Aquí está el lavadero del bloque once. Aquí los que debían ir a la pared negra dejaban sus míseros vestidos de rayas azules, aquí, en este pequeño espacio sucio, alquitranado en la mitad inferior, encalado en la superior, lleno de manchas y salpicaduras rojizas y negruzcas, circundado por una pica de lavadero de cinc, lleno de tubos negros, atravesado por un conducto de ducha, aquí se estaban ellos, con sus números escritos con lápiz tinta en las costillas.
Aquí el lavadero, aquí el pasillo de piedra, dividido por rejas de hierro, delante la oficina del jefe de bloque, con escritorio, cama de campo y armario, en la pared el lema «Un pueblo, un imperio, un caudillo», con una tela de alambre tapando la puerta, permitiendo una ojeada al espectáculo. Otro teatrillo es la sala de los juicios engente, con la larga mesa de audiencia, los expedientes encima del tapete gris, porque en efecto una y otra vez se dictaban las sentencias de muerte, por hombres que hoy viven honestamente y gozan de sus derechos civiles.
Aquí la escalera que baja a los sótanos. Se tomaron la molestia de pintar las paredes con una cenefa de ridícula imitación de mármol. El pasillo central, y a derecha e izquierda los pasillos laterales con las celdas, más o menos de tres metros por dos y medio, con un cubo en una caja de madera y una minúscula ventana. Muchas sin ni siquiera ventana, sólo con un respiradero en un ángulo del techo. Hasta cuarenta hombres se amontonaban aquí, se peleaban por un lugar cerca de la puerta, se arrancaban los vestidos, caían rendidos. Los hubo que todavía vivían tras una semana sin comer. Los hubo que tenían en los muslos huellas de mordiscos, o a quienes un mordisco había arrancado un dedo, cuando los sacaban.
Miro estos cubículos a los que yo escapé, me quedo quieto entre las paredes fósiles, no oigo pasos de botas, ni gritos de mando, ni gemidos ni lloros.
Aquí, en este pequeño vestíbulo, se encuentran las cuatro celdas de inmovilidad. Aquí está la trampa en el suelo, de medio metro en cuadro, abajo unas barras de hierro, y por ahí bajaban y tenían que quedar de pie, cuatro en un pozo de noventa por noventa centímetros. Arriba el respiradero, menor que la palma de una mano. Allí pasaban cinco noches seguidas, diez noches seguidas, catorce noches seguidas, tras la dura jornada de trabajo.
En la pared exterior del bloque se ven unos cubos salientes de cemento, con un lado de cinc perforado. Por aquí entra el aire, bajando por el largo tubo en la pared, hasta las celdas en que ellos estaban de pie, las espaldas y las rodillas tocando la pared. Allí morían de pie, y por las mañanas había que extraerlos.
Hace horas que doy vueltas por el campo. Ya sé orientarme. Me he parado en el patio ante la pared negra, he mirado los árboles detrás del muro, y los tiros de los fusiles de pequeño calibre que eran disparados a la nuca desde corta distancia no los he oído. He visto las vigas de las que los colgaban con los brazos doblados atrás, a un pie del suelo. He visto las salas con las ventanas tapadas en las que quemaban con rayos X los ovarios de las mujeres. He visto el pasillo en que hicieron cola, decenas de millares, y poco a poco entraban en la sala de los médicos, y uno a uno pasaban detrás de la cortina gris-verde, donde les sentaban en un taburete y les hacían levantar el brazo izquierdo para recibir la inyección en el corazón, y por una ventana he mirado al patio donde esperaron los ciento diecinueve niños de Zamosc, y todavía jugaban con una pelota hasta que les tocó el turno.
Desde el techo del antiguo edificio de las cocinas he mirado el cartel donde está pintado con grandes letras «Hay un camino hacia la libertad. Sus mojones se llaman obediencia, laboriosidad, limpieza, honradez, sinceridad y amor a la Patria.» He visto la montaña de los cabellos cortados expuestos tras un cristal. He visto las reliquias de las vestiduras de niño, los zapatos, los cepillos de dientes y las dentaduras. Todo estaba frío y muerto.
Siempre presente es el chirrido y el traqueteo de los trenes de mercancías, el humo de las chimeneas de las locomotoras, los silbidos prolongados. Los trenes se dirigen a Birkenau por el ancho paisaje llano. Aquí, donde el camino barroso sube hasta la vía y la atraviesa, estuvieron plantados los señores, con las manos extendidas, y señalaron a los campos abiertos y decidieron la fundación del lugar de proscripción que ahora vuelve a hundirse en la tierra pantanosa.
Una sola vía tuerce y se aleja de las vías normales. Corre por entre la hierba, interrumpida a trechos, hasta muy lejos, hasta un edificio descolorido y aplastado, hasta un hangar con el techo agujereado, con una torre en ruinas, y pasa por el abovedado portal del hangar.
Mientras en el otro campo todo era angosto y cercano, aquí todo se extiende infinitamente, inabarcablemente.
A la derecha, hasta el borde de los bosques, las incontables chimeneas de las barracas ruinosas y quemadas. Sólo quedan algunas hileras de aquellos establos para cientos de miles de seres. A la izquierda, derribados y perdiéndose en polvo, los alojamientos de piedra de las mujeres prisioneras. En medio, largo de un kilómetro, el andén. A pesar del estado ruinoso, se reconoce todavía el principio del orden y de la simetría. Tras la puerta del hangar están unas agujas, y la vía se divide a derecha e izquierda. Crece la hierba entre los raíles. Crece la hierba entre los guijarros del andén, que apenas se levanta por encima de los raíles. Quedaban muy altas las abiertas puertas de los vagones de mercancías. Tenían que saltar metro y medio hasta los cantos cortantes, tirando su equipaje y sus muertos. Hacia la derecha iban los hombres que todavía tenían que vivir un tiempo, hacia la izquierda las mujeres juzgadas capaces de trabajar, y seguían el camino recto los viejos, los enfermos, los niños, hacia las dos chimeneas humeantes.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964
Aquí el lavadero, aquí el pasillo de piedra, dividido por rejas de hierro, delante la oficina del jefe de bloque, con escritorio, cama de campo y armario, en la pared el lema «Un pueblo, un imperio, un caudillo», con una tela de alambre tapando la puerta, permitiendo una ojeada al espectáculo. Otro teatrillo es la sala de los juicios engente, con la larga mesa de audiencia, los expedientes encima del tapete gris, porque en efecto una y otra vez se dictaban las sentencias de muerte, por hombres que hoy viven honestamente y gozan de sus derechos civiles.
Aquí la escalera que baja a los sótanos. Se tomaron la molestia de pintar las paredes con una cenefa de ridícula imitación de mármol. El pasillo central, y a derecha e izquierda los pasillos laterales con las celdas, más o menos de tres metros por dos y medio, con un cubo en una caja de madera y una minúscula ventana. Muchas sin ni siquiera ventana, sólo con un respiradero en un ángulo del techo. Hasta cuarenta hombres se amontonaban aquí, se peleaban por un lugar cerca de la puerta, se arrancaban los vestidos, caían rendidos. Los hubo que todavía vivían tras una semana sin comer. Los hubo que tenían en los muslos huellas de mordiscos, o a quienes un mordisco había arrancado un dedo, cuando los sacaban.
Miro estos cubículos a los que yo escapé, me quedo quieto entre las paredes fósiles, no oigo pasos de botas, ni gritos de mando, ni gemidos ni lloros.
Aquí, en este pequeño vestíbulo, se encuentran las cuatro celdas de inmovilidad. Aquí está la trampa en el suelo, de medio metro en cuadro, abajo unas barras de hierro, y por ahí bajaban y tenían que quedar de pie, cuatro en un pozo de noventa por noventa centímetros. Arriba el respiradero, menor que la palma de una mano. Allí pasaban cinco noches seguidas, diez noches seguidas, catorce noches seguidas, tras la dura jornada de trabajo.
En la pared exterior del bloque se ven unos cubos salientes de cemento, con un lado de cinc perforado. Por aquí entra el aire, bajando por el largo tubo en la pared, hasta las celdas en que ellos estaban de pie, las espaldas y las rodillas tocando la pared. Allí morían de pie, y por las mañanas había que extraerlos.
Hace horas que doy vueltas por el campo. Ya sé orientarme. Me he parado en el patio ante la pared negra, he mirado los árboles detrás del muro, y los tiros de los fusiles de pequeño calibre que eran disparados a la nuca desde corta distancia no los he oído. He visto las vigas de las que los colgaban con los brazos doblados atrás, a un pie del suelo. He visto las salas con las ventanas tapadas en las que quemaban con rayos X los ovarios de las mujeres. He visto el pasillo en que hicieron cola, decenas de millares, y poco a poco entraban en la sala de los médicos, y uno a uno pasaban detrás de la cortina gris-verde, donde les sentaban en un taburete y les hacían levantar el brazo izquierdo para recibir la inyección en el corazón, y por una ventana he mirado al patio donde esperaron los ciento diecinueve niños de Zamosc, y todavía jugaban con una pelota hasta que les tocó el turno.
Desde el techo del antiguo edificio de las cocinas he mirado el cartel donde está pintado con grandes letras «Hay un camino hacia la libertad. Sus mojones se llaman obediencia, laboriosidad, limpieza, honradez, sinceridad y amor a la Patria.» He visto la montaña de los cabellos cortados expuestos tras un cristal. He visto las reliquias de las vestiduras de niño, los zapatos, los cepillos de dientes y las dentaduras. Todo estaba frío y muerto.
Siempre presente es el chirrido y el traqueteo de los trenes de mercancías, el humo de las chimeneas de las locomotoras, los silbidos prolongados. Los trenes se dirigen a Birkenau por el ancho paisaje llano. Aquí, donde el camino barroso sube hasta la vía y la atraviesa, estuvieron plantados los señores, con las manos extendidas, y señalaron a los campos abiertos y decidieron la fundación del lugar de proscripción que ahora vuelve a hundirse en la tierra pantanosa.
Una sola vía tuerce y se aleja de las vías normales. Corre por entre la hierba, interrumpida a trechos, hasta muy lejos, hasta un edificio descolorido y aplastado, hasta un hangar con el techo agujereado, con una torre en ruinas, y pasa por el abovedado portal del hangar.
Mientras en el otro campo todo era angosto y cercano, aquí todo se extiende infinitamente, inabarcablemente.
A la derecha, hasta el borde de los bosques, las incontables chimeneas de las barracas ruinosas y quemadas. Sólo quedan algunas hileras de aquellos establos para cientos de miles de seres. A la izquierda, derribados y perdiéndose en polvo, los alojamientos de piedra de las mujeres prisioneras. En medio, largo de un kilómetro, el andén. A pesar del estado ruinoso, se reconoce todavía el principio del orden y de la simetría. Tras la puerta del hangar están unas agujas, y la vía se divide a derecha e izquierda. Crece la hierba entre los raíles. Crece la hierba entre los guijarros del andén, que apenas se levanta por encima de los raíles. Quedaban muy altas las abiertas puertas de los vagones de mercancías. Tenían que saltar metro y medio hasta los cantos cortantes, tirando su equipaje y sus muertos. Hacia la derecha iban los hombres que todavía tenían que vivir un tiempo, hacia la izquierda las mujeres juzgadas capaces de trabajar, y seguían el camino recto los viejos, los enfermos, los niños, hacia las dos chimeneas humeantes.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964