
18 mayo 2022
17 mayo 2022
Comienza un libro... Hoy, de Aldous Huxley; "Un mundo feliz"
Un edificio gris, achaparrado, de solo treinta y cuatro plantas. Encima de la entrada principal las palabras: CENTRO DE INCUBACIÓN Y CONDICIONAMIENTO DE LA CENTRAL DE LONDRES, y, en un escudo, la divisa del Estado Mundial: COMUNIDAD, IDENTIDAD, ESTABILIDAD.
La enorme sala de la planta baja se hallaba orientada hacia el Norte. Fría a pesar del verano que reinaba en el exterior y del calor tropical de la sala, una luz cruda y pálida brillaba a través de las ventanas buscando ávidamente alguna figura yacente amortajada, alguna pálida forma de académica carne de gallina, sin encontrar más que el cristal, el níquel y la brillante porcelana de un laboratorio. La invernada respondía a la invernada. Las batas de los trabajadores eran blancas, y estos llevaban las manos embutidas en guantes de goma de un color pálido, como de cadáver. La luz era helada, muerta, fantasmal. Solo de los amarillos tambores de los microscopios lograba arrancar cierta calidad de vida, deslizándose a lo largo de los tubos y formando una dilatada procesión de trazos luminosos que seguían la larga perspectiva de las mesas de trabajo.
—Y esta —dijo el director, abriendo la puerta— es la Sala de Fecundación.
Inclinados sobre sus instrumentos, trescientos fecundadores se hallaban entregados a su trabajo, cuando el director de Incubación y Condicionamiento entró en la sala, sumidos en un absoluto silencio, solo interrumpido por el distraído canturreo o silboteo solitario de quien se halla concentrado y abstraído en su labor. Un grupo de estudiantes recién ingresados, muy jóvenes, rubicundos e imberbes, seguía con excitación, casi abyectamente, al director, pisándole los talones. Cada uno de ellos llevaba un bloc de notas en el cual, cada vez que el gran hombre hablaba, garrapateaba desesperadamente. Directamente de labios de la ciencia personificada. Era un raro privilegio. El DIC de la central de Londres tenía siempre un gran interés en acompañar personalmente a los nuevos alumnos a visitar los diversos departamentos.
—Solo para darles una idea general —les explicaba.
Porque, desde luego, alguna especie de idea general debían tener si habían de llevar a cabo su tarea inteligentemente; pero no demasiado grande si habían de ser buenos y felices miembros de la sociedad, a ser posible. Porque los detalles, como todos sabemos, conducen a la virtud y la felicidad, en tanto que las generalidades son intelectualmente males necesarios. No son los filósofos sino los que se dedican a la marquetería y los coleccionistas de sellos los que constituyen la columna vertebral de la sociedad.
—Mañana —añadió, sonriéndoles con campechanía un tanto amenazadora— empezarán ustedes a trabajar en serio. Y entonces no tendrán tiempo para generalidades. Mientras tanto…
16 mayo 2022
Comienzo de libro... Hoy: de George Orwell; "Rebelión en la granja"
El señor Jones, propietario de la Granja Manor, cerró por la noche los gallineros, pero estaba demasiado borracho para recordar que había dejado abiertas las ventanillas. Con la luz de la linterna danzando de un lado a otro cruzó el patio, se quitó las botas ante la puerta trasera, sirvióse una última copa de cerveza del barril que estaba en la cocina y se fue derecho a la cama, donde ya roncaba la señora Jones.
Apenas se hubo apagado la luz en el dormitorio, empezó el alboroto en toda la granja. Durante el día se corrió la voz de que el Viejo Mayor, el verraco premiado, había tenido un sueño extraño la noche anterior y deseaba comunicárselo a los demás animales. Habían acordado reunirse todos en el granero principal cuando el señor Jones se retirara. El Viejo Mayor (así le llamaban siempre, aunque fue presentado en la exposición bajo el nombre de Willingdon Beauty) era tan altamente estimado en la granja, que todos estaban dispuestos a perder una hora de sueño para oír lo que él tuviera que decirles.
En un extremo del granero principal, sobre una especie de plataforma elevada, Mayor se encontraba ya arrellanado en su lecho de paja, bajo una linterna que pendía de una viga. Tenía doce años de edad y últimamente se había puesto bastante gordo, pero aún era un cerdo majestuoso de aspecto sabio y bonachón, a pesar de que sus colmillos nunca habían sido cortados. Al poco rato empezaron a llegar los demás animales y a colocarse cómodamente, cada cual a su modo. Primero llegaron los tres perros, Bluebell, Jessie y Pincher, y luego los cerdos, que se arrellanaron en la paja delante de la plataforma. Las gallinas se situaron en el alféizar de las ventanas, las palomas revolotearon hacia los tirantes de las vigas, las ovejas y las vacas se echaron detrás de los cerdos y se dedicaron a rumiar. Los dos caballos de tiro, Boxer y Clover, entraron juntos, caminando despacio y posando con gran cuidado sus enormes cascos peludos, por temor de que algún animalito pudiera hallarse oculto en la paja. Clover era una yegua robusta, entrada en años y de aspecto maternal que no había logrado recuperar la silueta después de su cuarto potrillo. Boxer era una bestia enorme, de casi quince palmos de altura y tan fuerte como dos caballos normales juntos. Una franja blanca a lo largo de su hocico le daba un aspecto estúpido, y, ciertamente no era muy inteligente, pero sí respetado por todos dada su entereza de carácter y su tremenda fuerza para el trabajo. Después de los caballos llegaron Muriel, la cabra blanca, y Benjamín, el burro. Benjamín era el animal más viejo y de peor genio de la granja. Raramente hablaba, y cuando lo hacía, generalmente era para hacer alguna observación cínica; diría, por ejemplo, que «Dios le había dado una cola para espantar las moscas, pero que él hubiera preferido no tener ni cola ni moscas». Era el único de los animales de la granja que jamás reía. Si se le preguntaba por qué, contestaba que no tenía motivos para hacerlo. Sin embargo, sin admitirlo abiertamente, sentía afecto por Boxer; los dos pasaban, generalmente, el domingo en el pequeño prado detrás de la huerta, pastando juntos, sin hablarse.
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