Aproximadamente a las seis de la tarde, una persona con un abultado lío de ropa bajo el brazo llegó a un cuartillejo derruido que había en una de las eras que flanquean el paseo del cementerio. Entre sus paredones mutilados había cenizas, piedras ahumadas y cajones de caballería. Por las noches debían de guarecerse allí gitanos u otras gentes trashumantes. En aquel día último y más furioso del carnaval, los paseos del cementerio aparecían completamente desiertos. Bajo un cielo opaco, los árboles cabeceaban al ritmo de un viento persistente y frío. Al final de los paseos, el cementerio. Sobre sus tapias asomaban puntas de cipreses, cruces y la bóveda de algún panteón. Bien muertos estaban los muertos en aquel día de vida desenfrenada. Parecía que a aquel gran solar de los tristes ya no iría nunca nadie.
La persona que sólo conocía Plinio, durante unos minutos estuvo oculta entre los lienzos de tapial mutilado. Al cabo de ellos salió completamente cambiada. Había deformado su cuerpo poniéndose algo alto sobre la cabeza y envolviendo toda su fábrica humana y postiza con una sábana, atada arriba con una cinta roja. La cara cubierta con una media negra, asomaba apenas, como entre cortinas, tras las dos alas de sábana que la máscara sujetaba con las manos, a su vez cubiertas con unos guantes de lana roja bordados en verde. La máscara llevaba un bastón de hierro.
A cierta distancia era difícil adivinar si aquella máscara era hombre o mujer. Tal era la deformación de su cuerpo, añadido por arriba y abultado por todos lados; y tal lo completo de su disfraz.
Ya fuera del cuartillejo y en plena era, aquella fantasmal —por lo ensabanada— máscara echó a andar con la mayor decisión calle del Campo abajo. Marchó silenciosa, con paso decidido, sin dar broma a nadie. Parecía que mejor que a máscaras iba a algo más concreto.
La verdad es que por la calle del Campo no había demasiado carnaval. Algunas máscaras que salían de su casa camino del centro; chiquillos cansados de arrastrar sus capisayos que hablaban ya en civil y sin quirio de máscara; y algún desdichado que montado en su mula aderezada con mantas viejas y con una palangana en la cabeza a manera de yelmo, espuerta al brazo en lugar de rodela y caña de mirasol en ristre, iba calle adelante al paso contenido de su andadura, canturreando un fandanguillo flamenco en espera de sitio adecuado para su acción.
Por las esquinas, muy ligera, al encabritado compás de su pasodoble bandurriero, pasó una estudiantina con trajes negros y coronas de flores. El pandetóforo se buscaba los calambres del codo con su parche, y algunos tunos, sin instrumento, quedaban retrasados ofreciendo las coplas impresas de su música.
Cuanto más se aproximaba la máscara a la plaza, mayor era el bullicio y la concentración. Resultaba trabajoso andar. Había que sortear con dificultad los grupos de máscaras y gentes sin disfraces que se formaban en todos sitios con cualquier pretexto. Ya en la plaza era imposible dar un paso. La gente se arremolinaba sin orden ni dirección. Entre el vocerío y los gritos de las máscaras, a veces, sin saber de dónde procedía, llegaba el redoble de un tambor, el tocar de un cencerro, o los ahogados acordes de una orquesta de cuerda. Desde el balcón del Ayuntamiento, por ejemplo, la plaza presentaba el aspecto de una enorme tortilla formada de cabezas tocadas con colorines, que se movían sin cesar en todas direcciones.
En un rincón de la plaza, junto a la «Posada de los Portales», estaba parado un carro grande. En torno a él había mucha gente. En la parte trasera había un tabladillo separado del interior por unas cortinas. A este tabladillo, como si fuera escenario, salían unos mozos vestidos de manera caprichosa, con la cara pintada de tizne o pimentón, que recitaban por turno unas escenas en versos ripiosos. Estas piezas bárbaras habían sido compuestas por ellos mismos —gañanes— en sus noches de quintería para hacerlas en carnaval.
La máscara, a aquellas horas, lo mismo que Plinio, debió de ver en el tabladillo a un mocetón con grandes barbas hechas de rabo de mula que recitaba un monólogo, que ripio a ripio, era así poco más o menos:
Y mientras tos amos comen
en mesas enmanteladas,
los pobrecitos gañanes
nos hacemos unas gachas.
Ellos, en el casino y de caza
y los míseros gañanes
con las mulas en el haza.
Aunque haga mal horage
o el sol pele las espaldas
los pobrecítos gañanes
les damos «pá» ir a la plaza...
La gente se reía a gusto, no sólo por la letra, sino por los desmedidos ademanes de los actores y sus voces a todo grito.