14 de agosto
Me voy a Calella. Es la vigilia del santo de la señora Maria —mi madre. Es una fiesta familiar importante —y como estamos en verano, todavía lo parece más. En verano las fiestas parecen más brillantes que en invierno.Cojo, como siempre, en la estación de Francia, el tren correo de las primeras horas de la tarde. Esta estación es desordenada e infecta. Hay una larga cola ante la ventanilla. Mucha gente, mucho calor. A veces la brisa del mar, húmeda, nos llena la nariz de la tufarada que exhalan las meadas de los caballos de los coches de punto, de los simones y de los ómnibus que hacen el servicio de la estación. Este olor del líquido, mezclado con el calor asfixiante y la impregnación del humo de carbón de las máquinas, produce una sinfonía olfativa de una amenidad muy escasa.
Finalmente el tren se pone en marcha y, como la gente ha aceptado unánimemente (cosa rara) la apertura de las ventanas, pasa un aire agradabilísimo. Pero la luz es muy dura y absolutamente incómoda, a pesar de su suciedad. El calor del verano, al aire libre, en este país, es tolerable porque siempre corre algún vientecillo. En cambio, la luz se pone entre ceja y ceja y causa como una ofuscación. El viaje es monótono. El tren se para en todas las estaciones. La gente baja y sube. Se oyen los toques de las campanillas. En cada estación el tilín es diferente. Los pitidos de las máquinas. Mirándolo bien, son una cosa bastante absurda estos pitidos.