27 julio 2024

La señorita Narracott, la recepcionista, era una dama de cuarenta y siete años, de generoso busto, peinada a la moda de hacía varios años.

La señorita Narracott, la recepcionista, era una dama de cuarenta y siete años, de generoso busto, peinada a la moda de hacía varios años.

Acogió sonriente a Giles, a quien vio en seguida, con la precisión que le permitía una larga experiencia, como «uno de nuestros agradables clientes». Y Giles, que resultaba ser un hombre locuaz y persuasivo cuando se lo proponía, recurrió a una historia bien urdida. Acababa de cruzar una apuesta con su esposa… Él sostenía que la madrina de ésta había estado hospedada en el «Royal Clarence» dieciocho años atrás. Su mujer habíale dicho que no podría probar nunca su afirmación porque seguramente, en el establecimiento, no eran conservados los libros-registros tan antiguos. ¡Qué disparate! Un hotel como el «Royal Clarence» debía de guardarlos todos. Quizá poseía hasta los de hacía un siglo…
—Bueno, no tanto, señor Reed. Nosotros conservamos todos nuestros libros de visitantes, como preferimos llamarlos. En las páginas de muchos de ellos figuran interesantes nombres. Una vez se hospedó aquí el rey, siendo príncipe de Gales, y la princesa Adelmar de Holstein-Rotz solía pasar en este hotel todos los inviernos, con su dama de compañía. Hemos facilitado alojamiento, además, a novelistas famosos, y a artistas como el señor Dovery, el pintor retratista.
Giles correspondió a estas manifestaciones mostrando un gran interés por ellas, un profundo respeto. Y, finalmente, vio frente a él el volumen correspondiente al año que había dicho.
La recepcionista le enseñó varios nombres ilustres. Luego, Giles pasó unas páginas, buscando el mes de agosto.
Sí, seguramente era ésta la anotación que intentaba localizar:
«Comandante Setoun Erskine, y señora, Anstell Manor. Daith, Northumberland, 27 de julio-17 de agosto».
—¿Puedo copiar esto?
—Desde luego, señor Reed. Aquí tiene papel y tinta… ¡Oh! Va usted a utilizar estilográfica. Perdóneme. He de apartarme de aquí un momento.
Giles se quedó solo ante el libro abierto, tomando nota de lo que acababa de leer.
Al regresar a «Hillside» encontró a Gwenda en el jardín inclinada sobre unas plantas.
—¿Ha habido suerte?
—Sí. Creo haber dado con él.
Gwenda leyó la nota:
—«Anstell Manor, Daith, Northumberland». Sí, Edith Pagett dijo Northumberland. ¿Seguirán viviendo allí?
—Tendremos que ir a verlo.
—Sí, sí… Será mejor ir… ¿Cuándo?
—Lo antes posible. ¿Mañana? Cogeremos el coche. El viaje te servirá para que conozcas algunas cosas más de Inglaterra.
—Supongamos que los Erskine han muerto, o que se han ido a vivir a otra parte.
Giles se encogió de hombros.
—Pues entonces regresaremos y seguiremos otras pistas. A propósito, he escrito a Kennedy, pidiéndole que me envíe las cartas que le dirigió Helen cuando se fue… si es que todavía obran en su poder… aparte de una muestra de su escritura.
—Me gustaría mucho establecer contacto con la otra criada, con Lily, la que le puso el lazo a «Thomas»…
—Es curioso que te acordaras de ese detalle, Gwenda.
—Sí, ¿verdad? Y recuerdo también perfectamente a «Tommy». Era negro, con algunas manchas blancas, y tuvo tres gatitos adorables.
—¿Cómo puede ser eso? ¿«Thomas»?
—Bueno, se le llamaba «Thomas», pero resultó ser «Thomasina». Ya sabes lo que pasa con los gatos. En cuanto a Lily… ¿Qué habrá sido de ella? Al parecer, Edith Pagett no volvió a saber más de esta mujer. Tras lo sucedido en «Santa Catalina» se colocó en Torquay. Creo que escribió una vez o dos… A Edith le contaron que se había casado, no sabe con quién. Si pudiéramos localizarla nos enteraríamos de bastantes detalles más.
—¿Has pensado, asimismo, en Layonee, la chica suiza?
—Bueno, era una extranjera al fin y al cabo y no captaría muy bien lo que sucedía aquí. He de decirte que no me acuerdo en absoluto de ella. Tengo la impresión de que Lily puede sernos muy útil. Lily era una chica avispada… ¿Por qué no ponemos otro anuncio, Giles? Destinado a ella, por supuesto. Se llamaba Lily Abbott.
—Sí. Daremos ese paso. Y mañana nos trasladaremos al Norte, a ver qué podemos averiguar por mediación de los Erskine.

Agatha Christie
Un crimen dormido
Miss Marple 

Poco después de que Gwenda se mudara a su nueva casa, comenzaron a suceder cosas extrañas. A pesar de sus esfuerzos por modernizar la vivienda, lo único que consigue es desenterrar el pasado que duerme entre sus paredes. Aún peor, comienza a sentir un terror irracional cada vez que sube las escaleras…
Presa del pánico, Gwenda decide acudir a la señorita Marple para exorcizar sus fantasmas. Juntas deberán resolver un crimen «perfecto», cometido hace ya demasiado tiempo…

Carrera del partido de los patos en listas cerradas

Campeonato europeo de carrera de patos

26 julio 2024

Partí para Dieppe el 26 de julio

 Los diputados de la nueva Cámara habían llegado a París: de los doscientos veintiuno, doscientos dos habían sido reelegidos; la oposición contaba con doscientos setenta votos; el Gobierno, con ciento cuarenta y cinco: el partido de la Corona estaba, pues, perdido. El resultado natural era la dimisión del Gobierno: Carlos X se obstinó en desafiarlo todo, y se decidió el golpe de Estado.

Partí para Dieppe el 26 de julio, a las cuatro de la tarde, el mismo día en que se promulgaron las reales ordenanzas. Estaba bastante alegre, encantado de volver a ver pronto el mar, y me siguió, a algunas horas de distancia, una espantosa tormenta. Cené y pasé la noche en Ruán sin saber nada, lamentando no poder ir a visitar Saint-Ouen, y arrodillarme delante de la hermosa Virgen del museo, en recuerdo de Rafael y de Roma. Llegué al día siguiente, 27, a Dieppe, hacia el mediodía. Me hospedé en el hotel en el que el conde de Boissy, mi antiguo secretario de legación, me había reservado una habitación. Me vestí y fui a ver a madame Récamier. Ésta ocupaba un aposento cuyas ventanas daban a la playa. Pasé allí unas horas charlando y contemplando las olas. He aquí que de repente se presenta Hyacinthe, trayéndome una carta que había recibido monsieur de Boissy, y que anunciaba las reales ordenanzas con grandes elogios. Al cabo de un momento, entra mi viejo amigo Ballanche; acababa de bajar de la diligencia llevando en la mano los periódicos. Abrí el Moniteur y leí, sin dar crédito a lo que veían mis ojos, los documentos oficiales. ¡De nuevo un Gobierno que se arrojaba de motu proprio desde lo alto de las torres de Notre-Dame! Le dije a Hyacinthe que pidiera que engancharan los caballos, a fin de salir de regreso para París. Volví a montar en el coche, hacia las siete de la tarde, dejando a mis amigos en plena ansiedad. Hacía un mes que corrían algunos rumores sobre un golpe de Estado, pero nadie había hecho caso de ellos, pues parecían absurdos. Carlos X había vivido de las ilusiones del trono: se forma en torno a los príncipes una especie de espejismo que los engaña desplazando el objeto y haciéndoles ver en el cielo paisajes quiméricos.
Me llevé el Moniteur. En cuanto se hizo de día, el 28, leí, releí y comenté las reales ordenanzas. El informe al rey que servía de preámbulo me asombraba por dos razones: las observaciones sobre los inconvenientes de la prensa eran acertadas; pero al mismo tiempo el autor de estas observaciones daba muestras de una ignorancia supina sobre el estado de la sociedad del momento. Sin duda, los ministros, desde 1814, pertenecieran al partido que pertenecieran, se han visto hostigados por los periódicos; sin duda, la prensa tiende a subyugar a la soberanía, a forzar a la monarquía y a las Cámaras a obedecerla: sin duda, en los últimos días de la Restauración, al no hacer caso más que a su pasión, atacó, sin mirar por los intereses y el honor de Francia, la expedición de Argel, desarrolló las causas, los medios, los preparativos, las probabilidades de un fracaso; divulgó los secretos sobre el armamento, informó al enemigo del estado de nuestras fuerzas, hizo un cálculo de nuestras tropas y barcos, indicó incluso el lugar de desembarco. ¿Habrían puesto el cardenal de Richelieu y Bonaparte Europa a los pies de Francia, si hubieran revelado de antemano sus negociaciones o indicado las etapas de sus ejércitos?
Todo esto es cierto y detestable; pero, ¿y el remedio? La prensa es un elemento antaño ignorado, una fuerza desconocida en otro tiempo, introducida ahora en el mundo; es la palabra en estado de rayo; es la electricidad social. ¿Se puede evitar que exista? Cuanto más se pretenda oprimirla, más violenta será la reacción. Hay que resignarse, pues, a convivir con ella, como se convive con la máquina de vapor. Hay que aprender a servirse de ella, haciendo que deje de ser peligrosa, ya debilitándola paulatinamente mediante una habituación a ella, ya adaptando gradualmente vuestras costumbres y vuestras leyes a los principios que regirán en adelante a la Humanidad. Una prueba de la impotencia de la prensa en determinados casos la tenemos en el reproche mismo que le hacéis con respecto a la expedición de Argel; se tomó Argel pese a la libertad de prensa, del mismo modo que yo declaré la guerra a España en 1823 bajo el fuego más intenso de esta libertad.
Pero lo que resulta intolerable en el informe de los ministros es la descarada pretensión de que el REY TIENE UN PODER PREEXISTENTE A LAS LEYES. ¿Qué significan, entonces, las constituciones? ¿Por qué engañar a los pueblos mediante simulacros de garantía, si el monarca puede cambiar a su antojo el sistema de gobierno establecido? Y, sin embargo, los firmantes del informe están tan convencidos de lo que dicen que apenas si citan el artículo 14, en cuyo favor había yo anunciado hacía mucho tiempo que se confiscaría la Carta; lo recordaban, pero de memoria nada más, y como algo legalmente superfluo que no necesitaban.
La primera real ordenanza establece la supresión de la libertad de prensa en sus diversos aspectos; es la quintaesencia de todo cuanto se había elaborado desde hacía quince años en el gabinete negro de la policía.
La segunda real ordenanza modifica la ley electoral. Así, las dos primeras libertades, la libertad de prensa y la libertad electoral, eran extirpadas de raíz; lo eran, no por un acto inicuo y no obstante legal, emanado de un poder legislativo corrupto, sino de unas reales ordenanzas, como en tiempos de la voluntad arbitraria. Y cinco hombres que no carecían de buen sentido se precipitaban, con una ligereza sin par, ellos, su señor, la monarquía, Francia y Europa, al abismo. Yo ignoraba lo que pasaba en París. Deseaba que una resistencia, sin derrocar el trono, obligara a la Corona a destituir a los ministros y a retirar las reales ordenanzas. En el caso de que éstas triunfaran, estaba decidido a no someterme a ellas, a escribir, a hablar contra estas medidas inconstitucionales.
Aunque los miembros del cuerpo diplomático no influyeron de forma directa en las reales ordenanzas, las favorecieron con sus requerimientos; la Europa absolutista tenía horror a nuestra Carta. Cuando la noticia de las reales ordenanzas llegó a Berlín y a Viena, y cuando durante veinticuatro horas se creyó en su éxito, monsieur Ancillon exclamó que Europa estaba salvada, y monsieur de Metternich dio muestras de una alegría indecible. Pronto, tras haber conocido la verdad, este último se sintió tan consternado como encantado se había sentido antes: declaró que se había equivocado, que la opinión pública era decididamente liberal y que se hacía ya a la idea de una Constitución austríaca.
Los nombramientos de consejeros de Estado que siguen a las reales ordenanzas de Julio arrojan cierta luz sobre las personas que, en las antecámaras, pudieron, mediante sus opiniones o su participación en la redacción, prestar ayuda a las reales ordenanzas. Vemos en ellos los nombres de hombres de lo más opuestos al sistema representativo. ¿Fue en el mismo gabinete del rey, ante los ojos del monarca, donde se redactaron esos documentos funestos? ¿Fue en el gabinete de monsieur de Polignac? ¿Fue en una reunión exclusivamente de ministros, o bien asistidos por algunas buenas cabezas anticonstitucionales? ¿Fue en los Plomos,[32] en alguna sesión secreta de los Diez, donde se redactó el borrador de estas reales ordenanzas de Julio, en virtud de las cuales la monarquía legítima fue condenada a verse estrangulada en el Puente de los Suspiros? ¿Era la idea de monsieur de Polignac nada más? Es algo que la historia quizá no nos revele nunca.
Al llegar a Gisors, me enteré del levantamiento de París, y oí conversaciones alarmantes; éstas probaban hasta qué punto la Carta había sido tomada en serio por las poblaciones de Francia. En Pontoise, se tenían noticias más recientes aún, pero confusas y contradictorias. En Herblay, no había caballos de posta. Esperé cerca de una hora. Me aconsejaron que evitara Saint-Denis, porque encontraría barricadas. En Courbevoie, el postillón se había despojado ya de su traje de botones flordelisados. Se había disparado por la mañana contra una calesa que él conducía a París por la avenida de los Campos Elíseos. En consecuencia, me dijo que no me llevaría por esa avenida, y que iría a buscar, a mano derecha de la barrera de l’Etoile, la barrera del Trocadero. Desde esta barrera se descubre París. Vi allí ondeando la bandera tricolor; juzgué que no se trataba de un tumulto, sino de una revolución. Tuve el presentimiento de que mi papel iba a cambiar: que, habiendo acudido para defender las libertades públicas, me vería obligado a defender a la monarquía. Se alzaban aquí y allá nubes de humo blanco entre grupos de casas. Oí algunos cañonazos y fuego de mosquetes mezclados con toques a rebato. Me pareció que veía caer el viejo Louvre desde lo alto de la meseta desierta destinada por Napoleón a servir de emplazamiento al palacio del Rey de Roma. El lugar de observación ofrecía una de esas consolaciones filosóficas que una ruina comunica a otra ruina.
Mi coche bajó la cuesta. Atravesé el puente de Iéna y subí por la avenida pavimentada que corre a lo largo del Campo de Marte. Todo estaba solitario. Encontré un piquete de caballería situado ante el enrejado de la Escuela Militar; los hombres parecían tristes y como olvidados allí. Tomamos por el bulevar de Les Invalides y el bulevar Montparnasse. Vi a algunos paseantes que miraban con sorpresa un coche conducido como si fuera una silla de posta en tiempos normales. El bulevar de Enfer estaba obstruido por unos olmos cortados.
En mi calle, mis vecinos me vieron llegar con alegría: les parecía una protección para el barrio. Madame de Chateaubriand estaba contenta y alarmada a un tiempo por mi regreso.
El jueves por la mañana, 29 de julio, le escribí a madame Récamier, a Dieppe, esta carta que prolongué con unas posdatas:
«Jueves por la mañana, 29 de julio de 1830
Le escribo sin saber si mi carta le llegará, pues los correos ya no salen.
»He entrado en París en medio del cañoneo, la fusilería y los toques a rebato. Esta mañana, sonó de nuevo el rebato, pero no he oído disparos de fusil; parece que la cosa se organiza, y que la resistencia proseguirá en tanto las reales ordenanzas no sean revocadas. ¡Éste es el resultado inmediato (sin hablar del resultado definitivo) del perjurio en que los ministros han hecho incurrir, al menos en apariencia, a la Corona!
»La guardia nacional, la Escuela Politécnica han estado mezcladas en ello. No he visto todavía a nadie. Puede imaginarse el estado en que he encontrado a madame de Ch… Las personas que, como ella, presenciaron el 10 de agosto y el 2 de septiembre se han quedado con la impresión del terror. Un regimiento, el 5.º de línea, se ha pasado ya del lado de la Carta. Monsieur de Polignac es sin duda muy culpable de ello; su incapacidad es una mala excusa; cuando falta el talento la ambición es un crimen. Dicen que la corte está en Saint-Cloud, y presta para partir.
»No le hablo de mí; mi situación es penosa, pero clara. No traicionaré ni al rey ni a la Carta, como tampoco al poder legítimo ni a la libertad. No tengo, por tanto, nada que decir ni que hacer; sólo esperar y llorar por mi país. Dios sabe ahora lo que va a suceder en provincias: se habla ya de la insurrección de Ruán. Por otra parte, la Congregación armará a los chuanes y a la Vendée. ¡De qué poco dependen los imperios! Una real ordenanza y seis ministros sin genio o sin virtud bastan para hacer del país más tranquilo y floreciente el más turbulento y desgraciado.»
«Mediodía
El fuego se reinicia. Parece que se ataca el Louvre donde las tropas realistas se han atrincherado. El barrio en que vivo comienza a insurreccionarse. Se habla de un gobierno provisional cuyos jefes serían el general Gérard, el duque de Choiseul y monsieur de La Fayette.
»Es probable que esta carta no salga, al haber sido declarado el estado de sitio en París. Es el mariscal Marmont quien manda las tropas del rey. Dicen que ha muerto, pero no lo creo. Trate de no inquietarse en exceso. ¡Dios la proteja! ¡Volveremos a vernos!»
«Viernes
Esta carta fue escrita ayer; no ha podido salir. Todo ha acabado: la victoria popular es completa; el rey cede en todos los puntos; pero mucho me temo que ahora se vaya mucho más allá de las concesiones de la Corona. He escrito esta mañana a Su Majestad. Por lo demás, tengo para mi futuro un plan completo de sacrificios que me gusta. Charlaremos de él cuando haya llegado usted.
»Ahora mismo voy a llevar esta carta al correo y a dar una vuelta por París.»

François-René de Chateaubriand
Memorias de ultratumba

Epopeya extraordinaria de unos tiempos convulsos que François de Chateaubriand vivió como testigo y protagonista, las “Memorias de ultratumba” son un documento literario atemporal. Melancólico y desengañado, aristócrata que presenció la Revolución Francesa, que viajó a la joven República americana y conoció el esplendor y la falsía del Imperio napoleónico, así como la Restauración, Chateaubriand fue un hombre polifacético, hábil y vehemente, cuyas “Memorias” —«un templo de la muerte erigido a la luz de mis recuerdos»— nacieron como confrontación personal con la Historia, como revancha contra el tiempo. Un escritor maravilloso y de culto capaz de construir, como el profesor Fumaroli dice en el prólogo redactado para esta edición, «una reflexión profunda, de una actualidad sobrecogedora y de un alcance universal, sobre la era democrática inaugurada por la Revolución Americana y por la Revolución Francesa, sobre las grandes esperanzas que ella hizo nacer, sobre los peligros que llevaba en germen, y sobre las pruebas insólitas a las que exponía, en su expansión mundial, la libertad y la humanidad misma del hombre.»

¡A volar!