Acababan de dar las doce, de una manera pausada, acompasada y respetable, en el reloj del pasillo. Era costumbre de aquel viejo reloj, alto y de caja estrecha, adelantar y retrasar a su gusto y antojo la uniforme y monótona serie de las horas que va rodeando nuestra vida, hasta envolverla y dejarla, como a un niño en la cuna, en el oscuro seno del tiempo.
Poco después de esta indicación amigable del viejo reloj, hecha con la voz grave y reposada, propia de un anciano, sonaron las once, de modo agudo y grotesco, con impertinencia juvenil, en un relojillo petulante de la vecindad, y minutos más tarde, para mayor confusión y desbarajuste cronométrico, el reloj de una iglesia próxima dio larga y sonora campanada, que vibró durante algunos segundos en el aire silencioso.
¿Cuál de los tres relojes estaba en lo fijo? ¿Cuál de aquellas tres máquinas para medir el tiempo tenía más exactitud en sus indicaciones? El autor no puede decirlo, y lo siente. Lo siente, porque el tiempo es, según algunos graves filósofos, el cañamazo en donde bordamos las tonterías de nuestra vida; y es verdaderamente poco científico el no poder precisar con seguridad en qué momento empieza el cañamazo de este libro. Pero el autor lo desconoce: sólo sabe que en aquel minuto, en aquel segundo, hacía ya largo rato que los caballos de la noche galopaban por el cielo. Era, pues, la hora del misterio; la hora de la gente maleante; la hora en que el poeta piensa en la inmortalidad, rimando hijos con prolijos y amor con dolor; la hora en que la buscona sale de su cubil y el jugador entra en él; la hora de las aventuras que se buscan y nunca se encuentran; la hora, en fin, de los sueños de la casta doncella y de los reumatismos del venerable anciano. Y mientras se deslizaba esta hora romántica, cesaban en la calle los gritos, las canciones, las riñas; en los balcones se apagaban las luces, y los tenderos y las porteras retiraban sus sillas del arroyo para entregarse en brazos del sueño.
En la morada casta y pura de doña Casiana, la pupilera, reinaba hacía algún tiempo apacible silencio: sólo entraba por el balcón, abierto de par en par, el rumor lejano de los coches y el canto de un grillo de la vecindad, que rascaba en la chirriante cuerda de su instrumento con persistencia desagradable.
En aquella hora, fuera la que fuese, marcada por los doce lentos y gangosos ronquidos del reloj del pasillo, no se encontraban en la casa más que un señor viejo, madrugador impenitente; la dueña, doña Casiana, patrona también impenitente, para desgracia de sus huéspedes, y la criada Petra.