03 marzo 2008
Imago Mundi. (5/9). Germán Arciniegas
La Tierra es como un huevo. El huevo de Colón.
—Al Colón que sostiene en la mano la esfera de los siete cielos hay que colocarlo al fondo para contemplar al que le sigue: el de la esfera de la Tierra, mirándola con su insomne pupila medieval. ¿Cómo era entonces el planeta? En el Mappemonde de Pierre -—1217— está muy bien descrita: «El mundo es como un huevo en donde aparecen concéntricamente la cáscara, la clara, la yema, y una gota grasosa, germen de donde nacen los pollos. Así el cielo encierra al mundo dentro de su cáscara, y contiene primero el firmamento estrellado (la clara), luego el aire (la yema), y por último el germen (la tierra).» La idea la desarrolla doscientos cincuenta años más tarde el cardenal D'Ailly, para uso de Colones: «Los filósofos colocan la esfera del fuego debajo de la luna: es allí donde el fuego es más puro. Es invisible a causa de su gran sutileza. Así como el agua es más limpia que la tierra, y el aire más limpio que el agua, el fuego es más sutil y claro que el aire y el cielo más sutil o más claro que el fuego, con excepción de las estrellas que son las partes más densas. Por esto las estrellas son lúcidas y visibles... Luego tenemos la esfera del aire que rodea el agua y la tierra. Comprende tres zonas: la una —la suprema que confina con el fuego— donde no hay ni vientos, ni lluvias, ni rayos, ni fenómenos semejantes. Se piensa que ciertas montañas como el Olimpo llegan a esa zona, y según Aristóteles es allí donde se forman los cometas. Además, la esfera del Fuego, como la zona más alta del aire y los cometas que en ella se forman, hace su revolución en el mismo sentido que el cielo, es decir: de oriente a occidente...
»Luego viene la zona media donde se forman las nubes y los diversos fenómenos meteorológicos, porque es una zona perpetuamente fría.
»En seguida, la zona inferior en que habitan las aves. Y por último, la tierra y el agua. Porque el agua no rodea toda la tierra, sino que deja una parte descubierta para que en ella vivan los animales. Hay una parte de la tierra que es menos pesada que otra: la que por ser más alta se aleja más del centro del planeta. El resto, fuera de las islas, está todo cubierto de agua, según la opinión de los filósofos. La tierra, como elemento más pesado, se encuentra al centro del mundo, y constituye en efecto el centro de la Tierra o gravedad. Según otros autores el centro de gravedad de la tierra y el agua es el centro mismo del globo.
»Aunque la tierra esté modelada con montañas y valles, causa de su imperfecta redondez, se la puede considerar como redonda, lo cual explica que los eclipses de luna causados por la sombra proyectada por la tierra aparezcan como redondos. Por esto decimos que la tierra es redonda: su forma es casi redonda...»
Algo salta a la vista de esta página: el triunfo de la poesía. Una poesía que lo invade todo: la astronomía, la geografía, la filosofía, la Summa.
—Al Colón que sostiene en la mano la esfera de los siete cielos hay que colocarlo al fondo para contemplar al que le sigue: el de la esfera de la Tierra, mirándola con su insomne pupila medieval. ¿Cómo era entonces el planeta? En el Mappemonde de Pierre -—1217— está muy bien descrita: «El mundo es como un huevo en donde aparecen concéntricamente la cáscara, la clara, la yema, y una gota grasosa, germen de donde nacen los pollos. Así el cielo encierra al mundo dentro de su cáscara, y contiene primero el firmamento estrellado (la clara), luego el aire (la yema), y por último el germen (la tierra).» La idea la desarrolla doscientos cincuenta años más tarde el cardenal D'Ailly, para uso de Colones: «Los filósofos colocan la esfera del fuego debajo de la luna: es allí donde el fuego es más puro. Es invisible a causa de su gran sutileza. Así como el agua es más limpia que la tierra, y el aire más limpio que el agua, el fuego es más sutil y claro que el aire y el cielo más sutil o más claro que el fuego, con excepción de las estrellas que son las partes más densas. Por esto las estrellas son lúcidas y visibles... Luego tenemos la esfera del aire que rodea el agua y la tierra. Comprende tres zonas: la una —la suprema que confina con el fuego— donde no hay ni vientos, ni lluvias, ni rayos, ni fenómenos semejantes. Se piensa que ciertas montañas como el Olimpo llegan a esa zona, y según Aristóteles es allí donde se forman los cometas. Además, la esfera del Fuego, como la zona más alta del aire y los cometas que en ella se forman, hace su revolución en el mismo sentido que el cielo, es decir: de oriente a occidente...
»Luego viene la zona media donde se forman las nubes y los diversos fenómenos meteorológicos, porque es una zona perpetuamente fría.
»En seguida, la zona inferior en que habitan las aves. Y por último, la tierra y el agua. Porque el agua no rodea toda la tierra, sino que deja una parte descubierta para que en ella vivan los animales. Hay una parte de la tierra que es menos pesada que otra: la que por ser más alta se aleja más del centro del planeta. El resto, fuera de las islas, está todo cubierto de agua, según la opinión de los filósofos. La tierra, como elemento más pesado, se encuentra al centro del mundo, y constituye en efecto el centro de la Tierra o gravedad. Según otros autores el centro de gravedad de la tierra y el agua es el centro mismo del globo.
»Aunque la tierra esté modelada con montañas y valles, causa de su imperfecta redondez, se la puede considerar como redonda, lo cual explica que los eclipses de luna causados por la sombra proyectada por la tierra aparezcan como redondos. Por esto decimos que la tierra es redonda: su forma es casi redonda...»
Algo salta a la vista de esta página: el triunfo de la poesía. Una poesía que lo invade todo: la astronomía, la geografía, la filosofía, la Summa.
Germán Arciniegas publicó este artículo en la 'Revista de Occidente' en Abril de 1972
02 marzo 2008
Imago Mundi. (4/9). Germán Arciniegas
Pedro Alliaco, un personaje.
—Sobre Pierre d'Ailly habría mucho que decir y queda por escribir la biografía de este caballero enciclopédico que, se ha dicho, se anticipó a Descartes como filósofo en la teoría del conocimiento. Para él el conocimiento de nosotros mismos es más seguro que la percepción de los objetos exteriores. «No podría equivocarme afirmando que yo existo, en tanto que en la creencia de la existencia de los objetos exteriores podría haber error...» Político, polemista, teólogo, profesor, fue canciller de la Sorbona y de Notre Dame, tesorero de la Saint Chapelle, confesor del rey. El rey le escogió para que fuera a entrevistarse con el Papa Luna —es decir: el antipapa Benedicto XIII— y pedirle la renuncia como punto de partida para lograr la unidad de la Iglesia, unidad en que pocos estaban tan empeñados como D'Ailly, y exigían lo mismo la Universidad de París que el clero de Francia. Pierre d'Ailly fue a Aviñón, y en vez de tornar con la renuncia, lo que trajo fue el nombramiento que Luna le hizo para Arzobispo de Cambray, uno de los más lucrativos de Francia. D'Ailly tuvo que apoderarse del cargo con las armas en la mano, porque ni esa era la voluntad del otro Papa, ni la del imperio, y para llegar a Cambray, D'Ailly tuvo que escapar a las tropas que para impedírselo comandaba el duque de Borgoña.
Lo propio ocurrió cuando el mismo rey le envió a convencer a Clemente VII, el antipapa de Roma, para sacarle la misma renuncia. Bonifacio siguió inmutable, pero D'Ailly tornó más rico. Bonifacio Ferrer dejó este juicio: «Para hacer callar a este dragón que vomitaba llamas (D'Ailly) Clemente VII le había dado un grueso beneficio: el bocado fue tan grande que se le atragantó en el gaznate.» Y fue cierto. Hasta la muerte de Clemente, D'Ailly guardó el más cuidadoso silencio. Era mala educación hablar con la boca llena.
Por último, cuando ya no había dos papas sino tres —momento culminante del cisma de Occidente— D'Ailly va otra vez a Roma a pedir a Juan XXIII la renuncia. Tres grandes le acompañan. Regresan todos de tan delicada misión dejando a Juan en el solio, y ellos hechos cardenales. Por eso hablamos hoy del cardenal Pierre d'Ailly. Esta distinción —eso sí— no impidió a D'Ailly figurar más tarde entre los adversarios que al fin destituyeron a Juan XXIII, poniendo en vigor la vieja doctrina de D'Ailly de que el poder de los concilios está por encima del que tengan los papas, meros administradores de la Iglesia.
—Sobre Pierre d'Ailly habría mucho que decir y queda por escribir la biografía de este caballero enciclopédico que, se ha dicho, se anticipó a Descartes como filósofo en la teoría del conocimiento. Para él el conocimiento de nosotros mismos es más seguro que la percepción de los objetos exteriores. «No podría equivocarme afirmando que yo existo, en tanto que en la creencia de la existencia de los objetos exteriores podría haber error...» Político, polemista, teólogo, profesor, fue canciller de la Sorbona y de Notre Dame, tesorero de la Saint Chapelle, confesor del rey. El rey le escogió para que fuera a entrevistarse con el Papa Luna —es decir: el antipapa Benedicto XIII— y pedirle la renuncia como punto de partida para lograr la unidad de la Iglesia, unidad en que pocos estaban tan empeñados como D'Ailly, y exigían lo mismo la Universidad de París que el clero de Francia. Pierre d'Ailly fue a Aviñón, y en vez de tornar con la renuncia, lo que trajo fue el nombramiento que Luna le hizo para Arzobispo de Cambray, uno de los más lucrativos de Francia. D'Ailly tuvo que apoderarse del cargo con las armas en la mano, porque ni esa era la voluntad del otro Papa, ni la del imperio, y para llegar a Cambray, D'Ailly tuvo que escapar a las tropas que para impedírselo comandaba el duque de Borgoña.
Lo propio ocurrió cuando el mismo rey le envió a convencer a Clemente VII, el antipapa de Roma, para sacarle la misma renuncia. Bonifacio siguió inmutable, pero D'Ailly tornó más rico. Bonifacio Ferrer dejó este juicio: «Para hacer callar a este dragón que vomitaba llamas (D'Ailly) Clemente VII le había dado un grueso beneficio: el bocado fue tan grande que se le atragantó en el gaznate.» Y fue cierto. Hasta la muerte de Clemente, D'Ailly guardó el más cuidadoso silencio. Era mala educación hablar con la boca llena.
Por último, cuando ya no había dos papas sino tres —momento culminante del cisma de Occidente— D'Ailly va otra vez a Roma a pedir a Juan XXIII la renuncia. Tres grandes le acompañan. Regresan todos de tan delicada misión dejando a Juan en el solio, y ellos hechos cardenales. Por eso hablamos hoy del cardenal Pierre d'Ailly. Esta distinción —eso sí— no impidió a D'Ailly figurar más tarde entre los adversarios que al fin destituyeron a Juan XXIII, poniendo en vigor la vieja doctrina de D'Ailly de que el poder de los concilios está por encima del que tengan los papas, meros administradores de la Iglesia.
Publicado en la 'Revista de Occidente' en abril de 1973 por Germán Arciniegas
01 marzo 2008
Imago Mundi. (3/9). Germán Arciniegas
El Mundo es una fábula.
—Para el europeo que está metido en el fondo de una edad de pocas y dificilísimas comunicaciones, en un continente donde solo quienes viven cerca del mar conocen tierras extrañas y los cuentos que traen de sus viajes son sacos de increíbles mentiras que la gente está dispuesta a aceptar por la irresistible atracción del misterio, todo empezaba a ser extraordinario aun dentro del mismo viejo continente. La maravilla, eso sí, iba ensanchándose hacia fuera. De esta manera: en Serdeña hay una yerba que hace morir de risa (risa sardónica). En Ibiza no hay serpientes, y en la isla Colombina abundan. En Meroes no hay sombra y hay pozos de cien pies de fondo y siete de ancho donde el sol brilla al fondo. Scyla es la isla de los Cíclopes. Platón «un cler plein de grant pris», coloca cerca una isla más grande que Europa y África reunidas, que se hundió en el mar enfurecido: la isla perdida que fue a buscar San Bredán. En Irlanda, donde hay pájaros que nacen de los árboles y caen del pico cuando están maduros, como las frutas, existe un lugar —el Purgatorio— que arde al fuego como una parrilla; los pecadores no arrepentidos que van allá desaparecen de repente, y los que sufren en proporción a los pecados cometidos, cuando regresan ya no vuelven nunca a sonreír. En Thule los árboles son siempre verdes, lo mismo en verano que en invierno. En Bretaña, de la cima de un peñón, cuando brota agua, el viento se desata y la lluvia y los truenos y los elementos enfurecen. Allá hay hombres que llevan cola, que les cuelga del trasero. En el Monte San Bernardo, en los Alpes, hay mujeres a quienes les crece el mentón hasta los senos, y es ahí donde reside su belleza, y hay hermafroditas y hombres que nacen sin manos ni pies...
A medida que avanzan las comunicaciones, se disipan estas imágenes, pero la imaginación va situándolas en el mundo que está por reconocer, es decir: en la América presentida, que de 1492 en adelante quedará oscilando entre el descubrimiento y la exploración.
Los problemas que se imponían a la consideración del contemplador de la naturaleza eran de complejidad infinita. ¿Por qué la paloma alimenta los polluelos de otras aves? ¿Por qué el ruiseñor muere cantando? El cisne es blanco por fuera, negro por dentro. Los guijarros se van al fondo del agua o el aceite, pero quedan flotando sobre el azogue. Los rayos del sol ennegrecen la piel del hombre, y blanquean la ropa. El hierro hace saltar chispas del pedernal. La tierra, siendo pesada, se mantiene suspendida en el cielo sin base ni columnas que la sostengan...
Todas estas cosas que aparecen en el siglo XIII como imágenes inmortales de una tradición de siglos, Gautier de Metz las traslada a sus poemas interminables y ciento y tantos años más tarde las reverdece D'Ailly. Un siglo después las acoge Colón. La historia no termina ahí. La fábula sigue sirviendo de inspiración a las novelas de caballería que se publican furiosamente en España en cuanto empiezan a producirse los descubrimientos, y alientan a los conquistadores empujándolos a las más atrevidas exploraciones, como lo ha ilustrado estupendamente Irving Leonard en su obra Books of the Brave. Pierre d'Ailly queda como el hilo conductor de la fantasía, cuando se convierte en el motor que anima a Colón. Edmond Buros, que publicó en 1930 el texto íntegro del libro de D'Ailly, traduciéndolo del latín y reproduciendo las notas escritas al margen por Colón, dice: «D'Ailly, por sus enseñanzas tan sugestivas, ha sido el inspirador de Colón y debe considerarse como el padre espiritual de América.» A este padre nuestro que está por las nubes tenemos que recurrir para darnos cuenta de una América prefabricada a la manera occidental, conocida antes de que Colón la descubra. Colón es el producto natural de siglos encantados. Hasta hoy ha sido costumbre insistir en la carta de Paolo del Pozzo Toscanelli como el documento más importante en que se apoyó Colón para fundamentar su aventura. No es así. En realidad Toscanelli fue el pretexto que encontró Colón para sacar adelante las teorías del autor de Imago Mundi. D'Ailly ya traía citas de Aristóteles —«es pequeño el mar que separa a España del Oriente de la India» —; de Séneca «—«esa distancia puede ser franqueada en pocos días con viento favorable»—; de Plinio —«la navegación del golfo de Arabia a las columnas de Hércules se hace en poco tiempo...» Toscanelli, al decir que viajando hacia el occidente se llegará al oriente, no es sino el sabio contemporáneo de Colón que confirma todo esto, tanto que Harrise en su estudio sobre Toscanelli llega a decir que la carta del florentino muy bien ha podido ser un falso fácil de producir. D'Ailly, como más antiguo, es el puente imaginario que permite ir de las costas ibéricas a las islas del Japón poniendo un estribo en la Edad Media y otro en la Edad Moderna.
—Para el europeo que está metido en el fondo de una edad de pocas y dificilísimas comunicaciones, en un continente donde solo quienes viven cerca del mar conocen tierras extrañas y los cuentos que traen de sus viajes son sacos de increíbles mentiras que la gente está dispuesta a aceptar por la irresistible atracción del misterio, todo empezaba a ser extraordinario aun dentro del mismo viejo continente. La maravilla, eso sí, iba ensanchándose hacia fuera. De esta manera: en Serdeña hay una yerba que hace morir de risa (risa sardónica). En Ibiza no hay serpientes, y en la isla Colombina abundan. En Meroes no hay sombra y hay pozos de cien pies de fondo y siete de ancho donde el sol brilla al fondo. Scyla es la isla de los Cíclopes. Platón «un cler plein de grant pris», coloca cerca una isla más grande que Europa y África reunidas, que se hundió en el mar enfurecido: la isla perdida que fue a buscar San Bredán. En Irlanda, donde hay pájaros que nacen de los árboles y caen del pico cuando están maduros, como las frutas, existe un lugar —el Purgatorio— que arde al fuego como una parrilla; los pecadores no arrepentidos que van allá desaparecen de repente, y los que sufren en proporción a los pecados cometidos, cuando regresan ya no vuelven nunca a sonreír. En Thule los árboles son siempre verdes, lo mismo en verano que en invierno. En Bretaña, de la cima de un peñón, cuando brota agua, el viento se desata y la lluvia y los truenos y los elementos enfurecen. Allá hay hombres que llevan cola, que les cuelga del trasero. En el Monte San Bernardo, en los Alpes, hay mujeres a quienes les crece el mentón hasta los senos, y es ahí donde reside su belleza, y hay hermafroditas y hombres que nacen sin manos ni pies...
A medida que avanzan las comunicaciones, se disipan estas imágenes, pero la imaginación va situándolas en el mundo que está por reconocer, es decir: en la América presentida, que de 1492 en adelante quedará oscilando entre el descubrimiento y la exploración.
Los problemas que se imponían a la consideración del contemplador de la naturaleza eran de complejidad infinita. ¿Por qué la paloma alimenta los polluelos de otras aves? ¿Por qué el ruiseñor muere cantando? El cisne es blanco por fuera, negro por dentro. Los guijarros se van al fondo del agua o el aceite, pero quedan flotando sobre el azogue. Los rayos del sol ennegrecen la piel del hombre, y blanquean la ropa. El hierro hace saltar chispas del pedernal. La tierra, siendo pesada, se mantiene suspendida en el cielo sin base ni columnas que la sostengan...
Todas estas cosas que aparecen en el siglo XIII como imágenes inmortales de una tradición de siglos, Gautier de Metz las traslada a sus poemas interminables y ciento y tantos años más tarde las reverdece D'Ailly. Un siglo después las acoge Colón. La historia no termina ahí. La fábula sigue sirviendo de inspiración a las novelas de caballería que se publican furiosamente en España en cuanto empiezan a producirse los descubrimientos, y alientan a los conquistadores empujándolos a las más atrevidas exploraciones, como lo ha ilustrado estupendamente Irving Leonard en su obra Books of the Brave. Pierre d'Ailly queda como el hilo conductor de la fantasía, cuando se convierte en el motor que anima a Colón. Edmond Buros, que publicó en 1930 el texto íntegro del libro de D'Ailly, traduciéndolo del latín y reproduciendo las notas escritas al margen por Colón, dice: «D'Ailly, por sus enseñanzas tan sugestivas, ha sido el inspirador de Colón y debe considerarse como el padre espiritual de América.» A este padre nuestro que está por las nubes tenemos que recurrir para darnos cuenta de una América prefabricada a la manera occidental, conocida antes de que Colón la descubra. Colón es el producto natural de siglos encantados. Hasta hoy ha sido costumbre insistir en la carta de Paolo del Pozzo Toscanelli como el documento más importante en que se apoyó Colón para fundamentar su aventura. No es así. En realidad Toscanelli fue el pretexto que encontró Colón para sacar adelante las teorías del autor de Imago Mundi. D'Ailly ya traía citas de Aristóteles —«es pequeño el mar que separa a España del Oriente de la India» —; de Séneca «—«esa distancia puede ser franqueada en pocos días con viento favorable»—; de Plinio —«la navegación del golfo de Arabia a las columnas de Hércules se hace en poco tiempo...» Toscanelli, al decir que viajando hacia el occidente se llegará al oriente, no es sino el sabio contemporáneo de Colón que confirma todo esto, tanto que Harrise en su estudio sobre Toscanelli llega a decir que la carta del florentino muy bien ha podido ser un falso fácil de producir. D'Ailly, como más antiguo, es el puente imaginario que permite ir de las costas ibéricas a las islas del Japón poniendo un estribo en la Edad Media y otro en la Edad Moderna.
Publicado en la Revista de Occidente en abril de 1972
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