Fueron lugares de paso, me dieron impresiones cuyo elemento esencial era lo inaprehensible, lo velozmente desaparecido, y cuando busco lo que ahora podría destacar de allí y presentar como valioso y capaz de constituir un punto firme en la topografía de mi vida, recaigo sólo en lo huidizo, todas aquellas ciudades se me hacen manchas oscuras, y sólo perdura una localidad en la que pasé un único día.
Las ciudades en las que viví, en cuyas casas me alojé, por cuyas calles anduve, con cuyos habitantes hablé, carecen de contornos definidos, se funden unas con otras, son partes de un único mundo exterior en perpetuo cambio, muestran ahí un puerto, allá un parque, ahí una obra de arte, allá un mercado, ahí un cuarto, allá un portal, están presentes en el esquema de mi andar a ciegas, en una fracción de segundo hay que alcanzarlas y volver a dejarlas, y sus cualidades hay que descubrirlas de nuevo a cada instante.
Sólo aquella localidad cuya existencia yo conocía desde hacía tiempo, pero que no visité hasta muy tarde, se presenta entera. Es una localidad destinada para mí, y a la que escapé. Ninguna experiencia he adquirido yo en dicha localidad. No tengo con ella más relación que la de que mi nombre figuraba en las listas de los que tenían que establecerse allí para siempre. Veinte años más tarde he visto la localidad. Es inalterable. Sus edificios no pueden confundirse con ningún otro edificio.
También ella lleva un nombre polaco, como el lugar de mi nacimiento, que acaso alguna vez me mostraron por la ventanilla de un tren en marcha. La localidad está en la región donde mi padre, poco antes de nacer yo, luchó en un legendario ejército imperial y real. La localidad está dominada por los cuarteles que quedaron de aquel ejército.
Para que mejor lo entendieran los que allí trabajaban y residían, el nombre de la localidad fue adaptado al alemán.
Por la estación de Auschwitz chirrían los trenes de mercancías. Silbidos de locomotoras y humo ahogador. Topes que chocan unos con otros. El aire cargado de vapor de llovizna, los caminos blandos, los árboles desnudos y húmedos. Fábricas cubiertas de orín negro, rodeadas de alambradas y tapias. Traquetean carros tirados por caballos flacos, y los campesinos tienen caras de máscara y color de tierra. Viejas andariegas, envueltas en capotes, acarreando fardos. Más lejos, en los campos, alquerías aisladas, setos y álamos. Todo turbio y gastado. Sin cesar, los trenes por las vías, yendo lentos de acá para allá, con ventanucos enrejados en los vagones. Unas desviaciones llevan más allá, a los cuarteles, y todavía más allá, pasando por campos yermos, al fin del mundo.
Peter Weiss. ‘Informes’. 1964