Os escribo desde ella, con la puerta de par en par, y un sol espléndido.
Un lindo bosque de pino, chispeante de luces, baja ante mí hasta el pie del repecho. En el horizonte destácanse las agudas cresterías de los Alpilles. No se oye ruido alguno. A lo más, de tarde en tarde, el sonido de un pífano entre los espliegos, un collarón de mulas en el camino. Todo ese hermoso paisaje provenzal sólo vive por la luz.
Y ahora, ¿cómo queréis que eche de menos vuestro París ruidoso y obscuro? ¡Estoy también en mi molino! Este es el rinconcito que yo buscaba, un rinconcito aromático y cálido, á mil leguas de los periódicos, de los coches de alquiler, de la niebla. ¡Y cuántas cosas bonitas en torno mío! No hace más de una semana que estoy aquí instalado, y tengo llena ya la cabeza de impresiones y recuerdos. Sin más, ayer tarde presencié la vuelta de los rebaños a una masía que está al pie de la cuesta, y os juro que no cambiaría ese espectáculo por todos los estrenos que hayáis tenido en esta semana en París. Y si no, juzgad.
Habéis de saber que en Provenza es costumbre enviar el ganado a los Alpes cuando llegan los calores. Brutos y personas pasan allí arriba cinco o seis meses, alojados al sereno, con hierba hasta la altura del vientre; luego, al primer frescor del otoño, vuelta a bajar a la masía, y vuelta a rumiar burguesmente los grises altonazos que aromatiza el romero.
Quedábamos en que ayer tarde regresaban los rebaños.
Desde por la mañana esperaba el zaguán, de par en par abierto, y los apriscos tenían el suelo alfombrado de paja fresca. De hora en hora exclamaba la gente: «Ahora están en Eyguières, ahora en el Paradón. Luego, de pronto, al atardecer, un grito general de ¡ahí están!, y allá abajo, en lontananza, veíamos avanzar el rebaño entre un grandísimo nimbo de polvo. Todo el camino parece andar con él».
Los viejos moruecos vienen a vanguardia, con los cuernos hacia delante y aspecto montaraz; detrás, el grueso de los carneros, las ovejas un poco cansadas y los corderos entre las patas de sus madres, las mulas con perendengues rojos, llevando en serones los lechales de un día, a quienes mecen al andar; después los perros, chorreando de sudor y con la lengua colgante hasta el suelo, y dos grandísimos tunos de rabadanes envueltos en mantas encarnadas, que les caen a modo de capas hasta los talones.
Todo esto desfila ante nosotros alegremente y se precipita en el zaguán, pateando con un ruido de, chaparrón. Es cosa de ver qué movimiento de asombro en toda la casa. Los grandes pavos reales de color verde y oro, de cresta de tul, desde lo alto de sus perchas han conocido a los que llegan y los acogen con una estridente, trompetería. Las aves de corral, recién dormidas, se despiertan con sobresalto. Todo el mundo está en pie: palomas, patos, pavos, pintadas. El corral está como loco, las gallinas hablan de pasar en vela la noche. Diríase que cada carnero ha traído entre la lana, a la vez que un silvestre aroma de los Alpes, un poco de ese aire vivo de las montañas que embriaga y hace bailar.
En medio de ese barullo, el rebaño penetra en su yacija. Nada tan hechicero como esa instalación. Los borregos viejos enternécense al volver a contemplar sus pesebres. Los corderos, los lechales, los que han nacido durante el viaje y nunca vieron la granja, miran en torno suyo con extrañeza.
Pero lo más conmovedor aún, es ver los perros, esos valientes perros de pastor, atareadísimos tras de sus bestias y sin ver otra cosa sino ellas en la masía. Por más que el perro de guarda los llama desde el fondo de su nicho, y que el cubo del pozo, rebosando de agua fresca, les hace señas, ellos no quieren ver ni oír nada, antes de que el ganado esté recogido, pasada la tranca tras de la puertecilla con postigo, y los pastores puestos a la mesa en la sala baja. Sólo entonces consienten en irse a la perrera, y allí, mientras lamen su gamella de sopa, cuentan a sus compañeros de la granja lo que han hecho en lo alto de la montaña: un paisaje tétrico donde hay lobos y grandes digitales purpúreas llenas de rocío hasta el borde de sus corolas.
Alphonse Daudet
Cartas desde mi molino
Alphonse Daudet (1840-1897) fue un escritor francés mejor conocido por sus novelas y cuentos. Nació el 13 de mayo de 1840 en Nimes, Francia. El padre de Daudet era un fabricante de seda y la familia se mudó a Lyon cuando Daudet aún era un niño. Sin embargo, debido a dificultades financieras, finalmente regresaron a Nîmes.
Daudet comenzó su carrera literaria como periodista, trabajando para varios periódicos y revistas en París. Sus primeros escritos estuvieron influenciados por el movimiento naturalista, cuyo objetivo era proporcionar observaciones objetivas y detalladas de la sociedad. Sin embargo, Daudet luego desarrolló su propio estilo único, combinando elementos de naturalismo, realismo y romanticismo.
Una de las obras más famosas de Daudet es "Lettres de mon moulin" (Cartas de mi molino de viento), publicada en 1866. Esta colección de cuentos describe la vida en Provenza, donde Daudet pasó algún tiempo. Las historias fueron bien recibidas y mostraron la habilidad de Daudet para capturar la esencia de la vida rural con humor y sensibilidad.
Otra obra notable de Daudet es "Tartarin de Tarascon" (Tartarin de Tarascon), publicada en 1872. Esta novela cuenta la historia humorística de Tartarin, un personaje jactancioso y grandioso de la ciudad ficticia de Tarascon. El libro satiriza las actitudes provincianas y el heroísmo exagerado de su protagonista.
Las obras de Alphonse Daudet fueron elogiadas por sus descripciones vívidas, personajes atractivos y comentarios sociales perspicaces. Su estilo de escritura tuvo una influencia significativa en las generaciones posteriores de escritores franceses. Los logros literarios de Daudet continúan siendo celebrados y sus obras se consideran contribuciones importantes a la literatura francesa.