Dos o tres navidades
No es que servidor haya estado allí donde estas fiestas se han celebrado, en el fondo de la laguna Antela, o en el alto Cebreiro, o en el Finisterre rocoso. Son noticias que uno oye a los que pasan por el camino vecino mío, que es ni más ni menos que el Camino de Santiago. Este camino, como está probado, tiene el don de lenguas, y todavía no ha cesado de vaciarse de sombras pasajeras. El otro día, un criado de los Pardo de Balmonte me contaba que había visto volar una capa roja en el puente de Leis. Fue allí, a ver quién perdiera el manto, y no halló a nadie. Podía ser la capa de don Gaiferos de Mormaltán, que pasó en el siglo XII, peregrino. Hace pocos años, cerca de Samos, en la fuente de Iris, una mujer que iba a beber vio venir por el aire un vaso de plata, que se llenó de agua y se fue a una boca invisible, que bebió sonora. En Vilar de Donas, donde son, pintadas, las damas santiaguistas que yo canté en mi lengua galaica:
Miñas donas Giocondas, en vós ollo
tódalas donas que foron no país:
unha brancas camelias, otras frores de lis,
digo que en el Vilar, en la Noche Buena, dejan pan en el camino, para los peregrinos que todavía van y vienen con sus bordones, a través de las tinieblas: el bordón es lo último que calla en el peregrino, y puede decirse que no hay bordones tácitos; cuando ya el peregrino es polvo, ceniza, nada, todavía el bordón golpea con su contera de hierro las piedras del camino. Si un peregrino irlandés muere en Compostela, su bordón se va paso a paso a la verde Erín, y la niebla se aparta para dejarle caminar. Si toman pan en Vilar de Donas en la Noche Buena, el pan se hace luminoso y se ven hogazas de oro en el camino, a cuya orilla se desnudan de las últimas hojas los abedules…
En la provincia de Ourense, en el fondo de la laguna Antela, está sumergida la ciudad que llaman Antioquía de Galicia. Pasaba José con María camino de Belén y, teniendo sed María, fue José a pedirle una jarra de agua a un zapatero remendón que tenía tienda abierta en un arrabal de la ciudad. Una ciudad amurallada, con siete puertas en la cerca. El zapatero negó el agua a José y le tiró, irado, la lezna del oficio. La lezna se clavó en el tobillo de José, y comenzó por la herida a manar agua, en tal abundancia que, en dos horas, todo el valle de Antioquía, con la ciudad en medio, quedó cubierto. Desde entonces yace en el fondo de la Antela la gran ciudad, con sus palacios, sus huertos de limoneros, sus pomaradas, su escuela de gramática, sus palomares y la catedral de la Asunción de Nuestra Señora. Antioquía está callada y desierta bajo las aguas, excepto el día de Navidad, en que sus calles se llenan de las gentes que la poblaban antaño, y resucitan los mirlos y las palomas, los niños y los gaiteros, y el rey baja de su torre a la catedral, y despierta el obispo —que está en un columpio de mimbre echando la siesta, que lo pescó allí la inundación—, y los canónigos limpian las hebillas de plata, y el campanero obliga a las campanas a cantar. El obispo dice la santa misa, y el viejo rey de Antioquía se arrodilla ante el altar. Desde la orilla de la laguna se ve brillar, en el fondo del agua, la mitra de oro del rey, y un oído atento percibe el grave son de las campanas sumergidas. Al rey le ha crecido tanto la barba allá abajo, que un ciento de sus súbditos tiene que ayudarle a llevarla. Es tan hermosa como la de Achy, Nuca Roja, aquel rey de Tara que cubría con sus barbas los campos de centeno en flor para que no los dañasen las heladas, y en las batallas, lanzándola, que era como una selva, sobre la armada enemiga, hacía que se perdiesen en la espesura las legiones contrarias y los osados campeones. Treinta años después de una batalla, estando Achy durmiendo, lo despertó un gran ruido en su barba. Es que un feniano, Teacha de Ceash, había encontrado la salida del bosque, donde había estado perdido seis lustros, y lanzaba su estrepitoso grito de guerra… En Antioquía de Galicia se sabe que han celebrado los sumergidos la Navidad del Señor, porque siempre una paloma, en loco vuelo, sale del agua para el aire y se queda en él, en los alisos y los sauces del Limia. Se conoce que son las palomas de Antioquía porque tienen en la pata izquierda un hilo de oro, seña que les ponen las infantas, reales, allá abajo. A veces, sin saber porqué, en la Antela hacen espuma las ondas. Dicen que es que están cantando villancicos las señoras princesas: ensayándose en su cámara para el día de Navidad.
En el alto Cebreiro, por donde desde el Reino de León entra a Galicia el Camino Francés, una sombra se sentó, en la Misa del Gallo, entre los señores monjes. Era una sombra larga y la cabeza rematada en punta de lanza. Se sentó en un escaño vacío que había entre el prior y el maestro de Novicios, y todos los presentes oyeron el hierro. La sombra, pues, vestía armadura. Cuando comenzó la misa, el hierro se arrodilló. Afuera silbaba el viento, y el que entraba por bajo la portalada y por las saeteras hacía estremecer a un tiempo las luces y la misteriosa sombra. El prior vio que había allí un alma en pena y pensó que quizá fuese posible oírle sus pecados en el tribunal de la santa penitencia. Requerida fue solemnemente la sombra para que dijese su nombre y condición, y para que confesase sus pecados por el amor de aquel Niño que estaba en el pesebre, a las puertas de Belén.
—Soy el ánima del conde de Acebal —dijo.
Y todos recordaron al viejo conde leproso, con la campanilla lázara por los caminos, siempre armado, ladrado por los perros y apedreado por los labriegos, muerto sin confesión en el bosque de Moucín, y dejado podrecer dentro de su armadura milanesa. La tierra lo fue cubriendo. Y ahora esta allí la terrible sombra.
—Las otras ánimas —dijo— no me admiten en la Hueste. Temen la lepra de Siria. ¡Si yo tuviese esa campanilla del altar!
El prior se la dio. La sombra, tocando con su mano diestra la campanilla, la convirtió en sombra. Se oía en el aire el repique alegre, el parloteo argentino. La sombra se fue, pero durante muchos años, por la Navidad del Señor, oían los monjes y los fieles acercarse en la noche, a la hora de la Misa del Gallo, la campanilla, que el conde de Acebal venía a los santos oficios y estaba en ellos atento a cuándo había que tocar, y lo hacía gracioso, para ser una sombra desafortunada y leprosa como era, a la manera de las campanillas de los orientales, que habría aprendido la música en Levante… Cuando se fueron los monjes, la sombra no volvió. En la Navidad del Cebreiro ya no se oye la campanilla del conde de Acebal, que subía cantando a aquellos campos de nieve, en los que el lobo y el latín litúrgico se saludan…
En el Camino de Santiago a Fisterra, con cierta frecuencia ha sido encontrado el mensajero que Herodes envía hasta aquella punta extrema de la tierra para avisar que hay que degollar a los Inocentes. Es un tipo pequeño y más bien gordo, la barba gris y rala, y el ojo derecho lo tiene rojo. Acostumbra a entrar en las posadas y pide pan y vino, y cuando lo han servido, le entran unas extrañas prisas y se va sin comer ni beber, tirando una moneda por el aire al mesonero. Es inútil que este guarde la moneda bajo siete llaves. Está allí, quieta, durante varios años: es una moneda de plata, con unas letras extrañas y la cabeza de un barbarrizada, pero un día cualquiera va el mesonero a cogerla para mostrármela mí, que llego curioso, y la moneda se ha ido… Se ha ido a completar los treinta dineros que han de necesitar para comprar a Judas, en su día. Porque en el mundo no hay más dinero que estas treinta monedas y sus intereses. Esto creen, y quizás estén en lo cierto, muchas gentes en mi país. El mensajero de Herodes asoma la cabeza por la puerta de las iglesias para ver si ya ha nacido el Niño, y corre, corre hacia Fisterra con la terrible orden sellada, en la faldriquera. Hace tantos años que viene con el mandato de Herodes, que ya habla gallego. Cuando él pasa, los lobos se apartan. Por eso, en los días de la Navidad, se puede ir desde Santiago a Fisterra sin miedo al lobo, que se ha ido a otra parte, lejos de la competencia.
Álvaro Cunqueiro
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