La escena es en cualquiera villa de la Península, ó, si ustedes quieren, en Villacualquiera. El teatro representa la oficina de farmacia del pueblo, punto de reunión de los notables del mismo.
Personajes: el boticario, el albéitar, dos de los principales terratenientes, el alcalde y el secretario de Ayuntamiento. Este último acaba de leer la convocatoria para elecciones de diputados á Cortes. En seguida toma la palabra el alcalde, y dice:
— ¿No les parece á ustedes, señores, que ya debíamos estar cansados de votar á los señoritos que nos envían de Madrid, y que después no vuelven á acordarse de nosotros?
Discutida suficientemente la cuestión, acuérdase la candidatura de uno de los presentes, el Sr. Fulano, quien, tras una resistencia digna de Cincinato, y previa consulta con su mujer, acepta la representación de sus convecinos.
En vano el Gobierno le opone un candidato adicto á su política; el día de la elección, el Sr. Fulano abre de par en par las puertas de su bodega, y queda proclamado por unanimidad, según él, por una nimiedad, como decía Candan antes de desechar el pelo del Coronil.
El diputado adopta el carácter de independiente, porque, como él dice, á él no le lleva la política, sino el deseo de rebajar las contribuciones. Desde luego ofrece sacar tres ferrocarriles, una fuente y un lavadero para su villa natal, y aunque es del interior, y no tiene más río que uno tributario del Jarama, como pueda, convertirá en puerto de mar los terrenos incultos que rodean al pueblo.
Sale de éste con el acta en el bolsillo, entre las aclamaciones de la multitud.
— ¡Que no te vendas! le dicen sus amigos.
— ¡Que no se olvide usted de nosotros! le gritan los pobres.
Y él, montado en su macho, saluda con el sombrero.
El camino es corto, y en pocas horas se presenta en Madrid, hospedándose provisionalmente en la posada del Peine; sin quitar el polvo á la ropa , se dirige á la calle de la Cruz , y se equipa a la moda... de hace diez años , marchando rápidamente al Congreso , en cuya puerta le atajan el paso los porteros de entrada .
El flamante diputado, reparando en los trajes de aquéllos, los toma por ministros, creyendo ver en uno que adolece de estrabismo, al Sr. Cánovas del Castillo.
— Soy, dice descubriéndose, el diputado por Villacualquiera.
Los porteros le acompañan al despacho del Mayor, donde entrega el acta, pidiendo recibo.
El acta está más limpia que una patena, y queda aprobada en la primera reunión del Congreso.
El independiente no puede contener su gozo; aquel día se permite el lujo de regalarse en casa de Botín (sobrino), habiendo antes escrito, en papel del Congreso, á su mujer y amigos.
En los primeros días está cohibido: cuando toma agua no se atreve á endulzarla con azucarillos, censurando á solas el despilfarro de bujías para encender sus cigarros los padres de la patria.
Como no conoce á nadie, se aburre contemplando las pinturas del salón de conferencias, sin entender sus alegorías; tampoco sabe á quiénes representan los bustos de los ángulos, y el cuadro de los comuneros, del célebre Gisbert, se le antoja el suplicio de Riego.
Ni escupe, ni arroja la colilla del cigarro sobre la alfombra, y al sentarse en los mullidos divanes lo hace con el mayor cuidado, para no saltar los muelles.
Al fin sale de su aislamiento, buscado en una rotación por los amigos del Ministerio. ¡Adiós, propósitos de independencia!
El pobre independiente no tiene valor ni práctica para sustraerse á la influencia de los diputados duchos en intrigas de salón, y vota lo que le aconsejan.
Ganada la votación, le presentan al ministro interesado en aquélla: éste suele ser el de Gobernación, que en todo Ministerio es el de más travesura. El individuo del Gabinete conoce á primera vista al neófito; con dos ó tres palmaditas en el hombro se gana la simpatía del Sr. Fulano, á quien para asegurarle promete una gran cruz.
Desde aquel instante, el independiente deja de serlo para convertirse en obediente servidor del Gobierno. Ya no se acuerda de los ferrocarriles, ni de la fuente, ni del lavadero, ni siquiera, en fin, del puerto con que había soñado.
El Ministerio le parece el mejor de los Ministerios posibles, y el ministro de la Gobernación el político más campechano del mundo.
De día en día hace pinitos, y al final de la legislatura ya se atreve á interrumpir á alguno de los oradores de oposición, dándose tono con los porteros; ya toma los azucarillos á pares, encuentra mezquino el alumbrado, pobre y miserable la alfombra, desvencijados los divanes y estrecho el edificio.
Por fin recibe el diploma de caballero gran cruz de una real y distinguida orden. ¡Ya tiene excelencia!
Quienes con esto salen perdiendo, son el sobrino de Botín y el dueño de la posada del Peine. Un excelentísimo señor, no puede, sin rebajarse, comer un cuarto de cabrito en una vulgar pastelería, ni dormir en el cuarto de una posada. A partir desde su encumbramiento, come y se hospeda en la fonda de Los Leones de oro; así subirá hasta alojarse en el Hotel de París. Por supuesto, tampoco se viste en roperías.
Ciérranse las Cortes, suspendidas las sesiones, y el excelentísimo señor D. Fulano vuelve á su pueblo, no atravesado en un macho, sino en diligencia; pero los electores no le esperan á la entrada del lugar. Engañados en sus esperanzas, han jurado vengarse no volviendo á sacarle diputado.
A buena hora; otra vez se presentará candidato ministerial, y saldrá, si no por su distrito, por algún otro, aunque sea de las provincias ultramarinas.
En esto paran la generalidad de los diputados independientes: pobres hombres, vienen con muchos bríos, y son explotados, sin que cueste muy cara su adhesión.
Así le ha ocurrido al Sr. Fulano; sin embargo, con el tiempo irá aumentando su ambición, y, ministerial cual ninguno, su propia insignificancia le elevará á la categoría do hombre importante.
De menos hizo Dios á Auriol, y de mucho menos todavía hizo Cánovas á Sedano.
Personajes: el boticario, el albéitar, dos de los principales terratenientes, el alcalde y el secretario de Ayuntamiento. Este último acaba de leer la convocatoria para elecciones de diputados á Cortes. En seguida toma la palabra el alcalde, y dice:
— ¿No les parece á ustedes, señores, que ya debíamos estar cansados de votar á los señoritos que nos envían de Madrid, y que después no vuelven á acordarse de nosotros?
Discutida suficientemente la cuestión, acuérdase la candidatura de uno de los presentes, el Sr. Fulano, quien, tras una resistencia digna de Cincinato, y previa consulta con su mujer, acepta la representación de sus convecinos.
En vano el Gobierno le opone un candidato adicto á su política; el día de la elección, el Sr. Fulano abre de par en par las puertas de su bodega, y queda proclamado por unanimidad, según él, por una nimiedad, como decía Candan antes de desechar el pelo del Coronil.
El diputado adopta el carácter de independiente, porque, como él dice, á él no le lleva la política, sino el deseo de rebajar las contribuciones. Desde luego ofrece sacar tres ferrocarriles, una fuente y un lavadero para su villa natal, y aunque es del interior, y no tiene más río que uno tributario del Jarama, como pueda, convertirá en puerto de mar los terrenos incultos que rodean al pueblo.
Sale de éste con el acta en el bolsillo, entre las aclamaciones de la multitud.
— ¡Que no te vendas! le dicen sus amigos.
— ¡Que no se olvide usted de nosotros! le gritan los pobres.
Y él, montado en su macho, saluda con el sombrero.
El camino es corto, y en pocas horas se presenta en Madrid, hospedándose provisionalmente en la posada del Peine; sin quitar el polvo á la ropa , se dirige á la calle de la Cruz , y se equipa a la moda... de hace diez años , marchando rápidamente al Congreso , en cuya puerta le atajan el paso los porteros de entrada .
El flamante diputado, reparando en los trajes de aquéllos, los toma por ministros, creyendo ver en uno que adolece de estrabismo, al Sr. Cánovas del Castillo.
— Soy, dice descubriéndose, el diputado por Villacualquiera.
Los porteros le acompañan al despacho del Mayor, donde entrega el acta, pidiendo recibo.
El acta está más limpia que una patena, y queda aprobada en la primera reunión del Congreso.
El independiente no puede contener su gozo; aquel día se permite el lujo de regalarse en casa de Botín (sobrino), habiendo antes escrito, en papel del Congreso, á su mujer y amigos.
En los primeros días está cohibido: cuando toma agua no se atreve á endulzarla con azucarillos, censurando á solas el despilfarro de bujías para encender sus cigarros los padres de la patria.
Como no conoce á nadie, se aburre contemplando las pinturas del salón de conferencias, sin entender sus alegorías; tampoco sabe á quiénes representan los bustos de los ángulos, y el cuadro de los comuneros, del célebre Gisbert, se le antoja el suplicio de Riego.
Ni escupe, ni arroja la colilla del cigarro sobre la alfombra, y al sentarse en los mullidos divanes lo hace con el mayor cuidado, para no saltar los muelles.
Al fin sale de su aislamiento, buscado en una rotación por los amigos del Ministerio. ¡Adiós, propósitos de independencia!
El pobre independiente no tiene valor ni práctica para sustraerse á la influencia de los diputados duchos en intrigas de salón, y vota lo que le aconsejan.
Ganada la votación, le presentan al ministro interesado en aquélla: éste suele ser el de Gobernación, que en todo Ministerio es el de más travesura. El individuo del Gabinete conoce á primera vista al neófito; con dos ó tres palmaditas en el hombro se gana la simpatía del Sr. Fulano, á quien para asegurarle promete una gran cruz.
Desde aquel instante, el independiente deja de serlo para convertirse en obediente servidor del Gobierno. Ya no se acuerda de los ferrocarriles, ni de la fuente, ni del lavadero, ni siquiera, en fin, del puerto con que había soñado.
El Ministerio le parece el mejor de los Ministerios posibles, y el ministro de la Gobernación el político más campechano del mundo.
De día en día hace pinitos, y al final de la legislatura ya se atreve á interrumpir á alguno de los oradores de oposición, dándose tono con los porteros; ya toma los azucarillos á pares, encuentra mezquino el alumbrado, pobre y miserable la alfombra, desvencijados los divanes y estrecho el edificio.
Por fin recibe el diploma de caballero gran cruz de una real y distinguida orden. ¡Ya tiene excelencia!
Quienes con esto salen perdiendo, son el sobrino de Botín y el dueño de la posada del Peine. Un excelentísimo señor, no puede, sin rebajarse, comer un cuarto de cabrito en una vulgar pastelería, ni dormir en el cuarto de una posada. A partir desde su encumbramiento, come y se hospeda en la fonda de Los Leones de oro; así subirá hasta alojarse en el Hotel de París. Por supuesto, tampoco se viste en roperías.
Ciérranse las Cortes, suspendidas las sesiones, y el excelentísimo señor D. Fulano vuelve á su pueblo, no atravesado en un macho, sino en diligencia; pero los electores no le esperan á la entrada del lugar. Engañados en sus esperanzas, han jurado vengarse no volviendo á sacarle diputado.
A buena hora; otra vez se presentará candidato ministerial, y saldrá, si no por su distrito, por algún otro, aunque sea de las provincias ultramarinas.
En esto paran la generalidad de los diputados independientes: pobres hombres, vienen con muchos bríos, y son explotados, sin que cueste muy cara su adhesión.
Así le ha ocurrido al Sr. Fulano; sin embargo, con el tiempo irá aumentando su ambición, y, ministerial cual ninguno, su propia insignificancia le elevará á la categoría do hombre importante.
De menos hizo Dios á Auriol, y de mucho menos todavía hizo Cánovas á Sedano.
En el 'Almanaque del buñuelo' de 1881
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