05 marzo 2008

Imago Mundi. (7/9). Germán Arciniegas

La fábula camina por valles y montes, cruza mares y cordilleras, se abandona a las corrientes del tiempo. Los siglos, antes de destruirla, la agigantan. Las distancias no la borran: le dan nuevo, resplandeciente, colorido. El cuento de unas mujeres reinas de un territorio al cual los hombres solo tendrían acceso una vez al año, protegidas por el ardiente ímpetu de la agresividad femenina, es invención antiquísima. Herodoto habla de aquellas amazonas viricidas y Plutarco les señala un vasto territorio ruso encuadrado entre el Cáucaso y el Volga. Otros piensan que las amazonas estarían en los contornos del Báltico, en Suecia o en Finlandia. Francisco Támara las situaba en el África, en la Sierra Leona; Duarte López en Etiopía: la reina de las amazonas etíopes nunca conoce varón y es venerada como diosa. Hay la tradición de que a esa vida y costumbre las llevó la reina de Saba en tiempos de Salomón y que por la nobleza de este origen la protegen y ayudan los reyes comarcanos.
Sea lo que fuere de este apólogo que se diría inventado por un sindicato de maridos temblorosos frente al poder de sus mujeres, la Edad Media recogió estos inventos y los adornó con variaciones infinitas. Los ingleses aparecen en primer término poniendo a cocinar mil historias fantásticas en un libro del siglo VIII —Liber Monstruorum—. Luego viene la carta de fray Giovanni donde habla de la provincia Femmenie a donde los hombres solo pueden llegar una vez al año y que está gobernada por tres reinas. El cuento francés es más abierto. Está recogido con el nombre de Sidrac y dice que al campo de las amazonas los hombres van cuatro veces al año y entonces son los banquetes, los bailes y los ayuntamientos placenteros que duran ocho días. Luego, se van los hombres a esperar que venga la nueva estación. En el Mappemonde de Pierre —siglo XIII— las amazonas aparecen como las guerreras famosas que contribuyen con sus fuerzas al asalto de Troya. En su provincia, dice, hay dos castillos y sus tierras confinan con Hircania, nación rica en animales extraños. En los bosques hay grandes pájaros fosforescentes cuyas alas alumbran en la noche...
Caminando así la novela de los griegos, llega en 1440 a quedar bajo el prestigio del cardenal D'Ailly, que la traslada a su Imago Mundi, de donde la toma don Cristóbal Colón. Con la leyenda va él navegando en sus carabelas. Las amazonas, piensa, no han de estar ni en el África, ni en Escandinavia, sino en el Asia a donde se encamina. Llegando al Caribe, como un encantador, echa al viento la noticia, y en pos de las amazonas se mueven lo mismo adalides que soldados. No es cosa solo de españoles crédulos: la novela no es de España sino de toda Europa. Hombres de todas las naciones y lenguas, unos porque han leído el cuento, otros porque lo han oído, todos se mueven hacia la misma ilusión y aceptan ese capítulo de la geografía fantástica que principalmente ha llegado a España desde Francia. Los primeros convencidos son los italianos, con Colón a la cabeza. De Colón recibe el informe otro italiano, Pietro Mártir, que lo traslada en sus cartas al Papa, y así se difunde en el mundo latino. Otro italiano, Pigafetta, que acompaña al portugués Magallanes en la vuelta al mundo, dice que las amazonas están en la isla de Ocoloro, al sur de Java: las fecunda el viento. Giovanni Botero Benesi, en cambio, sabe que están en el gran río de América: «Caso che si tu guardi la propietá del vocabulo di Amazzone e favula, ma si tu guardi l'effeto che si attribuiva alle Amazzone che é combatere, non e mirabili in quei paesi...» Italia es el país ideal para hacerle coro a la noticia, y así no hay que sorprenderse si Ariosto lo hace en su Orlando Furioso...
Era Alemania el gran país de la magia. Los alemanes —los de los Welser y los Fugger-—», que entran en la gran aventura americana siguen la corriente fabulosa y la acrecientan. Federmann sale del Coro en Venezuela en busca de El Dorado, y en el camino se entera de que en la cuenca del Orinoco se encuentran amazonas y pigmeos. Al sur, en el Río de la Plata, Ulrich Schmidt, que se ha incorporado a los españoles que hacen el descubrimiento y conquista del Paraguay, recibe las mismas informaciones que su distante compañero Federmann.
Pasa el turno a los ingleses, que estaban muy bien preparados para aceptarlo todo desde el siglo VIII cuando se compuso para anglosajones el libro de los monstruos Liber Monstruorum, citado como antecedente a la carta de fray Giovanni. Además, entre sus viajeros está Sir John Mandeville que reverdece el mito amazónico. En todo caso, Sir Walter Raleigh lo acoge y uno de los capítulos fascinantes de su viaje a Guayana es el de estas mujeres del Orinoco.
Los grandes herederos de la fábula serán los portugueses en cuyo imperio americano la hoya del Amazonas forma la gran entraña verde del Sur. En las relaciones de quienes la exploran queda la esencia, el compendio, la suma del mundo mágico, y así las amazonas entran por derecho propio a las Lusíadas de Camoens.
Lo de los españoles es obvio por la amplitud que ha dado a sus conquistas la propia bula del Papa cuando les fijó el meridiano para que hicieran bajo su bandera toda la colonización hacia el occidente. Juan Díaz descubre en Yucatán el hogar de las famosas guerreras, de cuyas fortalezas tiene noticias, y el gobernador de Cuba, Diego Velásquez, al hacer las capitulaciones que ponen en manos de Hernán Cortés la conquista de México, en la cláusula pertinente dice: «Porque dizque hay gentes de orejas grandes y anchas y otras que tienen caras como de perro, buscadlas... y así mismo dónde y en qué parte están las amazonas que dicen los indios que vos lleváis...» Cortés, a su turno, siendo tan objetivo en sus cartas, escribe más tarde a Carlos V cómo ha tenido noticia por los indios de haber una isla toda poblada de mujeres, sin varón ninguno, y encomienda a su pariente Francisco Cortés explorar la tierra de las amazonas de que hablan las antiguas historias. Linda manera de hacer que los indios entren ahí mismo a participar en la fábula europea. Cristóbal de Olid por Ceguatán, y Nuño de Guzmán por Michoacán, van cada uno por su parte en busca de las amazonas mexicanas, tal como el hermano de Jiménez de Quesada, Hernán Pérez, lo hace en el Nuevo Reino de Granada. De Chile escribe Agustín de Zarate: «Los indios de Leuchogona dijeron a los españoles que hay entre dos ríos una gran provincia toda poblada de mujeres». En el Paraguay el encantado es Hernando de Rivera cuyas noticias recoge y transmite Alvar Núñez Cabeza de Vaca: «Hacia el noroeste habitan y tienen muy grandes pueblos unas mujeres que tienen mucho metal blanco y amarillo: los asientos y servicios de sus casas son todos de esos metales: su reina es una mujer... Cercana, está una nación de indios pigmeos.»
Para abreviar el relato, digamos que las amazonas que llevó a América la mente confusa y soñadora de Colón se convierten en algo que puebla el corazón de Sur América, se prolonga a Chile y el Río de la Plata, se dilata hasta el Perú, Nueva Granada, Venezuela y Guayana, y en la América del Norte deja el nombre de la reina de las Amazonas, California, clavado en una península, un mar, un golfo, y dos estados, en donde se unen los candores de mexicanos y yanquis de nuestro tiempo.
La leyenda torna a Europa. Se multiplica en los libros de Caballería —Las Sergas de Esplandián, Lisuarte de Grecia—, que edita el alemán Cromberg en Sevilla, y en los de Historia que editan los impresores flamencos en Amsterdam. Esos historiadores son lo mismo los que de veras han estado en América como Fernández de Oviedo, o los que jamás cruzaron el mar, como Antonio de Herrera o Solís. Y comienza a producirse el mestizaje de las magias. El inca Garcilaso de la Vega, mitad peruano, mitad español, se traslada a España para escribir sus Comentarios Reales y La Florida que contribuyen a difundir el cuento que camina de regreso. Con lo cual se afirma más, en pleno Renacimiento, la tradición de la magia medieval.
Tan a lo vivo se tomaba lo de las amazonas en España, que un agente de Carlos V escribía al emperador en 1533 para decirle que a los puertos de Santander y Laredo habían llegado sesenta naves con diez mil amazonas, atraídas por la fama de ser muy hombres los naturales de esas provincias. Venían a hacer generación, y pagaban por su trabajo, a cada garañón que las preñase, quince ducados por su trabajo... El hecho es que en Valladolid bajó por este motivo el precio de la carne...
Sobra decir de las bellezas de la geografía ilustrada que comenzó a difundirse entonces por Europa, con grabados tan hermosos como los de Bry, hechos en Francfort, y mapas de colores con escenas americanas que por mucho tiempo circularon recreando amazonas, antropófagos, gigantes y pigmeos...

04 marzo 2008

Edith Holden: Marzo


edith holden
edith holden

Imago Mundi. (6/9). Germán Arciniegas

¿Era habitable el hemisferio desconocido de la tierra? ¿Era posible la existencia de los antípodas? ¿Estaría reservado a un infierno terrestre el anverso del planeta? ¿Cristo, al afirmar que su palabra se extendía a todo el universo, pudo ignorar a los antípodas, en caso de que existieran? Una vez, en el siglo VIH, el arzobispo de Magencia informó al Papa Zacarías que había declarado hereje a un cierto obispo, de nombre Virgilio, que osaba sostener la existencia de los antípodas. El Papa escribió al arzobispo: «Si está probado que Virgilio sostiene que hay otro mundo y otros hombres bajo la tierra, otro sol, y otra luna, reunid un concilio, condenadlo, expulsadlo de la Iglesia después de haberlo despojado de su investidura sacerdotal...»
En realidad, solo el descubrimiento del Nuevo Mundo podía sacar de sus dudas al hombre europeo. San Agustín, pensando en la posibilidad de que la tierra fuera esférica, negaba la existencia de los antípodas, y su doctrina fue decisiva por siglos. En la parte dedicada a los Antípodas, la Enciclopedia de Diderot y D'Alambert, resume: «San Agustín, como aparece en el Capítulo IX del Libro XVI de La Ciudad de Dios, después de haber examinado si es cierto que haya Cíclopes, pigmeos y naciones que tengan la cabeza abajo y los pies en alto, pasa a la cuestión de los antípodas y se pregunta si la parte inferior de nuestra tierra es habitada. Comienza por convenir en la esferoicidad de la tierra, y en que haya una parte del globo diametralmente opuesta a esta que habitamos, pero niega que esté poblada, y las razones que trae no están mal para una época en que aún no se había descubierto el Nuevo Mundo...»
Mérito grande era el del cardenal D'Ailly cuando al comentar en 1400 la cuestión, decía: «No conviene detenerse en razones de la imaginación sino en hechos sacados de la experiencia y en teorías verosímiles...» Y ateniéndose a las verosímiles, aceptaba la posibilidad de los antípodas. Pero, ¿cómo serían aquellas criaturas?
Todas las especulaciones antiguas parten de la idea de una tierra tan pequeña que hoy nos parece planeta de bolsillo. Sin pensar en América ni en el Pacífico, Colón iba a buscar en ese globo diminuto el Japón, la India. Tanto que por su culpa quedamos llamándonos indios, y las Antillas Indias Occidentales, y la política de los reyes respecto de nosotros política indiana, y las leyes que se dictaron para nuestro beneficio Leyes de Indias. Los españoles que iban al Nuevo Mundo se convertían en indianos. Colón hablaba de las Indias Occidentales porque serían el extremo occidental de las Indias Orientales. Para saber cómo eran aquellas indias a donde se encaminaba, recogió todo lo que de monstruoso o idílico pintaban los autores, con sus miserias y riquezas, sus calores y sus fríos, sin singularidades y sus rasgos universales. Buen punto de partida para saber cómo fue formándose esta idea de nuestro posible otro mundo es la carta de fray Giovanni escrita desde su reino de la India en el siglo XI. Allí aparece la zoología fabulosa de camellos y lobos blancos, de leones negros, rojos o manchados, de pájaros enormes —los aleriones— que pueden llevar por los aires, en sus garras, un buey enorme para alimentar a sus polluelos que han calentado por cuarenta días y que cuando rompen la cáscara tienen tamaño de águilas. Cumplida, después de cuarenta años, la tarea de dejar estos críos, los aleriones vuelan hacia el mar seguidos de todas las aves del cielo, y se suicidan hundiéndose en las aguas. Las aves del cortejo tornan a cuidar de los polluelos...
En esa India está el ave fénix de plumas incombustibles, y los unicornios rojos, negros y blancos. El blanco -—ese que vemos en las tapicerías— era el más potente, tanto que atacaba a los leones y los vencía. Los esperaba escondido en la floresta. Al pasar el león le hundía, como un acero, el cuerno en las entrañas. Solo entonces, contaba fray Giovanni, se podía atrapar al unicornio mientras forcejeaba por sacar el cuerno de las entrañas del león.
Escribía fray Giovanni de los hombres cornudos y de los que tenían dos ojos, uno delante en la cara y otro atrás de la cabeza, y de los que comían carne humana. Según él, Alejandro de Macedonia colocaba a estas naciones, las de Gog y Magog, entre dos montes, con la ciudad de Orionda por capital. Esas naciones fueron las que anunció el profeta como avanzadas del Anticristo. El anuncio de que algún día saldrían a conquistar el mundo, hizo temer una catástrofe que conmovió el corazón de Rusia. El duelo inmediato era el que podría ocurrir entre la India de fray Giovanni —aliada con las naciones de Gog y Magog— y el reino de Israel. Fray Giovanni había firmado un tratado de paz que sostenía en realidad con su guarnición de tres mil caballeros, quinientos alabarderos, diez mil arqueros y treinta sargentos, más el temor que inspiraban las armas secretas: Gog y Magog. El rey de Israel había cedido, y pagaba un tributo anual de cien cargas de oro, plata y piedras preciosas, que le recogían los doscientos reyes y dos mil cuatrocientos príncipes vasallos. Por su tierra pasaban dos ríos del paraíso terrenal...
Las riquezas de la India eran incontables. El palacio de fray Giovanni fue la lámpara maravillosa que alumbró la noche medieval, enviando desde la remota India su claridad deslumbradora. «La mayor parte de los muros son de sardonia y cornalina. La cornalina, que recibe su nombre de la serpiente cerastis, tiene extrañas virtudes: denuncia a cualquier visitante que entre a palacio portando veneno. Las ventanas son de esmaltado cristal. Las mesas del comedor, de oro y amatista: los aparadores, de marfil. En una vasta sala donde tienen lugar las justas caballerescas, los muros son de ónix, piedra que da valor a los combatientes. De noche, el palacio se ilumina con lámparas alimentadas de bálsamo. En el dormitorio, de oro, ónix y piedras preciosas, con cuatro cornalinas para atemperar la ardiente virtud del ónix, el lecho es de zafiro, para guardar la castidad. Una vez al día se ofrece una comida a treinta mil personas, sin contar ujieres y sirvientes. La mesa es de esmeraldas, con aparadores de amatista, buena contra la ebriedad. Frente al palacio hay un campo para combates singulares. Los combatientes se enfrentan con mazas y escudos. Allí hay un espejo de maravillosa grandeza, al cual se llega por una escalinata de ciento veinticinco gradas de pórfido, serpentina y alabastro, de cristal, jaspe y sardonia, de amatista, ámbar y pantiera. Majestad: ignoraréis por qué yo me llamo fray Giovanni. He aquí el motivo: Muchos personajes de mi corte gozan de grandes honores de la Iglesia. Mi senescal es rey y primado; mi bodeguero, arzobispo y rey; mi chamberlán, obispo y rey... Por humildad, yo me contento con decirme fray. Mis dominios se extienden por tierras que, atravesadas en línea recta, se gastaría cuatro meses en pasarlas... Para que tengáis una idea de mis señoríos, contad las estrellas del cielo, o las arenas del mar... Tengo otro palacio más grande, que mi padre hizo construir para mí cuando supo que iba a nacer. Una voz le dijo que Dios le haría la gracia de que quien entrara en él no sentiría hambre ni frío, ni enfermaría, ni experimentaría malestar alguno. Quien pasara sus umbrales sanaría...»
¿A dónde podían llevar estos delirios, con los cuales la imaginación europea entraba a competir con Las mil y una noches? La respuesta es obvia: al paraíso. Al paraíso que finalmente Colón creyó descubrir en las Antillas.

03 marzo 2008

Calles de Madrid: librería de San Ginés

librería san ginés

Imago Mundi. (5/9). Germán Arciniegas

La Tierra es como un huevo. El huevo de Colón.
—Al Colón que sostiene en la mano la esfera de los siete cielos hay que colocarlo al fondo para contemplar al que le sigue: el de la esfera de la Tierra, mirándola con su insomne pupila medieval. ¿Cómo era entonces el planeta? En el Mappemonde de Pierre -—1217— está muy bien descrita: «El mundo es como un huevo en donde aparecen concéntricamente la cáscara, la clara, la yema, y una gota grasosa, germen de donde nacen los pollos. Así el cielo encierra al mundo dentro de su cáscara, y contiene primero el firmamento estrellado (la clara), luego el aire (la yema), y por último el germen (la tierra).» La idea la desarrolla doscientos cincuenta años más tarde el cardenal D'Ailly, para uso de Colones: «Los filósofos colocan la esfera del fuego debajo de la luna: es allí donde el fuego es más puro. Es invisible a causa de su gran sutileza. Así como el agua es más limpia que la tierra, y el aire más limpio que el agua, el fuego es más sutil y claro que el aire y el cielo más sutil o más claro que el fuego, con excepción de las estrellas que son las partes más densas. Por esto las estrellas son lúcidas y visibles... Luego tenemos la esfera del aire que rodea el agua y la tierra. Comprende tres zonas: la una —la suprema que confina con el fuego— donde no hay ni vientos, ni lluvias, ni rayos, ni fenómenos semejantes. Se piensa que ciertas montañas como el Olimpo llegan a esa zona, y según Aristóteles es allí donde se forman los cometas. Además, la esfera del Fuego, como la zona más alta del aire y los cometas que en ella se forman, hace su revolución en el mismo sentido que el cielo, es decir: de oriente a occidente...
»Luego viene la zona media donde se forman las nubes y los diversos fenómenos meteorológicos, porque es una zona perpetuamente fría.
»En seguida, la zona inferior en que habitan las aves. Y por último, la tierra y el agua. Porque el agua no rodea toda la tierra, sino que deja una parte descubierta para que en ella vivan los animales. Hay una parte de la tierra que es menos pesada que otra: la que por ser más alta se aleja más del centro del planeta. El resto, fuera de las islas, está todo cubierto de agua, según la opinión de los filósofos. La tierra, como elemento más pesado, se encuentra al centro del mundo, y constituye en efecto el centro de la Tierra o gravedad. Según otros autores el centro de gravedad de la tierra y el agua es el centro mismo del globo.
»Aunque la tierra esté modelada con montañas y valles, causa de su imperfecta redondez, se la puede considerar como redonda, lo cual explica que los eclipses de luna causados por la sombra proyectada por la tierra aparezcan como redondos. Por esto decimos que la tierra es redonda: su forma es casi redonda...»
Algo salta a la vista de esta página: el triunfo de la poesía. Una poesía que lo invade todo: la astronomía, la geografía, la filosofía, la Summa.
Germán Arciniegas publicó este artículo en la 'Revista de Occidente' en Abril de 1972

02 marzo 2008

Una fuente en la Plaza de España. Madrid

una fuente

Imago Mundi. (4/9). Germán Arciniegas

Pedro Alliaco, un personaje.
—Sobre Pierre d'Ailly habría mucho que decir y queda por escribir la bio­grafía de este caballero enciclopédico que, se ha dicho, se anticipó a Descartes como filósofo en la teoría del conocimiento. Para él el conocimiento de nosotros mismos es más seguro que la percepción de los objetos exteriores. «No podría equivocarme afirmando que yo existo, en tanto que en la creencia de la existencia de los objetos exteriores podría haber error...» Político, polemista, teólogo, profesor, fue canciller de la Sorbona y de Notre Dame, tesorero de la Saint Chapelle, con­fesor del rey. El rey le escogió para que fuera a entre­vistarse con el Papa Luna —es decir: el antipapa Benedicto XIII— y pedirle la renuncia como punto de partida para lograr la unidad de la Iglesia, unidad en que pocos estaban tan empeñados como D'Ailly, y exigían lo mismo la Universidad de París que el clero de Francia. Pierre d'Ailly fue a Aviñón, y en vez de tornar con la renuncia, lo que trajo fue el nombra­miento que Luna le hizo para Arzobispo de Cambray, uno de los más lucrativos de Francia. D'Ailly tuvo que apoderarse del cargo con las armas en la mano, porque ni esa era la voluntad del otro Papa, ni la del imperio, y para llegar a Cambray, D'Ailly tuvo que escapar a las tropas que para impedírselo comandaba el duque de Borgoña.
Lo propio ocurrió cuando el mismo rey le envió a convencer a Clemente VII, el antipapa de Roma, para sacarle la misma renuncia. Bonifacio siguió inmutable, pero D'Ailly tornó más rico. Bonifacio Ferrer dejó este juicio: «Para hacer callar a este dragón que vomi­taba llamas (D'Ailly) Clemente VII le había dado un grueso beneficio: el bocado fue tan grande que se le atragantó en el gaznate.» Y fue cierto. Hasta la muerte de Clemente, D'Ailly guardó el más cuidadoso silencio. Era mala educación hablar con la boca llena.
Por último, cuando ya no había dos papas sino tres —momento culminante del cisma de Occidente— D'Ailly va otra vez a Roma a pedir a Juan XXIII la renuncia. Tres grandes le acompañan. Regresan todos de tan delicada misión dejando a Juan en el solio, y ellos hechos cardenales. Por eso hablamos hoy del cardenal Pierre d'Ailly. Esta distinción —eso sí— no impidió a D'Ailly figurar más tarde entre los adver­sarios que al fin destituyeron a Juan XXIII, poniendo en vigor la vieja doctrina de D'Ailly de que el poder de los concilios está por encima del que tengan los papas, meros administradores de la Iglesia.
Publicado en la 'Revista de Occidente' en abril de 1973 por Germán Arciniegas

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