01 marzo 2008
Imago Mundi. (3/9). Germán Arciniegas
El Mundo es una fábula.
—Para el europeo que está metido en el fondo de una edad de pocas y dificilísimas comunicaciones, en un continente donde solo quienes viven cerca del mar conocen tierras extrañas y los cuentos que traen de sus viajes son sacos de increíbles mentiras que la gente está dispuesta a aceptar por la irresistible atracción del misterio, todo empezaba a ser extraordinario aun dentro del mismo viejo continente. La maravilla, eso sí, iba ensanchándose hacia fuera. De esta manera: en Serdeña hay una yerba que hace morir de risa (risa sardónica). En Ibiza no hay serpientes, y en la isla Colombina abundan. En Meroes no hay sombra y hay pozos de cien pies de fondo y siete de ancho donde el sol brilla al fondo. Scyla es la isla de los Cíclopes. Platón «un cler plein de grant pris», coloca cerca una isla más grande que Europa y África reunidas, que se hundió en el mar enfurecido: la isla perdida que fue a buscar San Bredán. En Irlanda, donde hay pájaros que nacen de los árboles y caen del pico cuando están maduros, como las frutas, existe un lugar —el Purgatorio— que arde al fuego como una parrilla; los pecadores no arrepentidos que van allá desaparecen de repente, y los que sufren en proporción a los pecados cometidos, cuando regresan ya no vuelven nunca a sonreír. En Thule los árboles son siempre verdes, lo mismo en verano que en invierno. En Bretaña, de la cima de un peñón, cuando brota agua, el viento se desata y la lluvia y los truenos y los elementos enfurecen. Allá hay hombres que llevan cola, que les cuelga del trasero. En el Monte San Bernardo, en los Alpes, hay mujeres a quienes les crece el mentón hasta los senos, y es ahí donde reside su belleza, y hay hermafroditas y hombres que nacen sin manos ni pies...
A medida que avanzan las comunicaciones, se disipan estas imágenes, pero la imaginación va situándolas en el mundo que está por reconocer, es decir: en la América presentida, que de 1492 en adelante quedará oscilando entre el descubrimiento y la exploración.
Los problemas que se imponían a la consideración del contemplador de la naturaleza eran de complejidad infinita. ¿Por qué la paloma alimenta los polluelos de otras aves? ¿Por qué el ruiseñor muere cantando? El cisne es blanco por fuera, negro por dentro. Los guijarros se van al fondo del agua o el aceite, pero quedan flotando sobre el azogue. Los rayos del sol ennegrecen la piel del hombre, y blanquean la ropa. El hierro hace saltar chispas del pedernal. La tierra, siendo pesada, se mantiene suspendida en el cielo sin base ni columnas que la sostengan...
Todas estas cosas que aparecen en el siglo XIII como imágenes inmortales de una tradición de siglos, Gautier de Metz las traslada a sus poemas interminables y ciento y tantos años más tarde las reverdece D'Ailly. Un siglo después las acoge Colón. La historia no termina ahí. La fábula sigue sirviendo de inspiración a las novelas de caballería que se publican furiosamente en España en cuanto empiezan a producirse los descubrimientos, y alientan a los conquistadores empujándolos a las más atrevidas exploraciones, como lo ha ilustrado estupendamente Irving Leonard en su obra Books of the Brave. Pierre d'Ailly queda como el hilo conductor de la fantasía, cuando se convierte en el motor que anima a Colón. Edmond Buros, que publicó en 1930 el texto íntegro del libro de D'Ailly, traduciéndolo del latín y reproduciendo las notas escritas al margen por Colón, dice: «D'Ailly, por sus enseñanzas tan sugestivas, ha sido el inspirador de Colón y debe considerarse como el padre espiritual de América.» A este padre nuestro que está por las nubes tenemos que recurrir para darnos cuenta de una América prefabricada a la manera occidental, conocida antes de que Colón la descubra. Colón es el producto natural de siglos encantados. Hasta hoy ha sido costumbre insistir en la carta de Paolo del Pozzo Toscanelli como el documento más importante en que se apoyó Colón para fundamentar su aventura. No es así. En realidad Toscanelli fue el pretexto que encontró Colón para sacar adelante las teorías del autor de Imago Mundi. D'Ailly ya traía citas de Aristóteles —«es pequeño el mar que separa a España del Oriente de la India» —; de Séneca «—«esa distancia puede ser franqueada en pocos días con viento favorable»—; de Plinio —«la navegación del golfo de Arabia a las columnas de Hércules se hace en poco tiempo...» Toscanelli, al decir que viajando hacia el occidente se llegará al oriente, no es sino el sabio contemporáneo de Colón que confirma todo esto, tanto que Harrise en su estudio sobre Toscanelli llega a decir que la carta del florentino muy bien ha podido ser un falso fácil de producir. D'Ailly, como más antiguo, es el puente imaginario que permite ir de las costas ibéricas a las islas del Japón poniendo un estribo en la Edad Media y otro en la Edad Moderna.
—Para el europeo que está metido en el fondo de una edad de pocas y dificilísimas comunicaciones, en un continente donde solo quienes viven cerca del mar conocen tierras extrañas y los cuentos que traen de sus viajes son sacos de increíbles mentiras que la gente está dispuesta a aceptar por la irresistible atracción del misterio, todo empezaba a ser extraordinario aun dentro del mismo viejo continente. La maravilla, eso sí, iba ensanchándose hacia fuera. De esta manera: en Serdeña hay una yerba que hace morir de risa (risa sardónica). En Ibiza no hay serpientes, y en la isla Colombina abundan. En Meroes no hay sombra y hay pozos de cien pies de fondo y siete de ancho donde el sol brilla al fondo. Scyla es la isla de los Cíclopes. Platón «un cler plein de grant pris», coloca cerca una isla más grande que Europa y África reunidas, que se hundió en el mar enfurecido: la isla perdida que fue a buscar San Bredán. En Irlanda, donde hay pájaros que nacen de los árboles y caen del pico cuando están maduros, como las frutas, existe un lugar —el Purgatorio— que arde al fuego como una parrilla; los pecadores no arrepentidos que van allá desaparecen de repente, y los que sufren en proporción a los pecados cometidos, cuando regresan ya no vuelven nunca a sonreír. En Thule los árboles son siempre verdes, lo mismo en verano que en invierno. En Bretaña, de la cima de un peñón, cuando brota agua, el viento se desata y la lluvia y los truenos y los elementos enfurecen. Allá hay hombres que llevan cola, que les cuelga del trasero. En el Monte San Bernardo, en los Alpes, hay mujeres a quienes les crece el mentón hasta los senos, y es ahí donde reside su belleza, y hay hermafroditas y hombres que nacen sin manos ni pies...
A medida que avanzan las comunicaciones, se disipan estas imágenes, pero la imaginación va situándolas en el mundo que está por reconocer, es decir: en la América presentida, que de 1492 en adelante quedará oscilando entre el descubrimiento y la exploración.
Los problemas que se imponían a la consideración del contemplador de la naturaleza eran de complejidad infinita. ¿Por qué la paloma alimenta los polluelos de otras aves? ¿Por qué el ruiseñor muere cantando? El cisne es blanco por fuera, negro por dentro. Los guijarros se van al fondo del agua o el aceite, pero quedan flotando sobre el azogue. Los rayos del sol ennegrecen la piel del hombre, y blanquean la ropa. El hierro hace saltar chispas del pedernal. La tierra, siendo pesada, se mantiene suspendida en el cielo sin base ni columnas que la sostengan...
Todas estas cosas que aparecen en el siglo XIII como imágenes inmortales de una tradición de siglos, Gautier de Metz las traslada a sus poemas interminables y ciento y tantos años más tarde las reverdece D'Ailly. Un siglo después las acoge Colón. La historia no termina ahí. La fábula sigue sirviendo de inspiración a las novelas de caballería que se publican furiosamente en España en cuanto empiezan a producirse los descubrimientos, y alientan a los conquistadores empujándolos a las más atrevidas exploraciones, como lo ha ilustrado estupendamente Irving Leonard en su obra Books of the Brave. Pierre d'Ailly queda como el hilo conductor de la fantasía, cuando se convierte en el motor que anima a Colón. Edmond Buros, que publicó en 1930 el texto íntegro del libro de D'Ailly, traduciéndolo del latín y reproduciendo las notas escritas al margen por Colón, dice: «D'Ailly, por sus enseñanzas tan sugestivas, ha sido el inspirador de Colón y debe considerarse como el padre espiritual de América.» A este padre nuestro que está por las nubes tenemos que recurrir para darnos cuenta de una América prefabricada a la manera occidental, conocida antes de que Colón la descubra. Colón es el producto natural de siglos encantados. Hasta hoy ha sido costumbre insistir en la carta de Paolo del Pozzo Toscanelli como el documento más importante en que se apoyó Colón para fundamentar su aventura. No es así. En realidad Toscanelli fue el pretexto que encontró Colón para sacar adelante las teorías del autor de Imago Mundi. D'Ailly ya traía citas de Aristóteles —«es pequeño el mar que separa a España del Oriente de la India» —; de Séneca «—«esa distancia puede ser franqueada en pocos días con viento favorable»—; de Plinio —«la navegación del golfo de Arabia a las columnas de Hércules se hace en poco tiempo...» Toscanelli, al decir que viajando hacia el occidente se llegará al oriente, no es sino el sabio contemporáneo de Colón que confirma todo esto, tanto que Harrise en su estudio sobre Toscanelli llega a decir que la carta del florentino muy bien ha podido ser un falso fácil de producir. D'Ailly, como más antiguo, es el puente imaginario que permite ir de las costas ibéricas a las islas del Japón poniendo un estribo en la Edad Media y otro en la Edad Moderna.
Publicado en la Revista de Occidente en abril de 1972
29 febrero 2008
Imago Mundi. (2/9). Germán Arciniegas
Colón y La esfera encantada.
—Los libros que Colón conoce —tres o cuatro fuera de las Sagradas Escrituras y textos fragmentarios de los Santos Padres— le llenan la cabeza con el desdoblamiento maravilloso de la gran novela mágica europea. Mira al otro mundo a través de ese espejismo. Aun los viajeros que de veras han explorado el Asia —sobre todo Marco Polo— hablan de provincias de Oriente pobladas de una fauna, una flora, un reino mineral que luego reproducen los Bestiarios, las Florestas y Jardines en donde habita el unicornio, los Lapidarios. Ni hablemos de los exploradores legendarios —Juan de Mandeville, Fray Giovanni— cuyos escritos están circulando desde hace cientos de años por cortes, monasterios, universidades... De todos esos libros, el que más golpea en la curiosidad de Colón, el que descubre su curiosidad naciente es un cierto Imago Mundi, del cardenal Pierre d'Ailly, conocido mejor como Pedro Alliaco, así latinizado y castellanizado por el fraile y el almirante (Las Casas y Colón), según el estilo español.
En su ejemplar de Imago Mundi, Colón escribió, de su puño y letra, en las márgenes, 898 notas. Hay páginas en que el texto queda ahogado por este contexto. El no discute en las notas lo que escribe el cardenal «—rarísima vez lo hace—, sino que lo subraya. Pone de testigo al cardenal para fundamentar sus proyectos. D'Ailly es el mago que le da la mano y empuja a la aventura. Lo hermoso es encontrarse con un Colón que antes del gran viaje se nos presenta como un pensador, sentado sobre la piedra filosofal, y en la mano una esfera transparente que observa hipnotizado. No es precisamente la de la tierra, cuya circunferencia va a seguir. La esfera que contempla es la varias veces celestial que D'Ailly ha tomado de los sabios anteriores. En los libros más antiguos aparece dibujada como siete esferas metidas —pensemos en un juguete chino— una dentro de otra. Son esferas transparentes de colores que corresponden a los siete cielos, bóvedas en que se mueven la luna, los planetas, el sol, las estrellas. Colón mira en la esfera su destino y crece en él un poder divino, fuera de la razón, sobrenatural. El poder que algún día le permitirá codearse con reyes y reinas, y —¿por qué no?— dialogar con el Creador del universo, con el Padre Eterno.
D'Ailly es un personaje de cien años atrás. Político y universitario, combatió la magia como filósofo de la nueva ola, y al propio tiempo la buscó. Libró la primera gran batalla por la reforma del calendario —hubiera podido recordarse hoy tanto como al papa Gregorio— y salió a la palestra en defensa del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen. Razonaba y soñaba. Sacaría, a lo mejor, mayor certeza de sueños que de raciocinios. A Colón estas cualidades —si las supo— le arrobarían. Colón era el conquistador conquistado. Con la esfera en la mano asistía al descubrimiento de sí mismo y de las potencias que iban a ser instrumento formidable de su propia ambición. Había en él una mezcla de incontenible deseo de riquezas y honores, y de fantasía desatada, como hubo en D'Ailly el acaparador de riquezas, y el soñador que rompía lanzas por la unidad de la iglesia, el idealista que preconizaba el poder democrático de los concilios enfrentándolo a la autoridad monárquica del papa.
En una página de Imago Mundi presenta D'Ailly su esfera con este comentario: «En esta figura solo se reproducen las nueve esferas celestes que conforman hoy las teorías de los astrólogos. Aristóteles solo admitió ocho. Saturno, naturalmente frío, tiene efectos sobre las sequías. Su esfera es blanca y su influencia maligna. Júpiter es cálido y húmedo: su esfera clara y pura atempera el carácter maligno de Saturno. Marte, cálido y seco, es a la vez ígneo y radiante: esfera nociva y de influencia belicosa. El Sol es cálido y luminoso: en su esfera se opera la variedad de las estaciones: ilumina las estrellas. Es de un volumen superior a cada una de ellas. La esfera de Venus es cálida y húmeda. Venus es por sí misma el más resplandeciente de los astros y acompaña siempre al Sol: si le precede es lucífera; si le sigue, véspera. Mercurio es radiante y gravita siempre con el Sol llevándole una distancia constante de XXVII grados: por esto rara vez es visible. La Luna es húmeda y fría y madre de las aguas. Iluminada por el Sol, alumbra de noche. Los astrólogos atribuyen propiedades e influencias diversas y múltiples a dichos signos y divisiones del zoodiaco, propiedades que no hay que admitir con fe demasiado crédula, ni rechazar con incredulidad excesiva...»
Esta Imagen del Mundo que cae en manos de Colón es una de las muchas que se han escrito y dibujado, de siglos atrás, y en ningún caso la más célebre. Pero a distancia de las anteriores, tiene ya una como temblorosa aproximación al Renacimiento que comienza su alborada. D'Ailly está en el punto mismo en que no hay que tener una fe demasiado crédula, ni una incredulidad excesiva. Con esta circunstancia: su ciencia, que viene de muy atrás —como cualquier resumen que se haga en ese momento-— tiene que partir del tiempo mágico, donde se dan la mano astrónomos y astrólogos. Una Imago Mundi mucho más antigua que la suya, es la de Gautier de Metz —siglo XIII—. Arthur Piaget publicó no hace mucho este olvidado texto, y al hacerlo lo presentó diciendo: «En las vastas enciclopedias que aparecen en el siglo XIII se encuentran Bestiarios y Lapidarios y otras obras con títulos como estos: Imagen del Mundo, Mapamundi, Espejo del Mundo, Pequeña Filosofía, Luz de los Laicos, Naturaleza de las Cosas, Propiedades de las Cosas. Estas obras, en latín o en francés, en verso o en prosa, teológicas, filosóficas, geográficas, son en lo general compilaciones sin originalidad, cuyos materiales se han tomado a diestra y siniestra de autores sagrados y profanos -—Aristóteles, Plinio, Solín, Isidoro de Sevilla, Honorio de Autin— o del Antiguo y el Nuevo Testamento, de los Padres de la Iglesia, de los fisiólogos Paladio, Isaac, Jacques Vitry... De la Imago Mundi, de Gautier de Metz, tenemos dos redacciones, una de siete mil versos de 1245, y otra revisada y aumentada con cosa de cuatro mil versos, de 1247...»
En su ejemplar de Imago Mundi, Colón escribió, de su puño y letra, en las márgenes, 898 notas. Hay páginas en que el texto queda ahogado por este contexto. El no discute en las notas lo que escribe el cardenal «—rarísima vez lo hace—, sino que lo subraya. Pone de testigo al cardenal para fundamentar sus proyectos. D'Ailly es el mago que le da la mano y empuja a la aventura. Lo hermoso es encontrarse con un Colón que antes del gran viaje se nos presenta como un pensador, sentado sobre la piedra filosofal, y en la mano una esfera transparente que observa hipnotizado. No es precisamente la de la tierra, cuya circunferencia va a seguir. La esfera que contempla es la varias veces celestial que D'Ailly ha tomado de los sabios anteriores. En los libros más antiguos aparece dibujada como siete esferas metidas —pensemos en un juguete chino— una dentro de otra. Son esferas transparentes de colores que corresponden a los siete cielos, bóvedas en que se mueven la luna, los planetas, el sol, las estrellas. Colón mira en la esfera su destino y crece en él un poder divino, fuera de la razón, sobrenatural. El poder que algún día le permitirá codearse con reyes y reinas, y —¿por qué no?— dialogar con el Creador del universo, con el Padre Eterno.
D'Ailly es un personaje de cien años atrás. Político y universitario, combatió la magia como filósofo de la nueva ola, y al propio tiempo la buscó. Libró la primera gran batalla por la reforma del calendario —hubiera podido recordarse hoy tanto como al papa Gregorio— y salió a la palestra en defensa del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen. Razonaba y soñaba. Sacaría, a lo mejor, mayor certeza de sueños que de raciocinios. A Colón estas cualidades —si las supo— le arrobarían. Colón era el conquistador conquistado. Con la esfera en la mano asistía al descubrimiento de sí mismo y de las potencias que iban a ser instrumento formidable de su propia ambición. Había en él una mezcla de incontenible deseo de riquezas y honores, y de fantasía desatada, como hubo en D'Ailly el acaparador de riquezas, y el soñador que rompía lanzas por la unidad de la iglesia, el idealista que preconizaba el poder democrático de los concilios enfrentándolo a la autoridad monárquica del papa.
En una página de Imago Mundi presenta D'Ailly su esfera con este comentario: «En esta figura solo se reproducen las nueve esferas celestes que conforman hoy las teorías de los astrólogos. Aristóteles solo admitió ocho. Saturno, naturalmente frío, tiene efectos sobre las sequías. Su esfera es blanca y su influencia maligna. Júpiter es cálido y húmedo: su esfera clara y pura atempera el carácter maligno de Saturno. Marte, cálido y seco, es a la vez ígneo y radiante: esfera nociva y de influencia belicosa. El Sol es cálido y luminoso: en su esfera se opera la variedad de las estaciones: ilumina las estrellas. Es de un volumen superior a cada una de ellas. La esfera de Venus es cálida y húmeda. Venus es por sí misma el más resplandeciente de los astros y acompaña siempre al Sol: si le precede es lucífera; si le sigue, véspera. Mercurio es radiante y gravita siempre con el Sol llevándole una distancia constante de XXVII grados: por esto rara vez es visible. La Luna es húmeda y fría y madre de las aguas. Iluminada por el Sol, alumbra de noche. Los astrólogos atribuyen propiedades e influencias diversas y múltiples a dichos signos y divisiones del zoodiaco, propiedades que no hay que admitir con fe demasiado crédula, ni rechazar con incredulidad excesiva...»
Esta Imagen del Mundo que cae en manos de Colón es una de las muchas que se han escrito y dibujado, de siglos atrás, y en ningún caso la más célebre. Pero a distancia de las anteriores, tiene ya una como temblorosa aproximación al Renacimiento que comienza su alborada. D'Ailly está en el punto mismo en que no hay que tener una fe demasiado crédula, ni una incredulidad excesiva. Con esta circunstancia: su ciencia, que viene de muy atrás —como cualquier resumen que se haga en ese momento-— tiene que partir del tiempo mágico, donde se dan la mano astrónomos y astrólogos. Una Imago Mundi mucho más antigua que la suya, es la de Gautier de Metz —siglo XIII—. Arthur Piaget publicó no hace mucho este olvidado texto, y al hacerlo lo presentó diciendo: «En las vastas enciclopedias que aparecen en el siglo XIII se encuentran Bestiarios y Lapidarios y otras obras con títulos como estos: Imagen del Mundo, Mapamundi, Espejo del Mundo, Pequeña Filosofía, Luz de los Laicos, Naturaleza de las Cosas, Propiedades de las Cosas. Estas obras, en latín o en francés, en verso o en prosa, teológicas, filosóficas, geográficas, son en lo general compilaciones sin originalidad, cuyos materiales se han tomado a diestra y siniestra de autores sagrados y profanos -—Aristóteles, Plinio, Solín, Isidoro de Sevilla, Honorio de Autin— o del Antiguo y el Nuevo Testamento, de los Padres de la Iglesia, de los fisiólogos Paladio, Isaac, Jacques Vitry... De la Imago Mundi, de Gautier de Metz, tenemos dos redacciones, una de siete mil versos de 1245, y otra revisada y aumentada con cosa de cuatro mil versos, de 1247...»
Publicado en la Revista de Occidente en abril de 1972
28 febrero 2008
Imago Mundi. (1/9). Germán Arciniegas
CUANDO Colón enrumba sus tres carabelas hacia occidente no va a lo absolutamente desconocido. Se mueve hacia una realidad mágica, se encamina al encuentro de un continente ya ocupado. Son tierras conquistadas y pobladas por la fábula. El hombre medieval cree más en lo misteriosamente elaborado que en lo inmediato y tangible. Los gigantes y pigmeos que se mueven en la selva de los cuentos tienen la misma existencia para sabios e ignorantes que el prójimo con que se codean a diario en el mercado, en la iglesia, en los caminos estrechos que salen del burgo a la campaña. En islas o en la tierra firme del otro hemisferio han de existir cíclopes, hombres cara de perro cuyo espinazo termina en un rabo largo y peludo, amazonas de un solo pecho. Se sabe que allá hay más oro y piedras preciosas que en ningún otro lugar de la tierra. La Europa de 15oo sigue siendo una novela, como novela y no otra cosa fue la de cinco siglos atrás. Sus filósofos, teólogos, poetas, geógrafos, astrólogos, místicos, brujos, y el fraile predicador y el escudero y el peón y la doncella y el barbero y el ama y la ventera y el príncipe y la princesa no se han mirado sino en espejos adivinos. Quienes adoctrinan y enseñan, se mueven con linternas mágicas proyectando imágenes vivas del infierno o el paraíso, a todo color. Vitrales. Hacen periodismo, reportajes, historias, que todo el mundo acepta, romanceros que todos repiten. Las figuras más insignes del Renacimiento no inician un viaje, no comienzan la construcción de un palacio, no emprenden, no actúan sin consultar a su astrólogo de cabecera. De los libros —sobre todo de poesía, en un tiempo en que la poesía está en el aire y todo lo encanta y embellece o ensombrece— sale desbordante muchedumbre de fantasmas, encaminados a rellenar los vacíos del hemisferio que nadie ha visitado, pero que existe como escenario de la gran comedia imaginaria. Todo conspira a que la nueva historia, la que comienza en 1492, sea epopeya fabulosa. Europa está encantada de tiempo atrás, y lo sigue siendo. Ha inventado ya, para su gran desahogo, el Asia legendaria. Asia de monstruos estupendos y seres híbridos en que hay que creer como en los santos o en los diablos. Así lo habían hecho los precursores: los griegos. El medieval les sigue, les imita, con todas las complicaciones de su oscuro laberinto iluminado. ¿Quién, pues, es el valiente, quién ha nacido tan incrédulo y atrevido que logre sustraerse a esta presión del ambiente embrujado, que por otra parte fascina?
Publicado en la Revista de Occidente en abril de 1972
27 febrero 2008
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