-Mi amiga está en Aranjuez con su reverendo tío, el padre D. Celestino Santos del Malvar, uno de los mejores latinos que ha echado Dios al mundo. La infeliz Inés es huérfana y pobre; pero no por eso dejará de ser mi mujer, con la ayuda de Dios, que hace grandes a los pequeños. Tiene diez y seis años, es decir, uno menos que yo, y es tan linda, que avergüenza con su carita a todas las rosas del Real Sitio. Pero, díganme Vds., señores, ¿qué vale su hermosura comparada con su talento? Inés es un asombro, es un portento; Inés vale más que todos los sabios, sin que nadie la haya enseñado nada: todo lo saca de su cabeza, y todo lo aprendió hace cientos de miles de años.
Cuando no me ocupaba en estas alabanzas, departía mentalmente con ella. En tanto las letras pasaban por mi mano, trocándose de brutal y muda materia en elocuente lenguaje escrito. ¡Cuánta animación en aquella masa caótica! En la caja, cada signo parecía representar los elementos de la creación, arrojados aquí y allí, antes de empezar la grande obra. Poníalos yo en movimiento, y de aquellos pedazos de plomo surgían sílabas, voces, ideas, juicios, frases, oraciones, períodos, párrafos, capítulos, discursos, la palabra humana en toda su majestad; y después, cuando el molde había hecho su papel mecánico, mis dedos lo descomponían, distribuyendo las letras: cada cual se iba a su casilla, como los simples que el químico guarda después de separados; los caracteres perdían su sentido, es decir, su alma, y tornando a ser plomo puro, caían mudos e insignificantes en la caja.
¡Aquellos pensamientos y este mecanismo todas las horas, todos los días, semana tras semana, mes tras mes! Verdad es que las alegrías, el inefable gozo de los domingos compensaban todas las tristezas y angustiosas cavilaciones de los demás días. ¡Ah!, permitid a mi ancianidad que se extasíe con tales recuerdos; permitid a esta negra nube que se alboroce y se ilumine traspasada por un rayo de sol Los sábados eran para mí de una belleza incomparable: su luz me parecía más clara, su ambiente más puro; y en tanto ¿quién podía dudar que los rostros de las gentes eran más alegres, y el aspecto de la ciudad más alegre también?
en "El 19 de Marzo y el 2 de Mayo" de Benito Pérez Galdós