ÁDEGA, la dueña y el criado se volvían al Pazo de Brandeso. Les amaneció en lo alto del monte. El viento trajo a sus oídos como salutación de una vida aldeana, devota y feliz, la voz de los viejos campanarios, que parecía bañarse en el rocío y en los aromas de las eras. A la espalda quedaba el mar, negro y tormentoso en su confín, blanco de espuma en la playa. Su voz ululante y fiera parecía una blasfemia bajo la gloria del amanecer. En el valle flotaba ligera neblina, el cuco cantaba en un castañar, y el criado interrogábale burlonamente:—Buen cuco-rey, dime los años que viviré.
El pájaro callaba como si atendiese, y luego oculto en las ramas, dejaba oír su voz: el aldeano iba contando:
—Uno, dos, tres… ¡Pocos años son! ¡Mira si te has engañado, buen cuco-rey!
El pájaro callaba de nuevo, y después de largo silencio, cantaba muchas veces. El aldeano hablábale:
—¿Ves como te habías engañado?…
Y mientras atravesaron el castañar, siguió la plática con el pájaro. Ádega caminaba suspirante: las violetas de sus pupilas estaban llenas de rocío como las flores del campo, y la luz de la mañana, que temblaba en ellas, parecía una oración. La dueña, viéndola absorta, murmuró en voz baja al oído del criado:
—¿Tú reparaste?…
El criado abrió los ojos sin comprender. La dueña puso todavía más misterio en su voz:
—¿No has reparado cosa ninguna cuando sacamos del mar a la rapaza? La verdad, odiaría condenarme por una calumnia, mas paréceme que la rapaza está preñada…
Y velozmente, con escrúpulos de beata, trazó una cruz sobre su boca sin dientes. En el fondo del valle seguía sonando el repique alegre, bautismal, campesino, de aquellas viejas campanas, que de noche, a la luz de la luna, miran volar a las brujas, y que cantan de día, a la luz del sol, las glorias celestiales. ¡Campanas de San Berísimo de Céltigos! ¡Campanas de San Gundián y de Brandeso! ¡Campanas de Gondomar y de Lestrove!… ¡Adiós!
FLOR DE SANTIDAD: HISTORIA MILENARIA.
Ramón María del Valle-Inclán