III · En territorio enemigo
Tomé el tren expreso de las 15 en Paddington; iba a Fishguard y, con la precipitación de cualquier muchacho estudiante, llegué a la estación uno o dos minutos antes de la partida. Lo hice adrede. En uno de los compartimientos había un asiento libre, coloqué mi mochila en el portaequipajes y me instalé con el ostensible propósito de leer el Times. Tras sus páginas, que me sirvieron de escudo protector, reflexioné sobre mi situación.Se imponía la decisión de tratar de entrar en Irlanda del modo más abierto y franco. Si fracasaba, siempre me quedaba el recurso de los «habituales métodos» de Parsonage. Si tenía éxito, podría cumplir mi cometido con menos probabilidades de interferencia por parte del contraespionaje irlandés. Todo esto me hizo pensar que, aunque todavía estábamos en Inglaterra, la aventura había comenzado ya. Sin duda, los irlandeses tenían gente en el tren, gente que vigilaba a los pasajeros y hablaba con ellos, hombres expertos en la tarea de separar las ovejas de los cabritos, lo cual no es —al fin y a la postre— tarea difícil. El menor paso en falso que ahora cometiera podía conducirme al desastre cuando, dentro de unas horas, tuviera que correr el riesgo de pasar por las aduanas irlandesas.