Eran periodistas, gacetilleros, publicistas, columnistas, directores de periódicos que jamás se veían en puestos ni quioscos, reporteros, «échotiers», gente de levita, gente de trajes raídos, gente de sombrero hongo, gente de gorra, hombres de estoque en bastón, monóculo manchado de yema de huevo —supuestos especialistas en política extranjera que, de América, sólo conocían el cóndor de los Hijos del Capitán Grant, el último mohicano, La Perichole, y El Choclo, tango argentino que era el furor del día…—, quienes venían, a todas horas, «en busca de informaciones»… vagamente amenazantes, afirmando que se seguían recibiendo tremendas noticias de allá, que se sabía de una persecución desatada contra estudiantes y periodistas, de la amenaza que pesaba sobre muchos intereses europeos, y, sobre todo, sobre todo, del raro, rarísimo suicidio de Monsieur Garcin —antiguo cayenero, de acuerdo, pero francés al fin— cuyo cuerpo había sido hallado, hacía poco, colgado de una excavadora inservible, a unos kilómetros de Nueva Córdoba. Detrás de Le Petit Journal, cuya venta sufría una gran merma en esos días, se presentaba L’Excelsior, recordando insidiosamente que en sus páginas los documentos gráficos aparecían con excepcional claridad; detrás de Le Cri de Paris aparecía La Libre Parole, y, de mayores a menores, de diarios de chantaje a revistas de escándalo, llegábase a las hojas de provincia —Bajos Pirineos, Alpes Marítimos, ecos del Norte, faros de Armórica, libelos marselleses…