08 abril 2021
07 abril 2021
7 de abril
Hadley hizo comparecer sucesivamente al director de la agencia de alquiler de automóviles, quien explicó en qué circunstancias el automóvil amarillo había sido alquilado y luego devuelto a la agencia; a un empleado de la misma, quien describió a la joven que, la noche del 6 de abril, había devuelto el auto a la agencia, pero no se había presentado en el despacho para retirar su fianza de cincuenta dólares. Después el fiscal interrogó a un experto, que testificó haber hallado huellas dactilares en los pabellones quince y dieciséis del Staylonger Motel durante la noche del 6 al 7 de abril. Sacó varias huellas que él había examinado y seleccionado como «significativas».
—¿Y en qué sentido las encuentra usted significativas? —preguntó Hadley.
—Porque hallé otras huellas similares en el automóvil que acaba de describir el testigo precedente —repuso el experto.
Mediante una serie de preguntas, Hadley consiguió establecer que ciertas huellas encontradas por una parte en los pabellones quince y dieciséis y por otra parte en el automóvil, correspondían indudablemente a las del acusado, Stewart G. Bedford.
—Su turno —dijo secamente a Mason.
—Entre las huellas que encontró en el motel y en el automóvil, había otras que se parecían —hizo observar Mason al testigo—. ¿A quién pertenecen?
—Supongo que proceden de la joven rubia que devolvió el automóvil a la agencia de alquiler y que…
—¿No lo sabe usted?
—No lo sé.
—Y esas huellas que supone usted fueron dejadas por la joven rubia, ¿las encontró también en el pabellón quince y en el pabellón dieciséis?
—En efecto.
—¿Dónde?
—En diversos sitios: en los espejos, en los vasos, en el pomo de una puerta.
—Y estas mismas huellas, ¿aparecían también en el automóvil?
—Exactamente.
—En otras palabras —declaró Mason—, ¿esas otras huellas hubiesen podido ser también las del asesino de Binney Denham?
—Protesto —intervino Hadley—. La pregunta obliga al testigo a llegar a una conclusión.
—El testigo es un experto —observó Mason—. Le pregunto la conclusión que sacó de sus investigaciones, y la limito a sus observaciones personales.
El juez Strouse vaciló y por fin decidió:
—Autorizo al testigo a que conteste la pregunta que acaba de hacerle míster Mason.
El testigo declaró:
—Por lo que yo sé, y en la medida de las observaciones que realicé, tanto una como otra de las dos personas a quienes correspondían las huellas hubiese podido ser el criminal.
—Y, además, ¿el asesinato pudo haber sido cometido por una tercera persona? —sugirió Mason.
—Exactamente.
—Muchas gracias. Eso es todo.
Erle Stanley Gardner
El caso de la chantajista sentimental
Perry Mason
Stewart G. Bedford es un rico hombre de negocios que recientemente se ha casado con una mujer mucho más joven. Una mañana Binney Denham lo visita y le solicita un "préstamo"; para no publicar la ficha policial de su esposa. Poco a poco se ve envuelto en un chantaje, que se complica cuando Binney aparece asesinado.
06 abril 2021
6 de abril
Cuando Arcadio Gómez Gómez salió de la cárcel, era un hombre débil y enfermo, pero aún tenía carácter. El día que tuvo que tragárselo, confiaba ya en conservarlo para siempre. La ciudad que encontró el 6 de abril de 1946 se parecía muy poco a la que recordaba y, sin embargo, pronto pudo comprobar que no se había equivocado al interpretar la ambigua alusión a los viejos amigos que contenía la primera carta de Sebas. Muchos de sus compañeros del sindicato habían muerto, y otros estaban presos todavía, pero algunos habían tenido la suerte de camuflarse a tiempo en el colosal desconcierto de la derrota. Entre ellos, la mayoría habría jurado por lo más sagrado que no le conocían de nada si hubieran tenido la mala suerte de encontrárselo por la calle, y el nuevo Arcadio, un hombre harto de sentirse solo, de pasar miedo, de tener hambre y de estar cansado, no se habría atrevido a reprochárselo. Pero quedaban unos pocos con memoria, y con esa dolorosa conciencia que limita con la rabia. Ellos habían ayudado a su mujer y a sus hijos como pudieron, antes de ayudarle a él de la única manera que sabían. Arcadio no llevaba ni un mes en la calle cuando encontró trabajo. Ya hemos pasado lo peor, le dijo a Sebas entonces, ahora todo se va a arreglar, todo, ya lo verás… A los dos les hubiera gustado cortar de un tajo cualquier conexión con los infortunios del pasado reciente, pero la disciplinada prudencia que los años de prisión habían grabado sobre la inflexible cólera del activista de antaño, aconsejaba que Sebas siguiera trabajando para doña Sara, en las mismas condiciones, durante algunos meses más. Los expresidiarios no suelen emplearse con facilidad, y los amigos que habían recurrido hasta a sus conocidos más remotos para encontrarle trabajo a un fontanero excelente, con mucha experiencia, que acababa de llegar de un pueblo de la Mancha buscando una oportunidad para vivir mejor, no merecían correr ningún riesgo. Los dos jornales les permitieron, además, bajar desde la buhardilla hasta un tercer piso interior con cuatro habitaciones, donde los niños pudieron empezar a dormir separados de las niñas, aunque los dos cuartos fueran ciegos. Las cosas seguían siendo muy difíciles, pero parecían haberse estabilizado en un nivel de dificultad tolerable cuando, a mediados de septiembre, Sebas descubrió que se había vuelto a quedar embarazada. Aquella noticia les aturdió como la sentencia de una ruina inapelable. Arcadio, mudo, pasmado, incapaz de reaccionar, se limitó a sentirse culpable mientras seguía a su mujer con la mirada. Sebastiana, en cambio, no podía estarse quieta, y paseaba su amargura por toda la casa con la forzosa desesperación de una fiera enjaulada, lloriqueando y maldiciendo entre dientes, es que esto era lo que nos faltaba, justo lo que nos faltaba… El embarazo siguió adelante a pesar del desaliento de la futura madre, que no se consolaba porque hacía cuentas, y más cuentas, y las deshacía para volver a hacerlas, y sólo hallaba dos soluciones, o volver a pasarlo tan mal como cuando crió a Socorrito, llevándosela todos los días al trabajo para dejarla arrumbada en su capazo en un rincón de la cocina y oírla llorar sin poder atenderla, o sacar a su hija Sebas de la escuela con once años para dejarla en casa cuidando del recién nacido y hacer de ella, que quería ser peluquera, una desgraciada igual que su madre. Ni siquiera serviría de nada poner a trabajar a su hijo mayor, porque un jornal de aprendiz no igualaría el sueldo que ella misma dejaría de ganar si se quedaba en casa, y tampoco podían volver, siendo ya siete, a la buhardilla donde casi no cabían cuando eran sólo cinco. Había otra solución, pero ésa no se le ocurrió a Sebas, sino a doña Sara. Verás, le dijo una mañana de otoño, mientras las dos tomaban café en la mesa de la cocina, he tenido una idea, pero ante todo quiero que sepas que es sólo eso, una idea. Ya sé que estás en deuda conmigo, pero quiero que me escuches, que te lo pienses, y que decidas sin tener en cuenta la situación de tu marido, ni la tuya, ni lo que yo haya podido hacer por vosotros. Te advierto esto antes de nada, porque no quiero llevar ningún peso sobre mi conciencia…
Almudena Grandes
Los aires difíciles
Juan Olmedo y Sara Gómez son dos extraños que se instalan a principios de agosto en una urbanización de la costa gaditana dispuestos a reiniciar sus vidas. Pronto sabemos que ambos arrastran un pasado bien diferente en Madrid. Sin buscarlo, «abocados a convivir con los únicos supervivientes de un naufragio», intercambiarán confidencias y camaraderías gracias a la inesperada complicidad que propicia compartir una asistenta, Maribel, y el cuidado de los niños. Sara, hija de padres menesterosos, que vivió una «singular infancia de vida prestada» con su madrina en el barrio de Salamanca, sufre el estigma de quien lo tuvo todo y luego lo perdió. Juan, por su parte, huye de otras injusticias: la de una tragedia familiar y un amor secreto y torturante, que han estado a punto de arruinar su vida. Como el poniente y el levante, esos aires difíciles que soplan bonancibles o borrascosos en la costa atlántica, sus existencias parecen agitarse al dictado de un destino inhóspito, pero ellos afirman su voluntad férrea de encauzarlo a su favor.
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