08 septiembre 2022

Así comienza: Pedro Páramo

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte». Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
Todavía antes me había dicho:
—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
—Así lo haré, madre.
Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala.
Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.
El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja».
—¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
—Comala, señor.
—¿Está seguro de que ya es Comala?
—Seguro, señor.
—¿Y por qué se ve esto tan triste?
—Son los tiempos, señor.

Músico callejero

paseos y ferias

07 septiembre 2022

A Trajano afeábasele su pasión al vino y a las mujeres

Roma, aquel centro de corrupción y de desorden que se llamaba la capital del mundo, no tenía ya emperadores que dar que no fuesen déspotas y corrompidos. Pero había una provincia que estaba siendo nuevo plantel de grandes hombres, y allí se encontró el más digno de ceñir la diadema imperial. Esta provincia era España.

El viejo Nerva, en cuya cabeza encanecida estaban amortiguadas todas las pasiones menos el amor de la patria, había adoptado por hijo a Trajano, natural de Itálica, y quiso hacer el mayor bien posible al imperio y a la humanidad, dejándole por sucesor suyo. Así España puede blasonar de haber sido la primera que dio a Roma un emperador extranjero. Pero aún sería escasa gloria, si este emperador no hubiese sido el que mereció el dictado de óptimo príncipe; que ninguno antes que él había obtenido. Verdad es que Trajano tenía ya en su favor, más que el testamento de Nerva, sus grandes y nobles cualidades para ejercer dignamente la soberanía imperial. No es que faltaran a Trajano flaquezas y vicios como hombre privado: afeábasele su pasión al vino y a las mujeres: pero la sombra de sus malos hábitos como particular desaparecía ante el brillo de sus virtudes como hombre público: bien era menester que fuesen muchas, y lo eran realmente.

Hallábase el español ilustre en Colonia cuando fue aclamado emperador (99). Partió a Roma, donde hizo su entrada pública como un padre en medio de sus hijos. Marchaba a pie, al modo que había marchado siempre en las guerras de la Germania, confundiéndose con los simples soldados como se confundía ahora entre la muchedumbre que se aglomeraba a saludarle y bendecirle. Así continuó siempre, sin que las lanzas de su guardia tuvieran que abrirle paso por entre las masas de un pueblo que le adoraba.

Trajano no necesitaba de estatuas; su presencia reemplazaba al mármol y al bronce; más aunque las mejores inscripciones para él eran las alabanzas que salían de las bocas de sus gobernados, gustábale ver inscrito su nombre en las paredes de todos los edificios, lo que le valió el apodo de Parietario; flaquezas de que no suelen librarse los más grandes hombres. Sus liberalidades proporcionaban el sustento a dos millones y medio de personas. Cuando algunos le tachaban de pródigo en sus larguezas, en las sumas que destinaba al socorro de los pobres y a la educación de sus hijos, daba por toda respuesta: Quiero hacer lo que yo, si fuese un simple particular, querría que hiciese un emperador. Dedicóse a curar los males del despotismo y las llagas de la anarquía. Toma esa espada, le dijo al prefecto del pretorio; esgrímela en favor mío si cumplo con mi deber, en contra si a él faltase. Propendiendo siempre en la administración de justicia a la indulgencia y a los sentimientos humanitarios, Prefiero, decía, la impunidad de cien culpables a la condenación de un solo inocente.

Menos instruido que generoso y enérgico, distinguióse su reinado por un carácter belicoso que había faltado a los de sus antecesores. Triunfó en la Dacia, subyugó la Asiría, combatió a los partos, venció varios reyes, llegaron sus ejércitos hasta la India, y para monumento perpetuo de sus victorias se erigió en Roma la famosa columna Trajana, formando para ello una plaza magnífica en terreno que antes ocupaba una montaña de ciento cuarenta y cuatro pies: su inauguración se solemnizó con espectáculos que duraron ciento veinte y tres días, y en que murieron más de mil fieras. Llegó con él al apogeo de su grandeza el imperio romano.

Modesto Lafuente

Historia General de España

Pez de roca

Acuario de Gijón

06 septiembre 2022

El poder resucitar muertos

 Porque, he aquí otro aspecto fundamental del libro: su inmortalidad. Seres difuntos, si se quiere, colocados en nichos y a quienes uno tiene la posibilidad de resucitar a su antojo. El escritor, en este caso, establece con sus libros una relación de cualidades necrófagas y divinas. Es como si mediante el ejercicio de la lectura se alimentara de cadáveres para, acto seguido o después, durante la escritura, engendrar o procrear personajes vivos prestos a perecer a su vez y así sucesivamente en un ciclo irreversible y probablemente necesario para este tipo de labor creadora. Ya el mero atrevimiento de, como lector, ceñirse a la palabra impresa es una forma de morir o cuando menos de recordar y acompañar a los muertos preferidos. Rito doblemente aceptado cuando el escritor construye un santuario (la biblioteca) donde venerar día y noche a sus difuntos más queridos o bien, tratándose de escritores menos piadosos, el inevitable cementerio en el que aquellos reposen su merecida paz. La disposición de este santuario dependerá como es lógico de la religión y práctica de la misma que cada autor profese y también, como es propio de religiones, del legado que haya recibido de sus antecesores, practicantes o no del rito, padeciendo el heredero una variedad de matices que van desde el rechazo más definitivo a tener libros y menos, biblioteca alguna, a la devoción más ferviente y obsesiva hacia ellos. Aquellos escritores, que los hay, con aversión a poseer material impreso, por pequeño que este sea, pertenecerían entonces a la categoría de los rebeldes, como, y de seguir con este juego comparativo, existen también los tibios, los beatos, los practicantes, los hipócritas y los santos. Los agnósticos, por su parte, prefieren obviar el cariz sagrado en su biblioteca y le otorgan la apariencia y color de cementerios rupestres o encalados.

Si en algo manifiestan su total acuerdo los escritores que reconocen la fascinación del libro es en la vía que este proporciona hacia la felicidad. El culto del autor por su biblioteca no tiene ni tendría que ver con una devoción supersticiosa y fetichista. Allí aguarda en permanente vigilia la compañía sabia, íntima y por tanto placentera. O insistiendo, como también lo hace Sartre: «Yo había encontrado mi religión: nada me parecía más importante que un libro. En la biblioteca veía un templo».

 

Nuria Amat

El ladrón de libros
y otras bibliomanías