran tribus muy malas, muy primitivas. FitzRoy espiaba a Matthews con fijeza para ver sus reacciones. El misionero estaba un tanto lacio, pero dijo que los salvajes «no eran peores de lo que había esperado». Para llegar hasta el pueblo de Jemmy cuatro botes del Beagle, cargados con los regalos de la Sociedad Misionera de Londres, avanzaron por las tranquilas aguas del canal del Beagle hasta la bahía de Ponsonby. Milagrosamente, el tiempo mejoró y apareció un sol brillante que lanzaba destellos cristalinos sobre aquellos campos y bosques sembrados de nieve. Al acercarse a la bahía fueron recibidos con gritos de júbilo desde la orilla y una flota de canoas salió a recibirles. Llegaron a una especie de abrigo, donde una deliciosa pradera sembrada de flores corría hasta el bosque y decidieron plantar allí la instalación del campamento. Debió de haber sido una escena curiosa y divertida: los nativos salvajes en número aproximado de un centenar, rodeándoles y observándoles cuando las tiendas fueron levantadas para albergar la impedimenta y los marineros entregados a la tarea de levantar tres wigwams, una para el misionero, que parece que tomó parte en todo ello de una manera cavilosa y no muy entusiasta; sin duda alguna, sus aprensiones iban creciendo; otra para Jemmy y una tercera para York Minster y Fuegia Basket, que se habían unido al grupo. Las mujeres de la tribu se mostraban particularmente cariñosas con Fuegia. El trabajo siguiente consistió en excavar y plantar un verdadero huerto, y por la noche, cuando los marineros se quedaron desnudos hasta la cintura para lavarse, los nativos estuvieron rodeándoles, atónitos, no sabiendo de qué maravillarse más: si del acto de lavarse o de la blancura de su piel. Luego se sentaron todos alrededor de los fuegos del campamento, los marinos temblando de frío y los fueguinos sudando de calor. Hubo un momento emocionante cuando la madre de Jemmy, dos hermanas suyas y cuatro hermanos más llegaron a visitarle; las mujeres huyeron y se escondieron al ver a Jemmy con sus botas y su indumentaria británica. Jemmy había olvidado casi por completo su lengua: «era cosa de risa pero casi producía compasión oírle hablar a su hermano salvaje en inglés y luego preguntarle en español si le había entendido o no» —escribe Darwin—. Sus hermanos no decían nada; daban vueltas alrededor de él, como perros que se encuentran por vez primera. Al día siguiente Jemmy consiguió vestirlos a todos, y las cosas marcharon en forma más amistosa.
Al cabo de cinco días FitzRoy decidió dejar a Matthews y a sus pupilos que se las arreglasen por su cuenta durante unos días, mientras él, con cuatro botes, exploraba el Canal del Beagle. Darwin no creyó nunca que el experimento de los fueguinos tuviera la más mínima posibilidad de éxito. No le gustaban y no tenía confianza en ellos. Después del primer contacto se habían hecho cada vez más pedigüeños y Bynoe fue testigo de un acto de crueldad que le horrorizó: un niño que había robado un cesto de huevos de gaviota, fue golpeado por su padre contra las piedras, hasta que, deshecho y sangriento, le dejaron abandonado para que se muriera. Jemmy Button le contó a Darwin que los fueguinos eran caníbales; en un invierno especialmente duro, mataron y se comieron a sus mujeres, y Darwin repite en su diario la conversación que el capitán de un barco cazador de focas había mantenido con un chico de la Tierra del Fuego. ¿Por qué no se comían a los perros?, le preguntó el capitán. «Perros cazar nutrias» -—contestó el niño—. «Mujeres no servir de nada; hombres muy hambrientos.» Así pues eran verdaderos y atroces caníbales. «Experimento —escribió Darwin a su hermana Carolina— un verdadero desagrado sólo con oír las voces de estos desgraciados salvajes.»
Así es que no fue del todo una sorpresa cuando la expedición volvió al campamento y encontró que durante los diez días transcurridos, los nativos habían desbaratado enteramente la instalación. Matthews salió a su encuentro en estado de gran agitación. Tenía algo terrible que contar. En cuanto se fue la gente del Beagle los nativos habían empezado a robar sus cosas, y cuando él trató de defenderlas le atraparon, le golpearon y golpearon y le amenazaron de muerte. El huerto fue arrasado. Los nativos se rieron cuando Jemmy y él trataron de impedirlo, y cada día la situación se fue haciendo más amenazadora. Jemmy también fue molestado, pero el taciturno York Minster se puso del lado de los nativos y los había dejado solos. En cuanto a Fuegia Basket, se negaba a salir de su cabaña y a saludar a sus amigos del Beagle. No quería en adelante nada con los hombres blancos.
FitzRoy se encontró sorprendido, dolido y asombrado. No se había propuesto hacer nada malo a esta gente; solo había querido ayudarles. ¿Por qué tenían que comportarse así? Pero no estaba resuelto a perder del todo la esperanza. A Matthews, desde luego, volvería a subirle a bordo, pero los otros tenían que quedarse y tratar de extender la luz entre sus salvajes paisanos. Distribuyó hachas entre los grupos de atónitos fueguinos que había alrededor, recomendó a Jemmy y a Minster a Dios y a todos los santos y se hizo a la vela, prometiendo volver.
En realidad pasó un año antes de que volviera, pero la historia de los fueguinos es tan extraordinaria, que conviene relatarla aquí. A la siguiente visita del Beagle el campamento estaba abandonado. York Minster y Fuegia se habían marchado con las cosas pertenecientes a Jemmy y se habían unido a los salvajes. Jemmy se quedó algún tiempo más, pero había dejado el estilo de vida civilizada como si no lo hubiese conocido nunca; sus vestidos habían sido reemplazados por una indumentaria rústica, estaba terriblemente delgado y sus cabellos, tan pulidos en otros tiempos, caían en greñas desagradables sobre su rostro pintado. «Apenas pudimos reconocer al pobre Jemmy —escribe Darwin—. En lugar del mozo bien vestido y elegante que dejamos, encontramos un salvaje escuálido y desnudo.» No obstante, se mostraba amistoso. Fue hasta el Beagle con una canoa a llevar varias pieles de nutria como regalo a FitzRoy y a Bynoe, y dos lanzas para Darwin.
«Comió a bordo con la misma exquisitez y limpieza que antes» —observa Darwin—■. Pero dijo que no quería unirse a ellos. De ninguna manera. Había encontrado una mujer; ella se quedó en la canoa llamándole pero no quiso subir a bordo; esta gente era su gente, aquella era su casa y había acabado con la civilización para siempre. Con todos sus planes por tierra, FitzRoy hizo lo que pudo para salvar al menos este alma. Rogó a Jemmy que siguiera por el buen camino e hizo llegar chales y una capa de encaje dorado a su pequeña y extraña mujer de la canoa, pero Jemmy se mantuvo inflexible. Remó hasta la orilla y lo último que vieron de él los del Beagle fue una figura oscura de pie, junto al fuego, haciendo ademanes de adiós, como observa Darwin, «para toda la vida».
Cualquiera que fuese la consecuencia que sacara FitzRoy, para Darwin, al menos, los hechos estaban claros. Llevando a los nativos a Inglaterra no se les podía hacer más que daño; su breve vistazo de la civilización les había hecho más difícil el vivir en su país nativo; no podía interrumpirse de este modo el curso de la naturaleza esperando tener éxito. Lo más importante de las razas primitivas era que podían sobrevivir solo si se les dejaba a su aire, y libres para ajustar sus movimientos a su propio medio; si se interponía uno en su vida, estas gentes se morían. Los indios de América estaban muriendo, lo mismo que los aborígenes de Australia; a los de la Tierra del Fuego les llegaría pronto su hora. Y, en efecto, a finales del siglo XIX las tres tribus fueguinas que existían estaban al borde de la extinción. Los alacalufes, un pueblo pescador de los canales occidentales, se contaban por miles en la época de la visita de Darwin; hacia 1960 apenas si quedaban unos centenares.
20 marzo 2008
El viaje de Darwin en el «Beagle» por Alan Moorehead (7)
El día 7 de septiembre llegó el barco a la pequeña ciudadela de Bahía Blanca, a unas cuatrocientas millas al sur de Buenos Aires y desde aquí empezó FitzRoy su reconocimiento y mediciones de la costa de Patagonia, todavía no llevada a los mapas con cálculos exactos. Era un lugar desolado. La amplia y desierta bahía estaba llena de bancos de barro, cubiertos de tristes cañas y de ejércitos de cangrejos. En el interior no crecían árboles —apenas llovía nunca— y un viento desolado barría las chatas llanuras de las pampas. La guarnición argentina consistía en un pequeño grupo de gauchos haraposos que hacían el papel de soldados y que vivían como eremitas en un fuerte rodeado de un foso y un muro. Indios bravos, muy distintos de aquellos que habían sido «domesticados», iban y venían por el interior y no era seguro alejarse mucho del fuerte. Los soldados se mostraron recelosos a la vista del Beagle, porque podía suceder que estuviera llevando armas a las tribus o quizá que espiase para algunas potencias extranjeras, y en particular no les gustó nada el aspecto del naturalista Don Carlos Darwin. ¿Qué estaba haciendo en tierra con sus dos pistolas bien ajustadas en el cinturón, y su martillo geológico en la mano? Le siguieron por la playa y le observaron con desconfianza cuando empezó a desenterrar algunos viejos huesos incrustados en la escollera.
En Punta Alta, en las afueras de Bahía Blanca, que fue el lugar de sus mayores descubrimientos, Darwin tropezó con un banco de guijarros cerca de la orilla, a unos veinte pies de altura, con estratos de greda rojiza, alternando con los guijarros. Huesos fosilizados salieron entre la grava y el barro, al pie del banco, extendidos en un área de unas doscientas yardas cuadradas. Al principio Darwin no pudo imaginarse qué era lo que estaba desenterrando: un colmillo, un par de grandes garras, un cráneo parecido al del hipopótamo, un gran caparazón con escamas, que se había petrificado... Lo único que tenían en común los restos, aparte su extravagancia, era su enorme tamaño, mucho mayor que el de cualquier animal conocido, vivo en aquella época. Por entonces, 1832, se habían hecho muy pocos trabajos de investigación sobre la paleontología de la América del Sur; medio siglo antes, el esqueleto de un megaterio o calípedes gigante se encontró en la Argentina y fue enviado a Madrid, y Humboldt y algunos otros viajeros habían desenterrado algunos dientes de mastodonte, pero poco más se conocía; así es que es fácil imaginar la excitación de Darwin al empezar a tomar forma ante sus ojos estos viejos animales prehistóricos, casi legendarios. «El gran tamaño de los huesos de los megaterios es extraordinario», escribió en su Diario. Por entonces Darwin tomó un ayudante llamado Sims Covington, que antes había formado parte de la dotación del Beagle, y que había sido inscrito en libros como «violinista y chico del camarote de popa». Darwin le enseñó a preparar pájaros y animales y a ayudarle en general en sus trabajos. Covington no era, sin embargo, al parecer, muy simpático. «Mi criado es un tipo extraño —escribía Darwin—. No me resulta muy simpático, pero quizá sea su rareza lo que le hace perfectamente apto para mis propósitos.» No obstante, parece que se entendían bien, ya que Covington estuvo al servicio de Darwin muchos años después de que el Beagle volviese a Inglaterra. Darwin y Covington se entregaban al trabajo con hachas puntiagudas. El tiempo corría y Darwin estaba metido de cabeza en su investigación: «He estado por la noche en Punta Alta trabajando durante veinticuatro horas en búsqueda de huesos. Hemos tenido mucho éxito y la noche se ha pasado agradablemente.» Más esqueletos fosilizados salieron a la luz y fueron dispuestos en la playa. Darwin empezó a darse cuenta de que estaba bregando con criaturas que virtualmente eran desconocidas de la zoología moderna y que habían desaparecido de la tierra hacía milenios. Eran partes del calípedes gigante, el monstruo que usaba de sus garras para encaramarse a las cimas de los árboles, ya que solo se alimentaba de vegetales, y de dos o tres animales, igualmente enormes e íntimamente relacionados: el megalonix y el scelidoterio. Consiguió casi un esqueleto completo de este último. Luego estaban el toxodón, «uno de los animales más extraños que se han descubierto»; el armadillo gigante; el colmillo de un milodonte, un elefante extinguido; una macrauchenia, «cuadrúpedo singular» y una especie de llama salvaje tan grande como un camello. Todos estos huesos se hallaban encamados en una gruesa matriz de conchas de mar, «una catacumba perfecta para monstruos de razas extinguidas».
Lo más importante de estos animales para Darwin era que se asemejaban estrechamente a las contrafiguras más pequeñas, vivas en el mundo de hoy: los pequeños perezosos que viven en los árboles, el pequeño armadillo excavador, el delicado guanaco. «Esta maravillosa relación en el mismo continente entre los muertos y los vivos arrojará, no me cabe duda, mucha luz sobre la aparición de los seres orgánicos en nuestro planeta y sobre su desaparición» «—escribió—. ¿Dónde habían estado estas grandes bestias en la época del diluvio? Quizá lo más misterioso de todo fuese el descubrimiento de los huesos de una especie de caballo. Cuando los conquistadores españoles llegaron a la América del Sur en el siglo XVI, el caballo era desconocido. Sin embargo, aquí tenía Darwin la prueba definitiva de que esta clase de animales habían existido en un pasado remoto. ¿Podría significar esto que las varias especies estaban cambiando sin cesar y desarrollándose y que las que no lograron adaptarse al medio que les rodeaba se habían extinguido? Si era así, entonces los habitantes actuales del mundo eran muy distintos de los que Dios creó originalmente. Aún más: había que plantearse algunas preguntas sobre si la creación pudo haberse llevado a cabo en una sola semana. La creación era un proceso continuo que había estado en marcha durante mucho tiempo. ¿Qué era lo que había exterminado a tantas especies? «Ciertamente, no hay un hecho en la larga historia del mundo tan asombroso, tan extendido ni tan repetido como la exterminación de sus habitantes» —escribió Darwin—. Acarició la idea de que los cambios de clima explicasen la exterminación y, después de considerar muchas teorías, llegó a la conclusión de que el istmo de Panamá pudo, en otro tiempo, haberse hallado sumergido. Esto era exacto: durante setenta millones de años no hubo istmo de Panamá; la América del Sur era una isla y estos grandes animales vivieron en un aislamiento absoluto. Cuando el istmo se elevó y América del Norte quedó unida a América del Sur, permitiendo la entrada de nuevos animales de presa y nuevos rivales, el destino de la mayoría de estos curiosos e indefensos animales quedó sellado.
Cuando Darwin llevó sus ejemplares a bordo del Beagle Wickham se disgustó por «el barullo» que organizaba en sus limpias cubiertas y gruñó contra «aquel condenado material». FitzRoy recordaba más tarde «cómo nos reíamos ante la aparente basura que llevaba a bordo con frecuencia». Pero para Darwin era aquello cuestión importante, y debió de ser por entonces cuando empezó a discutir con FitzRoy sobre la autenticidad de la historia del diluvio. ¿Cómo habían podido entrar estas enormes criaturas en el arca? FitzRoy tenía la respuesta: no todos los animales habían logrado entrar en el arca, explicó; por alguna divina razón, algunos habían quedado fuera y se habían ahogado. Pero Darwin protestaba: ¿se habían ahogado? Había pruebas, las conchas de mar, por ejemplo, de que aquí la costa se había levantado por encima del mar y que estos animales corrieron por las pampas de la misma manera que los guanacos en la época actual. La tierra no se había elevado, dijo FitzRoy; había sido el mar el que se elevó y de ahí los huesos de los animales, que eran una prueba adicional del diluvio.
En aquella primera etapa del viaje, Darwin no estaba preparado para exponer sus teorías de manera convincente; él mismo se veía desorientado, necesitaba más pruebas, le hacía falta más tiempo para pensar en lo que le habían proporcionado sus hallazgos, y hasta se mostraba inclinado a creer que aquellas ideas nuevas y perturbadoras que poblaban su mente eran erróneas. Desde luego, no tenía ningún deseo de negar la verdad de la Biblia; era sencillamente cuestión de interpretación, la manera de interpretar sus palabras a la luz de la ciencia moderna. En este aspecto FitzRoy se mostraba muy deseoso de echarle una mano. Y casi nos parece ver a los dos hombres en el pequeño camarote, con la lámpara moviéndose sobre sus cabezas y los veintidós cronómetros marcando el tic-tac, y los libros abiertos esparcidos ante ellos: la Biblia de páginas sobadas de FitzRoy y el segundo volumen de Lyell sobre geología, que acababa de llegar a las manos de Darwin... Sin embargo, de alguna manera, entre una y otra cosa, pensaban los dos hombres, se podría llegar a la verdad. Por último, a finales de noviembre de 1832 se encaminaron hacia el Sur para llevar a cabo el experimento en el que el propio FitzRoy había puesto grandes ilusiones: el desembarco de Jemmy Button y sus amigos en las costas occidentales de la Tierra del Fuego, donde habían vivido anteriormente, y el enclave de un puesto avanzado de la cristiandad en aquella costa remota y solitaria.
En Punta Alta, en las afueras de Bahía Blanca, que fue el lugar de sus mayores descubrimientos, Darwin tropezó con un banco de guijarros cerca de la orilla, a unos veinte pies de altura, con estratos de greda rojiza, alternando con los guijarros. Huesos fosilizados salieron entre la grava y el barro, al pie del banco, extendidos en un área de unas doscientas yardas cuadradas. Al principio Darwin no pudo imaginarse qué era lo que estaba desenterrando: un colmillo, un par de grandes garras, un cráneo parecido al del hipopótamo, un gran caparazón con escamas, que se había petrificado... Lo único que tenían en común los restos, aparte su extravagancia, era su enorme tamaño, mucho mayor que el de cualquier animal conocido, vivo en aquella época. Por entonces, 1832, se habían hecho muy pocos trabajos de investigación sobre la paleontología de la América del Sur; medio siglo antes, el esqueleto de un megaterio o calípedes gigante se encontró en la Argentina y fue enviado a Madrid, y Humboldt y algunos otros viajeros habían desenterrado algunos dientes de mastodonte, pero poco más se conocía; así es que es fácil imaginar la excitación de Darwin al empezar a tomar forma ante sus ojos estos viejos animales prehistóricos, casi legendarios. «El gran tamaño de los huesos de los megaterios es extraordinario», escribió en su Diario. Por entonces Darwin tomó un ayudante llamado Sims Covington, que antes había formado parte de la dotación del Beagle, y que había sido inscrito en libros como «violinista y chico del camarote de popa». Darwin le enseñó a preparar pájaros y animales y a ayudarle en general en sus trabajos. Covington no era, sin embargo, al parecer, muy simpático. «Mi criado es un tipo extraño —escribía Darwin—. No me resulta muy simpático, pero quizá sea su rareza lo que le hace perfectamente apto para mis propósitos.» No obstante, parece que se entendían bien, ya que Covington estuvo al servicio de Darwin muchos años después de que el Beagle volviese a Inglaterra. Darwin y Covington se entregaban al trabajo con hachas puntiagudas. El tiempo corría y Darwin estaba metido de cabeza en su investigación: «He estado por la noche en Punta Alta trabajando durante veinticuatro horas en búsqueda de huesos. Hemos tenido mucho éxito y la noche se ha pasado agradablemente.» Más esqueletos fosilizados salieron a la luz y fueron dispuestos en la playa. Darwin empezó a darse cuenta de que estaba bregando con criaturas que virtualmente eran desconocidas de la zoología moderna y que habían desaparecido de la tierra hacía milenios. Eran partes del calípedes gigante, el monstruo que usaba de sus garras para encaramarse a las cimas de los árboles, ya que solo se alimentaba de vegetales, y de dos o tres animales, igualmente enormes e íntimamente relacionados: el megalonix y el scelidoterio. Consiguió casi un esqueleto completo de este último. Luego estaban el toxodón, «uno de los animales más extraños que se han descubierto»; el armadillo gigante; el colmillo de un milodonte, un elefante extinguido; una macrauchenia, «cuadrúpedo singular» y una especie de llama salvaje tan grande como un camello. Todos estos huesos se hallaban encamados en una gruesa matriz de conchas de mar, «una catacumba perfecta para monstruos de razas extinguidas».
Lo más importante de estos animales para Darwin era que se asemejaban estrechamente a las contrafiguras más pequeñas, vivas en el mundo de hoy: los pequeños perezosos que viven en los árboles, el pequeño armadillo excavador, el delicado guanaco. «Esta maravillosa relación en el mismo continente entre los muertos y los vivos arrojará, no me cabe duda, mucha luz sobre la aparición de los seres orgánicos en nuestro planeta y sobre su desaparición» «—escribió—. ¿Dónde habían estado estas grandes bestias en la época del diluvio? Quizá lo más misterioso de todo fuese el descubrimiento de los huesos de una especie de caballo. Cuando los conquistadores españoles llegaron a la América del Sur en el siglo XVI, el caballo era desconocido. Sin embargo, aquí tenía Darwin la prueba definitiva de que esta clase de animales habían existido en un pasado remoto. ¿Podría significar esto que las varias especies estaban cambiando sin cesar y desarrollándose y que las que no lograron adaptarse al medio que les rodeaba se habían extinguido? Si era así, entonces los habitantes actuales del mundo eran muy distintos de los que Dios creó originalmente. Aún más: había que plantearse algunas preguntas sobre si la creación pudo haberse llevado a cabo en una sola semana. La creación era un proceso continuo que había estado en marcha durante mucho tiempo. ¿Qué era lo que había exterminado a tantas especies? «Ciertamente, no hay un hecho en la larga historia del mundo tan asombroso, tan extendido ni tan repetido como la exterminación de sus habitantes» —escribió Darwin—. Acarició la idea de que los cambios de clima explicasen la exterminación y, después de considerar muchas teorías, llegó a la conclusión de que el istmo de Panamá pudo, en otro tiempo, haberse hallado sumergido. Esto era exacto: durante setenta millones de años no hubo istmo de Panamá; la América del Sur era una isla y estos grandes animales vivieron en un aislamiento absoluto. Cuando el istmo se elevó y América del Norte quedó unida a América del Sur, permitiendo la entrada de nuevos animales de presa y nuevos rivales, el destino de la mayoría de estos curiosos e indefensos animales quedó sellado.
Cuando Darwin llevó sus ejemplares a bordo del Beagle Wickham se disgustó por «el barullo» que organizaba en sus limpias cubiertas y gruñó contra «aquel condenado material». FitzRoy recordaba más tarde «cómo nos reíamos ante la aparente basura que llevaba a bordo con frecuencia». Pero para Darwin era aquello cuestión importante, y debió de ser por entonces cuando empezó a discutir con FitzRoy sobre la autenticidad de la historia del diluvio. ¿Cómo habían podido entrar estas enormes criaturas en el arca? FitzRoy tenía la respuesta: no todos los animales habían logrado entrar en el arca, explicó; por alguna divina razón, algunos habían quedado fuera y se habían ahogado. Pero Darwin protestaba: ¿se habían ahogado? Había pruebas, las conchas de mar, por ejemplo, de que aquí la costa se había levantado por encima del mar y que estos animales corrieron por las pampas de la misma manera que los guanacos en la época actual. La tierra no se había elevado, dijo FitzRoy; había sido el mar el que se elevó y de ahí los huesos de los animales, que eran una prueba adicional del diluvio.
En aquella primera etapa del viaje, Darwin no estaba preparado para exponer sus teorías de manera convincente; él mismo se veía desorientado, necesitaba más pruebas, le hacía falta más tiempo para pensar en lo que le habían proporcionado sus hallazgos, y hasta se mostraba inclinado a creer que aquellas ideas nuevas y perturbadoras que poblaban su mente eran erróneas. Desde luego, no tenía ningún deseo de negar la verdad de la Biblia; era sencillamente cuestión de interpretación, la manera de interpretar sus palabras a la luz de la ciencia moderna. En este aspecto FitzRoy se mostraba muy deseoso de echarle una mano. Y casi nos parece ver a los dos hombres en el pequeño camarote, con la lámpara moviéndose sobre sus cabezas y los veintidós cronómetros marcando el tic-tac, y los libros abiertos esparcidos ante ellos: la Biblia de páginas sobadas de FitzRoy y el segundo volumen de Lyell sobre geología, que acababa de llegar a las manos de Darwin... Sin embargo, de alguna manera, entre una y otra cosa, pensaban los dos hombres, se podría llegar a la verdad. Por último, a finales de noviembre de 1832 se encaminaron hacia el Sur para llevar a cabo el experimento en el que el propio FitzRoy había puesto grandes ilusiones: el desembarco de Jemmy Button y sus amigos en las costas occidentales de la Tierra del Fuego, donde habían vivido anteriormente, y el enclave de un puesto avanzado de la cristiandad en aquella costa remota y solitaria.
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