04 marzo 2008

Edith Holden: Marzo


edith holden
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Imago Mundi. (6/9). Germán Arciniegas

¿Era habitable el hemisferio desconocido de la tierra? ¿Era posible la existencia de los antípodas? ¿Estaría reservado a un infierno terrestre el anverso del planeta? ¿Cristo, al afirmar que su palabra se extendía a todo el universo, pudo ignorar a los antípodas, en caso de que existieran? Una vez, en el siglo VIH, el arzobispo de Magencia informó al Papa Zacarías que había declarado hereje a un cierto obispo, de nombre Virgilio, que osaba sostener la existencia de los antípodas. El Papa escribió al arzobispo: «Si está probado que Virgilio sostiene que hay otro mundo y otros hombres bajo la tierra, otro sol, y otra luna, reunid un concilio, condenadlo, expulsadlo de la Iglesia después de haberlo despojado de su investidura sacerdotal...»
En realidad, solo el descubrimiento del Nuevo Mundo podía sacar de sus dudas al hombre europeo. San Agustín, pensando en la posibilidad de que la tierra fuera esférica, negaba la existencia de los antípodas, y su doctrina fue decisiva por siglos. En la parte dedicada a los Antípodas, la Enciclopedia de Diderot y D'Alambert, resume: «San Agustín, como aparece en el Capítulo IX del Libro XVI de La Ciudad de Dios, después de haber examinado si es cierto que haya Cíclopes, pigmeos y naciones que tengan la cabeza abajo y los pies en alto, pasa a la cuestión de los antípodas y se pregunta si la parte inferior de nuestra tierra es habitada. Comienza por convenir en la esferoicidad de la tierra, y en que haya una parte del globo diametralmente opuesta a esta que habitamos, pero niega que esté poblada, y las razones que trae no están mal para una época en que aún no se había descubierto el Nuevo Mundo...»
Mérito grande era el del cardenal D'Ailly cuando al comentar en 1400 la cuestión, decía: «No conviene detenerse en razones de la imaginación sino en hechos sacados de la experiencia y en teorías verosímiles...» Y ateniéndose a las verosímiles, aceptaba la posibilidad de los antípodas. Pero, ¿cómo serían aquellas criaturas?
Todas las especulaciones antiguas parten de la idea de una tierra tan pequeña que hoy nos parece planeta de bolsillo. Sin pensar en América ni en el Pacífico, Colón iba a buscar en ese globo diminuto el Japón, la India. Tanto que por su culpa quedamos llamándonos indios, y las Antillas Indias Occidentales, y la política de los reyes respecto de nosotros política indiana, y las leyes que se dictaron para nuestro beneficio Leyes de Indias. Los españoles que iban al Nuevo Mundo se convertían en indianos. Colón hablaba de las Indias Occidentales porque serían el extremo occidental de las Indias Orientales. Para saber cómo eran aquellas indias a donde se encaminaba, recogió todo lo que de monstruoso o idílico pintaban los autores, con sus miserias y riquezas, sus calores y sus fríos, sin singularidades y sus rasgos universales. Buen punto de partida para saber cómo fue formándose esta idea de nuestro posible otro mundo es la carta de fray Giovanni escrita desde su reino de la India en el siglo XI. Allí aparece la zoología fabulosa de camellos y lobos blancos, de leones negros, rojos o manchados, de pájaros enormes —los aleriones— que pueden llevar por los aires, en sus garras, un buey enorme para alimentar a sus polluelos que han calentado por cuarenta días y que cuando rompen la cáscara tienen tamaño de águilas. Cumplida, después de cuarenta años, la tarea de dejar estos críos, los aleriones vuelan hacia el mar seguidos de todas las aves del cielo, y se suicidan hundiéndose en las aguas. Las aves del cortejo tornan a cuidar de los polluelos...
En esa India está el ave fénix de plumas incombustibles, y los unicornios rojos, negros y blancos. El blanco -—ese que vemos en las tapicerías— era el más potente, tanto que atacaba a los leones y los vencía. Los esperaba escondido en la floresta. Al pasar el león le hundía, como un acero, el cuerno en las entrañas. Solo entonces, contaba fray Giovanni, se podía atrapar al unicornio mientras forcejeaba por sacar el cuerno de las entrañas del león.
Escribía fray Giovanni de los hombres cornudos y de los que tenían dos ojos, uno delante en la cara y otro atrás de la cabeza, y de los que comían carne humana. Según él, Alejandro de Macedonia colocaba a estas naciones, las de Gog y Magog, entre dos montes, con la ciudad de Orionda por capital. Esas naciones fueron las que anunció el profeta como avanzadas del Anticristo. El anuncio de que algún día saldrían a conquistar el mundo, hizo temer una catástrofe que conmovió el corazón de Rusia. El duelo inmediato era el que podría ocurrir entre la India de fray Giovanni —aliada con las naciones de Gog y Magog— y el reino de Israel. Fray Giovanni había firmado un tratado de paz que sostenía en realidad con su guarnición de tres mil caballeros, quinientos alabarderos, diez mil arqueros y treinta sargentos, más el temor que inspiraban las armas secretas: Gog y Magog. El rey de Israel había cedido, y pagaba un tributo anual de cien cargas de oro, plata y piedras preciosas, que le recogían los doscientos reyes y dos mil cuatrocientos príncipes vasallos. Por su tierra pasaban dos ríos del paraíso terrenal...
Las riquezas de la India eran incontables. El palacio de fray Giovanni fue la lámpara maravillosa que alumbró la noche medieval, enviando desde la remota India su claridad deslumbradora. «La mayor parte de los muros son de sardonia y cornalina. La cornalina, que recibe su nombre de la serpiente cerastis, tiene extrañas virtudes: denuncia a cualquier visitante que entre a palacio portando veneno. Las ventanas son de esmaltado cristal. Las mesas del comedor, de oro y amatista: los aparadores, de marfil. En una vasta sala donde tienen lugar las justas caballerescas, los muros son de ónix, piedra que da valor a los combatientes. De noche, el palacio se ilumina con lámparas alimentadas de bálsamo. En el dormitorio, de oro, ónix y piedras preciosas, con cuatro cornalinas para atemperar la ardiente virtud del ónix, el lecho es de zafiro, para guardar la castidad. Una vez al día se ofrece una comida a treinta mil personas, sin contar ujieres y sirvientes. La mesa es de esmeraldas, con aparadores de amatista, buena contra la ebriedad. Frente al palacio hay un campo para combates singulares. Los combatientes se enfrentan con mazas y escudos. Allí hay un espejo de maravillosa grandeza, al cual se llega por una escalinata de ciento veinticinco gradas de pórfido, serpentina y alabastro, de cristal, jaspe y sardonia, de amatista, ámbar y pantiera. Majestad: ignoraréis por qué yo me llamo fray Giovanni. He aquí el motivo: Muchos personajes de mi corte gozan de grandes honores de la Iglesia. Mi senescal es rey y primado; mi bodeguero, arzobispo y rey; mi chamberlán, obispo y rey... Por humildad, yo me contento con decirme fray. Mis dominios se extienden por tierras que, atravesadas en línea recta, se gastaría cuatro meses en pasarlas... Para que tengáis una idea de mis señoríos, contad las estrellas del cielo, o las arenas del mar... Tengo otro palacio más grande, que mi padre hizo construir para mí cuando supo que iba a nacer. Una voz le dijo que Dios le haría la gracia de que quien entrara en él no sentiría hambre ni frío, ni enfermaría, ni experimentaría malestar alguno. Quien pasara sus umbrales sanaría...»
¿A dónde podían llevar estos delirios, con los cuales la imaginación europea entraba a competir con Las mil y una noches? La respuesta es obvia: al paraíso. Al paraíso que finalmente Colón creyó descubrir en las Antillas.

03 marzo 2008

Calles de Madrid: librería de San Ginés

librería san ginés

Imago Mundi. (5/9). Germán Arciniegas

La Tierra es como un huevo. El huevo de Colón.
—Al Colón que sostiene en la mano la esfera de los siete cielos hay que colocarlo al fondo para contemplar al que le sigue: el de la esfera de la Tierra, mirándola con su insomne pupila medieval. ¿Cómo era entonces el planeta? En el Mappemonde de Pierre -—1217— está muy bien descrita: «El mundo es como un huevo en donde aparecen concéntricamente la cáscara, la clara, la yema, y una gota grasosa, germen de donde nacen los pollos. Así el cielo encierra al mundo dentro de su cáscara, y contiene primero el firmamento estrellado (la clara), luego el aire (la yema), y por último el germen (la tierra).» La idea la desarrolla doscientos cincuenta años más tarde el cardenal D'Ailly, para uso de Colones: «Los filósofos colocan la esfera del fuego debajo de la luna: es allí donde el fuego es más puro. Es invisible a causa de su gran sutileza. Así como el agua es más limpia que la tierra, y el aire más limpio que el agua, el fuego es más sutil y claro que el aire y el cielo más sutil o más claro que el fuego, con excepción de las estrellas que son las partes más densas. Por esto las estrellas son lúcidas y visibles... Luego tenemos la esfera del aire que rodea el agua y la tierra. Comprende tres zonas: la una —la suprema que confina con el fuego— donde no hay ni vientos, ni lluvias, ni rayos, ni fenómenos semejantes. Se piensa que ciertas montañas como el Olimpo llegan a esa zona, y según Aristóteles es allí donde se forman los cometas. Además, la esfera del Fuego, como la zona más alta del aire y los cometas que en ella se forman, hace su revolución en el mismo sentido que el cielo, es decir: de oriente a occidente...
»Luego viene la zona media donde se forman las nubes y los diversos fenómenos meteorológicos, porque es una zona perpetuamente fría.
»En seguida, la zona inferior en que habitan las aves. Y por último, la tierra y el agua. Porque el agua no rodea toda la tierra, sino que deja una parte descubierta para que en ella vivan los animales. Hay una parte de la tierra que es menos pesada que otra: la que por ser más alta se aleja más del centro del planeta. El resto, fuera de las islas, está todo cubierto de agua, según la opinión de los filósofos. La tierra, como elemento más pesado, se encuentra al centro del mundo, y constituye en efecto el centro de la Tierra o gravedad. Según otros autores el centro de gravedad de la tierra y el agua es el centro mismo del globo.
»Aunque la tierra esté modelada con montañas y valles, causa de su imperfecta redondez, se la puede considerar como redonda, lo cual explica que los eclipses de luna causados por la sombra proyectada por la tierra aparezcan como redondos. Por esto decimos que la tierra es redonda: su forma es casi redonda...»
Algo salta a la vista de esta página: el triunfo de la poesía. Una poesía que lo invade todo: la astronomía, la geografía, la filosofía, la Summa.
Germán Arciniegas publicó este artículo en la 'Revista de Occidente' en Abril de 1972

02 marzo 2008

Una fuente en la Plaza de España. Madrid

una fuente

Imago Mundi. (4/9). Germán Arciniegas

Pedro Alliaco, un personaje.
—Sobre Pierre d'Ailly habría mucho que decir y queda por escribir la bio­grafía de este caballero enciclopédico que, se ha dicho, se anticipó a Descartes como filósofo en la teoría del conocimiento. Para él el conocimiento de nosotros mismos es más seguro que la percepción de los objetos exteriores. «No podría equivocarme afirmando que yo existo, en tanto que en la creencia de la existencia de los objetos exteriores podría haber error...» Político, polemista, teólogo, profesor, fue canciller de la Sorbona y de Notre Dame, tesorero de la Saint Chapelle, con­fesor del rey. El rey le escogió para que fuera a entre­vistarse con el Papa Luna —es decir: el antipapa Benedicto XIII— y pedirle la renuncia como punto de partida para lograr la unidad de la Iglesia, unidad en que pocos estaban tan empeñados como D'Ailly, y exigían lo mismo la Universidad de París que el clero de Francia. Pierre d'Ailly fue a Aviñón, y en vez de tornar con la renuncia, lo que trajo fue el nombra­miento que Luna le hizo para Arzobispo de Cambray, uno de los más lucrativos de Francia. D'Ailly tuvo que apoderarse del cargo con las armas en la mano, porque ni esa era la voluntad del otro Papa, ni la del imperio, y para llegar a Cambray, D'Ailly tuvo que escapar a las tropas que para impedírselo comandaba el duque de Borgoña.
Lo propio ocurrió cuando el mismo rey le envió a convencer a Clemente VII, el antipapa de Roma, para sacarle la misma renuncia. Bonifacio siguió inmutable, pero D'Ailly tornó más rico. Bonifacio Ferrer dejó este juicio: «Para hacer callar a este dragón que vomi­taba llamas (D'Ailly) Clemente VII le había dado un grueso beneficio: el bocado fue tan grande que se le atragantó en el gaznate.» Y fue cierto. Hasta la muerte de Clemente, D'Ailly guardó el más cuidadoso silencio. Era mala educación hablar con la boca llena.
Por último, cuando ya no había dos papas sino tres —momento culminante del cisma de Occidente— D'Ailly va otra vez a Roma a pedir a Juan XXIII la renuncia. Tres grandes le acompañan. Regresan todos de tan delicada misión dejando a Juan en el solio, y ellos hechos cardenales. Por eso hablamos hoy del cardenal Pierre d'Ailly. Esta distinción —eso sí— no impidió a D'Ailly figurar más tarde entre los adver­sarios que al fin destituyeron a Juan XXIII, poniendo en vigor la vieja doctrina de D'Ailly de que el poder de los concilios está por encima del que tengan los papas, meros administradores de la Iglesia.
Publicado en la 'Revista de Occidente' en abril de 1973 por Germán Arciniegas

Serie: azulejos