Porque, he aquí otro aspecto fundamental del libro: su inmortalidad. Seres difuntos, si se quiere, colocados en nichos y a quienes uno tiene la posibilidad de resucitar a su antojo. El escritor, en este caso, establece con sus libros una relación de cualidades necrófagas y divinas. Es como si mediante el ejercicio de la lectura se alimentara de cadáveres para, acto seguido o después, durante la escritura, engendrar o procrear personajes vivos prestos a perecer a su vez y así sucesivamente en un ciclo irreversible y probablemente necesario para este tipo de labor creadora. Ya el mero atrevimiento de, como lector, ceñirse a la palabra impresa es una forma de morir o cuando menos de recordar y acompañar a los muertos preferidos. Rito doblemente aceptado cuando el escritor construye un santuario (la biblioteca) donde venerar día y noche a sus difuntos más queridos o bien, tratándose de escritores menos piadosos, el inevitable cementerio en el que aquellos reposen su merecida paz. La disposición de este santuario dependerá como es lógico de la religión y práctica de la misma que cada autor profese y también, como es propio de religiones, del legado que haya recibido de sus antecesores, practicantes o no del rito, padeciendo el heredero una variedad de matices que van desde el rechazo más definitivo a tener libros y menos, biblioteca alguna, a la devoción más ferviente y obsesiva hacia ellos. Aquellos escritores, que los hay, con aversión a poseer material impreso, por pequeño que este sea, pertenecerían entonces a la categoría de los rebeldes, como, y de seguir con este juego comparativo, existen también los tibios, los beatos, los practicantes, los hipócritas y los santos. Los agnósticos, por su parte, prefieren obviar el cariz sagrado en su biblioteca y le otorgan la apariencia y color de cementerios rupestres o encalados.
Si en algo manifiestan su total acuerdo los escritores que
reconocen la fascinación del libro es en la vía que este proporciona hacia la
felicidad. El culto del autor por su biblioteca no tiene ni tendría que ver con
una devoción supersticiosa y fetichista. Allí aguarda en permanente vigilia la
compañía sabia, íntima y por tanto placentera. O insistiendo, como también lo
hace Sartre: «Yo había encontrado mi religión: nada me parecía más importante que
un libro. En la biblioteca veía un templo».
Nuria Amat
El ladrón de
libros
y otras bibliomanías