29 enero 2008

Mi localidad (5/5)

El sol, ya cercano al horizonte, desgarra las nubes y se refleja en las ventanas de las torres de guardia. A de­recha e izquierda, al final del andén, yacen montones de ruinas entre los árboles, los álamos junto a la alam­brada se yerguen inmóviles, en una alquería lejana graz­nan gansos. A la derecha está el bosquecillo de hayas. Veo ante mí la imagen de las mujeres y los niños que allá acampan, una mujer da el pecho a un niño, y en el fondo entra un grupo en las cámaras subterráneas. Mirando los gigantescos montones de piedras, con las escondidas nervaduras de hierro y los derruidos techos de cemento armado, puede todavía precisarse la arqui­tectura de la instalación. Aquí la estrecha escalera baja al vestíbulo, de unos 40 metros de largo, donde había bancos y ganchos numerados en la pared, para colgar los zapatos y los vestidos. Aquí estuvieron desnudos, hombres y mujeres y niños, y se les ordenó que recor­daran su número, para volver a encontrar sus ropas des­pués de la ducha.
Estos largos sótanos de piedra, por los que se hizo pasar a millones de personas a las cámaras dobladas en ángulo recto con las agujereadas columnas de cinc, y luego se las arrastró hasta el fuego de los hornos, para esparcirlas por el paisaje en forma de humo pardo de olor dulzón. Estos sótanos de piedra a los que se bajaba por escaleras que gastaron millones de pies, ahora vacíos, transformándose otra vez en arena y tierra, ya­ciendo en paz bajo el sol poniente.
Por aquí pasaron, en larga comitiva, viniendo de todos los rincones de Europa, éste es el último horizonte que vieron, éstos son los álamos, éstas las torres de guardia que reflejan el sol en los cristales de sus ventanas, ésta es la puerta por la que entraron en los espacios iluminados con luz cruda y en los que no había ducha alguna, sino sólo estas cuadrangulares columnas de cinc, éstas son las paredes maestras entre las cuales pere­cieron en la súbita oscuridad, entre el gas que salía por los agujeros. Y estas palabras, estas visiones, no dicen nada, no explican nada. Sólo quedan montones de pie­dras, recubiertos por la hierba. En la tierra queda ceniza de aquellos que murieron por nada, a los que se arran­có de sus viviendas, de sus tiendas, de sus talleres, lejos de sus hijos, de sus mujeres, de sus maridos, de sus amantes, lejos de todo lo cotidiano, y se arrojó a lo incomprensible. No ha quedado nada más que la total carencia de sentido de sus muertes.
Voces. Ha llegado un autobús, y de él bajan niños. Los colegiales visitan ahora las ruinas. Se quedan un rato escuchando al maestro, y luego se encaraman a las piedras, unos cuantos bajan ya de un salto, ríen y se persiguen, una niña corre por una línea hace mucho tiem­po recubierta, que se extiende, junto a restos de raíles, sobre un trozo de cemento. Era la vía por la que los cuerpos muertos se deslizaban hasta los camiones. Mi­rando atrás, cuando me dirijo al campamento de las mu­jeres, veo todavía a los niños entre los árboles y oigo que el maestro da palmadas para reunirlos.
En el instante en que se pone el sol, suben las nie­blas del suelo y recubren los bajos barracones. Las puer­tas están abiertas. Entro no sé adonde. Y ahora sí que está aquí: están los respiros y los susurros todavía no recubiertos por el silencio, estas literas de planchas, tres superpuestas, a lo largo de las paredes y del centro, todavía no están del todo abandonadas, aquí, en la paja, en la pesada penumbra, se adivinan todavía los millares de cuerpos, los de abajo, tocando al suelo, los de arriba, junto al techo inclinado, encima de las planchas, entre paredes, seis en cada agujero, aquí el mundo exterior no ha penetrado todavía por completo, aquí se puede todavía esperar un movimiento allá dentro, que una cabe­za se levante, que una mano se extienda.
Pero al cabo de un rato entran también aquí el silen­cio y la rigidez. Ha entrado un viviente, y ante este viviente se esconde lo que aquí ocurrió. El viviente que viene aquí desde otro mundo no tiene más que su cono­cimiento de cifras, de informes escritos, de testimonios, y son parte de su vida, los lleva en sí, pero sólo puede abarcar lo que le ocurre a él. Sólo cuando a él lo arran­quen de su mesa y lo aten, cuando lo pateen y le den latigazos, sabrá lo que es esto. Sólo cuando ocurra a su lado que a las personas se las junte, se las aplaste, se las cargue en vagones, sabrá lo que es esto.
Ahora sólo se encuentra en un mundo en ruinas. Nada más tiene que hacer aquí. Por un tiempo reina el más extremo silencio.
Pero luego él comprende que no todo ha terminado.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964

Rama de laurel

rama de laurel

28 enero 2008

Mi localidad (4/5)

Aquí está el lavadero del bloque once. Aquí los que debían ir a la pared negra dejaban sus míseros vestidos de rayas azules, aquí, en este pequeño espacio sucio, alquitranado en la mitad inferior, encalado en la superior, lleno de manchas y salpicaduras rojizas y negruzcas, circundado por una pica de lavadero de cinc, lleno de tubos negros, atravesado por un conducto de ducha, aquí se estaban ellos, con sus números escritos con lápiz tinta en las costillas.
Aquí el lavadero, aquí el pasillo de piedra, dividido por rejas de hierro, delante la oficina del jefe de bloque, con escritorio, cama de campo y armario, en la pared el lema «Un pueblo, un imperio, un caudillo», con una tela de alambre tapando la puerta, permitiendo una ojeada al espectáculo. Otro teatrillo es la sala de los juicios engente, con la larga mesa de audiencia, los expedientes encima del tapete gris, porque en efecto una y otra vez se dictaban las sentencias de muerte, por hombres que hoy viven honestamente y gozan de sus derechos civiles.
Aquí la escalera que baja a los sótanos. Se tomaron la molestia de pintar las paredes con una cenefa de ridícula imitación de mármol. El pasillo central, y a derecha e izquierda los pasillos laterales con las celdas, más o menos de tres metros por dos y medio, con un cubo en una caja de madera y una minúscula ventana. Muchas sin ni siquiera ventana, sólo con un respiradero en un ángulo del techo. Hasta cuarenta hombres se amontonaban aquí, se peleaban por un lugar cerca de la puerta, se arrancaban los vestidos, caían rendidos. Los hubo que todavía vivían tras una semana sin comer. Los hubo que tenían en los muslos huellas de mordiscos, o a quienes un mordisco había arrancado un dedo, cuando los sacaban.
Miro estos cubículos a los que yo escapé, me quedo quieto entre las paredes fósiles, no oigo pasos de botas, ni gritos de mando, ni gemidos ni lloros.
Aquí, en este pequeño vestíbulo, se encuentran las cuatro celdas de inmovilidad. Aquí está la trampa en el suelo, de medio metro en cuadro, abajo unas barras de hierro, y por ahí bajaban y tenían que quedar de pie, cuatro en un pozo de noventa por noventa centímetros. Arriba el respiradero, menor que la palma de una mano. Allí pasaban cinco noches seguidas, diez noches seguidas, catorce noches seguidas, tras la dura jornada de trabajo.
En la pared exterior del bloque se ven unos cubos salientes de cemento, con un lado de cinc perforado. Por aquí entra el aire, bajando por el largo tubo en la pared, hasta las celdas en que ellos estaban de pie, las espaldas y las rodillas tocando la pared. Allí morían de pie, y por las mañanas había que extraerlos.
Hace horas que doy vueltas por el campo. Ya sé orientarme. Me he parado en el patio ante la pared negra, he mirado los árboles detrás del muro, y los tiros de los fusiles de pequeño calibre que eran disparados a la nuca desde corta distancia no los he oído. He visto las vigas de las que los colgaban con los brazos doblados atrás, a un pie del suelo. He visto las salas con las ventanas tapadas en las que quemaban con rayos X los ovarios de las mujeres. He visto el pasillo en que hicieron cola, decenas de millares, y poco a poco entraban en la sala de los médicos, y uno a uno pasaban detrás de la cortina gris-verde, donde les sentaban en un taburete y les hacían levantar el brazo izquierdo para recibir la inyección en el corazón, y por una ventana he mirado al patio donde esperaron los ciento diecinueve niños de Zamosc, y todavía jugaban con una pelota hasta que les tocó el turno.
Desde el techo del antiguo edificio de las cocinas he mirado el cartel donde está pintado con grandes letras «Hay un camino hacia la libertad. Sus mojones se llaman obediencia, laboriosidad, limpieza, honradez, sinceridad y amor a la Patria.» He visto la montaña de los cabellos cortados expuestos tras un cristal. He visto las reliquias de las vestiduras de niño, los zapatos, los cepillos de dientes y las dentaduras. Todo estaba frío y muerto.
Siempre presente es el chirrido y el traqueteo de los trenes de mercancías, el humo de las chimeneas de las locomotoras, los silbidos prolongados. Los trenes se dirigen a Birkenau por el ancho paisaje llano. Aquí, donde el camino barroso sube hasta la vía y la atraviesa, estuvieron plantados los señores, con las manos extendidas, y señalaron a los campos abiertos y decidieron la fundación del lugar de proscripción que ahora vuelve a hundirse en la tierra pantanosa.
Una sola vía tuerce y se aleja de las vías normales. Corre por entre la hierba, interrumpida a trechos, hasta muy lejos, hasta un edificio descolorido y aplastado, hasta un hangar con el techo agujereado, con una torre en ruinas, y pasa por el abovedado portal del hangar.
Mientras en el otro campo todo era angosto y cercano, aquí todo se extiende infinitamente, inabarcablemente.
A la derecha, hasta el borde de los bosques, las incontables chimeneas de las barracas ruinosas y quemadas. Sólo quedan algunas hileras de aquellos establos para cientos de miles de seres. A la izquierda, derribados y perdiéndose en polvo, los alojamientos de piedra de las mujeres prisioneras. En medio, largo de un kilómetro, el andén. A pesar del estado ruinoso, se reconoce todavía el principio del orden y de la simetría. Tras la puerta del hangar están unas agujas, y la vía se divide a derecha e izquierda. Crece la hierba entre los raíles. Crece la hierba entre los guijarros del andén, que apenas se levanta por encima de los raíles. Quedaban muy altas las abiertas puertas de los vagones de mercancías. Tenían que saltar metro y medio hasta los cantos cortantes, tirando su equipaje y sus muertos. Hacia la derecha iban los hombres que todavía tenían que vivir un tiempo, hacia la izquierda las mujeres juzgadas capaces de trabajar, y seguían el camino recto los viejos, los enfermos, los niños, hacia las dos chimeneas humeantes.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964

San Salvador de Valdediós. El Conventín. Asturias

el conventín



san Salvador de Valdedios

27 enero 2008

Mi localidad (3/5)

Más allá. Todavía estoy fuera del campo. La horca está junto a la pared de la barraca de interrogatorios, donde había un cuarto con dos postes de madera y un tubo de hierro horizontal. Se los colgaba del tubo y daban vueltas de campana mientras les pegaban con el látigo.
Cerca se encuentran los edificios de cuartel, la ad­ministración, la comandancia, el cuerpo de guardia. Altas ventanas dan al crematorio. Mucha atención al techo plano a que suben los sanitarios. Muy cerca las venta­nas de los cuarteles, desde donde se oían los golpes y los gritos de los interrogados en el columpio.
Todo estrecho, muy junto. Paso frente a las pilastras de cemento que, en dobles series, sostienen las alambra­das. Aisladores eléctricos. Rótulos con la inscripción «Cuidado, alta tensión». A la derecha almacenes y una especie de establos, unas cuantas torres de vigilancia, a la izquierda una cabaña con una ventana de quiosco, y en ella un tablero, debajo del techo saledizo, para sellar papeles, y de pronto el portal, con el arco de hierro colado y su inscripción, de la que se eleva más la palabra central: Macht * (* La inscripción era Arbeit macht freí, «el trabajo libera»; pero el sustantivo Macht significa «fuerza».) Un torno pintado a rayas blancas y rojas se yergue, y entro en la plaza que se llamaba campo de reunión.
Mucho he leído y oído de este lugar. De aquellos que desde aquí marchaban al trabajo al amanecer, a las minas de pirita, a la construcción de carreteras, a las fá­bricas de los señores empresarios, y que por la tarde volvían, en filas de cinco, llevando sus muertos, a los sones de una banda que tocaba allá, entre los árboles. ¿Qué me dice todo esto, qué sé yo? Ahora sólo sé el aspecto de estas avenidas, bordeadas de álamos, traza­das a cordel, con avenidas laterales que las cortan en ángulo recto, y entre las avenidas los uniformes bloques de dos pisos, de cuarenta metros de largo y construidos con ladrillo rojo, numerados de 1 a 28. Una pequeña ciudad encarcelada, con un orden forzado, completamente abandonada. Acá y acullá un visitante en la niebla acuo­sa, mirando los edificios con indiferencia. Lejos, doblan una esquina los niños, guiados por su maestro.
Aquí las cocinas, que dan a la plaza mayor, y al lado una casita como una garita de centinela, con techo de madera y una veleta, alegremente pintada, como salida de un juego de construcción. Es la caseta del jefe de inspección, que vigilaba cuando pasaban lista. Alguna vez he sabido de aquellos pasar lista, aquellas esperas de horas bajo la lluvia y la nieve. Ahora sólo sé que veo esta barrosa plaza vacía, en cuyo centro se clavan en la tierra tres vigas que sostienen un raíl de hierro. También de eso supe, de cómo se ponían de pie en taburetes debajo del raíl, y de cómo les quitaban de pron­to el taburete y los hombres con las gorras de la cala­vera se colgaban de sus piernas para desnucarlos. Me parecía verlo, cuando oía hablar y leía sobre aquello. Pero ahora ya no lo veo.
Lo que predomina es la impresión de que todo es mucho más pequeño de como yo lo había imaginado. Desde cada punto se ven los linderos, el muro gris claro, hecho de bloques de cemento, tras las alambradas. En la esquina extrema derecha los bloques diez y once, unidos por un muro, y en el centro de este muro la abierta puerta de madera que da al patio de la pared negra.
Esa pared negra, a cuyos lados se proyectan cortas planchas para interceptar las balas, está ahora cubierta con tableros de corcho y con coronas de flores. Cuarenta pasos desde la puerta a la pared. Pedazos de ladrillo en la tierra. Bordeando el edificio de la izquierda, cuyas ventanas están tapadas con planchas, corre el arroyo por el que se escapaba la sangre de los montones de fusilados. A paso de marcha, desnudos, salían por la puerta de la derecha, bajando los seis peldaños, cogidos del brazo, de dos en dos, por el jefe del bloque. Y detrás de las tapadas ventanas estaban las mujeres en cuya matriz se inyectaba una materia blanca, como cemento.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964

Cigoñinos

cigoñinos

Foto de Mª Ángeles y Jesús

26 enero 2008

Mi localidad (2/5)

Aparte de las viviendas que después de la evacuación vuelven a estar habitadas y dan la impresión de que la guerra terminó ayer, se levantan las rejas de hierro de las instalaciones que hoy reciben el nombre de museo. Autos y autobuses aparcados, en este momento entran por el portal los chicos de una clase, un grupo de soldados con gorras de un rojo de vino sale tras su visita. A la izquierda una larga barraca de madera, y en el mos­trador de una ventana venden prospectos y postales. Salas de espera demasiado caldeadas. La barraca toca casi a una pared baja de cemento, con un talud cubierto de yerbajos que se eleva hasta el techo plano con la corta y gruesa chimenea rectangular. Consultando el plano del campo compruebo que ya estoy ante el cre­matorio, el crematorio pequeño, el primer crematorio, el crematorio de capacidad limitada. La barraca que está enfrente era la barraca de la sección política, allí se encontraba el llamado servicio de registro, donde se consignaban las entradas y salidas. Allí se sentaban las secretarias, por allí entraban y salían las gentes con el emblema de la calavera.
He venido aquí por voluntad propia. No me han car­gado en ningún tren. No me han llevado a palos hasta aquí. Llego veinte años demasiado tarde.
Rejas de hierro en las pequeñas ventanas del cre­matorio. A un lado, una pesada puerta corroída, colgando torcida de los goznes, y dentro un frío húmedo. Un suelo de losas agrietadas. A la derecha, una cámara con un gran horno de hierro. Raíles que llevan hacia el horno, y en ellos un vehículo metálico en forma de abrevadero, de la longitud de una persona. En el sótano dos hornos más, con los vagones-ataúd en sus raíles, las puertas de los hornos muy abiertas, dentro un polvo gris, en uno de los vagones un reseco ramo de flores.
Sin pensamientos. Sin más impresión que la de que me encuentro aquí solo, que hace frío, que los hornos están fríos, que los vagones están parados y herrum­brosos. De las paredes negras mana humedad. Allí se abre una puerta. Lleva a la sala contigua. Una sala alar­gada, la mido con mis pasos. Veinte pasos de largo. Cinco pasos de ancho. Las paredes encaladas y descon­chadas. El suelo de cemento desigual, lleno de charcos. En el techo, entre las macizas vigas, cuatro aperturas en la gruesa piedra, dispuestas en forma de tablero de aje­drez, tapadas con madera. Frío. El aliento que me sale de la boca. Fuera, lejanas voces, pasos. Camino despacio por esta tumba. No siento nada. Sólo veo este suelo, estas paredes. Compruebo: por las aberturas del techo se arrojaba el producto granuloso que en el aire húmedo despedía su gas. En un extremo de la sala una puerta de acero con una mirilla, y detrás una corta escalera que lleva al aire libre. Libre.
Allí está una horca. Una caja de planchas con una trampa que se abre hacia adentro, y encima el poste con la viga horizontal. Un letrero dice que allí fue ahor­cado el comandante del campo. Cuando estaba de pie encima de la caja, con la cuerda al cuello, pudo ver, tras la doble alambrada, la avenida principal del campo, bordeada de álamos.
Subo por la rampa hasta el techo del crematorio. Las tapaderas de madera, recubiertas con lona alquitranada, pueden abrirse. Debajo está la mazmorra. Sanitarios con máscaras de gas abrían los botes verdes de latón, ver­tían el contenido encima de las caras vueltas hacia arri­ba y cerraban rápidamente las tapaderas.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964

¡A volar!