04 febrero 2023
03 febrero 2023
TRECE LINEAS (más o menos). 20 de 365
(Sigue del día anterior)
En las altas montañas de nuestro país hay un pueblecito con un campanario pequeño pero muy puntiagudo que se destaca entre el verde de nuestros árboles frutales gracias al color rojo con el que están pintadas las ripias de su tejado, y que gracias a este color rojo se hace visible a lo lejos entre vaporosas sombras azuladas de la montaña. El pueblecito está justo en medio de un valle bastante amplio que casi tiene la forma de un círculo alargado. Además de la iglesia tiene una escuela, una casa consistorial y varias casas buenas que forman una plaza con cuatro lados en cuyo centro hay una cruz de piedra. Esas casas no son simples casas de labranza, sino que albergan también aquellos oficios artesanales imprescindibles al género humano y que están destinados a cubrir la única demanda de ese tipo de productos que tienen los habitantes de las montañas. En el valle y alrededor de las montañas hay aún muchas cabañas dispersas, como suele suceder en los pueblos de montaña, y que no sólo pertenecen a la iglesia y a la escuela, sino que también pagan su tributo a aquellos artesanos de los que hemos hablado con la compra de sus productos. Al pueblo pertenecen algunas cabañas más, que es imposible divisar desde el valle, aún más escondidas en las montañas; sus habitantes rara vez salen a visitar a sus vecinos, y en invierno con frecuencia se ven obligados a conservar sus muertos para llevarlos a enterrar una vez que se derritan las nieves. La persona más importante que los aldeanos alcanzan a ver en el transcurso del año es el párroco, lo respetan muchísimo y acontece a menudo que éste, por su larga estancia en el pueblo, se haga a la soledad de tal modo que no le disguste quedarse y sencillamente siga viviendo en él. Por lo menos, no ha sucedido desde tiempos inmemoriales que el párroco del pueblo haya sido alguien indigno de su cargo o con deseos de salir de allí.
No hay carreteras en el valle, tienen sus caminos de carros por los que llevan a casa los productos de sus campos en carretas de un solo tiro, y por esa razón vienen pocas personas al valle; entre éstas a veces hay un caminante solitario, amante de la naturaleza, que se queda unos días en la ornamentada habitación superior de la posada y contempla las montañas, o incluso un pintor que llena su carpeta con dibujos del pequeño y puntiagudo campanario y de las hermosas cumbres de los riscos. Por lo tanto, los habitantes constituyen un mundo cerrado, todos ellos se conocen entre sí por el nombre y saben las historias de cada cual desde el abuelo y el bisabuelo. Todos ellos hacen duelo cuando uno muere, saben cómo se llama el que nace, tienen sus propios litigios que solventan entre sí, se apoyan mutuamente y acuden juntos cuando ocurre algo extraordinario. Son muy constantes y apegados a lo antiguo. Si se cae una piedra de una pared la vuelven a colocar, las casas nuevas se construyen como las antiguas, los tejados deteriorados se reparan con las mismas ripias, y si en una casa hay vacas manchadas se sigue criando la misma clase de terneros y el color se queda en la casa.
Hacia el mediodía se ve desde el pueblo una montaña nevada que, con sus brillantes picos, casi parece estar por encima de los tejados, aunque de hecho no esté ni mucho menos tan cerca. A lo largo de todo el año mira hacia el valle con sus rocas salientes y sus blancas superficies. La montaña es lo más llamativo que tienen en el valle, y como tal se ha convertido en objeto de la atención de los habitantes y en el centro de muchas historias. No hay hombre ni viejo alguno en el pueblo que no tenga algo que contar de las aristas y picos de la montaña, de las grietas del glaciar y de sus grutas, de sus agujas y de sus cantos rodados, algo que le haya ocurrido a él mismo, o que se lo haya oído contar a otros. Esta montaña es también el orgullo del pueblo, como si la hubieran hecho ellos mismos, y no está del todo claro, aun cuando se tenga en gran estima la probidad y el amor a la verdad de los habitantes del valle, si no hay veces que mienten en honor y fama de la montaña. La montaña, además de ser la curiosidad del lugar, les proporciona beneficios reales a los habitantes, pues cuando llega un grupo de visitantes para ascender a ella desde el valle los habitantes del pueblo les sirven como guías, y el haber sido guía, haber visto esto y aquello, conocer tal y cual lugar, es una distinción que a cualquiera le gusta lucir. A menudo hablan de ello cuando se reúnen en la taberna y relatan sus proezas y sus fantásticas experiencias, y nunca olvidan contar lo que dijo tal o cual viajero y lo que recibieron de él como pago por sus esfuerzos. Aparte de esto, la montaña, desde sus flancos nevados, manda las aguas que alimentan un lago en la parte alta de sus bosques y que originan el arroyo que discurre alegre por el valle, que mueve el aserradero, el molino y otras pequeñas industrias, arroyo que limpia el pueblo y en el que abreva el ganado. De los bosques de la montaña procede la madera y también son ellos los que detienen los aludes. En las galerías y grietas internas de las alturas se sumen las aguas que luego discurren en venas, atraviesan el valle y surgen en pequeños manantiales y fuentes de los que beben los hombres y que brindan al forastero su magnífica agua, muchas veces encomiada. Pero ellos no piensan en estos beneficios y dicen que siempre ha sido así.
No hay carreteras en el valle, tienen sus caminos de carros por los que llevan a casa los productos de sus campos en carretas de un solo tiro, y por esa razón vienen pocas personas al valle; entre éstas a veces hay un caminante solitario, amante de la naturaleza, que se queda unos días en la ornamentada habitación superior de la posada y contempla las montañas, o incluso un pintor que llena su carpeta con dibujos del pequeño y puntiagudo campanario y de las hermosas cumbres de los riscos. Por lo tanto, los habitantes constituyen un mundo cerrado, todos ellos se conocen entre sí por el nombre y saben las historias de cada cual desde el abuelo y el bisabuelo. Todos ellos hacen duelo cuando uno muere, saben cómo se llama el que nace, tienen sus propios litigios que solventan entre sí, se apoyan mutuamente y acuden juntos cuando ocurre algo extraordinario. Son muy constantes y apegados a lo antiguo. Si se cae una piedra de una pared la vuelven a colocar, las casas nuevas se construyen como las antiguas, los tejados deteriorados se reparan con las mismas ripias, y si en una casa hay vacas manchadas se sigue criando la misma clase de terneros y el color se queda en la casa.
Hacia el mediodía se ve desde el pueblo una montaña nevada que, con sus brillantes picos, casi parece estar por encima de los tejados, aunque de hecho no esté ni mucho menos tan cerca. A lo largo de todo el año mira hacia el valle con sus rocas salientes y sus blancas superficies. La montaña es lo más llamativo que tienen en el valle, y como tal se ha convertido en objeto de la atención de los habitantes y en el centro de muchas historias. No hay hombre ni viejo alguno en el pueblo que no tenga algo que contar de las aristas y picos de la montaña, de las grietas del glaciar y de sus grutas, de sus agujas y de sus cantos rodados, algo que le haya ocurrido a él mismo, o que se lo haya oído contar a otros. Esta montaña es también el orgullo del pueblo, como si la hubieran hecho ellos mismos, y no está del todo claro, aun cuando se tenga en gran estima la probidad y el amor a la verdad de los habitantes del valle, si no hay veces que mienten en honor y fama de la montaña. La montaña, además de ser la curiosidad del lugar, les proporciona beneficios reales a los habitantes, pues cuando llega un grupo de visitantes para ascender a ella desde el valle los habitantes del pueblo les sirven como guías, y el haber sido guía, haber visto esto y aquello, conocer tal y cual lugar, es una distinción que a cualquiera le gusta lucir. A menudo hablan de ello cuando se reúnen en la taberna y relatan sus proezas y sus fantásticas experiencias, y nunca olvidan contar lo que dijo tal o cual viajero y lo que recibieron de él como pago por sus esfuerzos. Aparte de esto, la montaña, desde sus flancos nevados, manda las aguas que alimentan un lago en la parte alta de sus bosques y que originan el arroyo que discurre alegre por el valle, que mueve el aserradero, el molino y otras pequeñas industrias, arroyo que limpia el pueblo y en el que abreva el ganado. De los bosques de la montaña procede la madera y también son ellos los que detienen los aludes. En las galerías y grietas internas de las alturas se sumen las aguas que luego discurren en venas, atraviesan el valle y surgen en pequeños manantiales y fuentes de los que beben los hombres y que brindan al forastero su magnífica agua, muchas veces encomiada. Pero ellos no piensan en estos beneficios y dicen que siempre ha sido así.
Adalbert Stifter
Piedras de colores
«Cristal de roca» y «Creta blanca»
Adalbert Stifter (1805-1868) fue un escritor austriaco perteneciente a la corriente Biedermeier.
Título original: Bunte Steine
Adalbert Stifter, 1853
Traducción: Juan Conesa Sánchez & Jesús Alborés
02 febrero 2023
TRECE LINEAS (más o menos). 19 de 365
Nuestra Iglesia celebra diferentes fiestas que llegan al corazón. Apenas cabe imaginar algo más hermoso que Pentecostés, algo más grave y sagrado que la Pascua. La tristeza y melancolía de la Semana Santa, seguidas de la solemnidad del domingo de Resurrección, nos acompañan a lo largo de nuestra vida. Una de las fiestas más hermosas la celebra la Iglesia casi mediado el invierno, casi cuando las noches son más largas y los días más cortos, cuando el sol se mantiene más oblicuo sobre nuestras campiñas y la nieve cubre todos los campos: la fiesta de Navidad. Como en muchos países, el día anterior a la fiesta que conmemora el nacimiento del Señor, que en muchos países se llama la víspera de Navidad, entre nosotros se llama día de Nochebuena; el día siguiente Navidad y la noche que media entre ambos Nochebuena. La Iglesia católica celebra la Navidad, día del nacimiento del Salvador, con la máxima solemnidad ritual, y en la comarca se santifica con brillantes ceremonias nocturnas la medianoche, hora del Nacimiento del Señor, ceremonias a las que los vecinos acuden presurosos invitados por las campanas que resuenan a través del callado y oscuro aire invernal de la medianoche portando luces o atravesando bosques por los oscuros y bien conocidos senderos de las nevadas montañas, y cruzando huertos cuyo suelo cruje al pisarlo, dirigiéndose a la iglesia de donde sale aquel repique solemne y que con sus largas vidrieras iluminadas se eleva en medio del pueblo encerrado entre árboles cubiertos de hielo.
A la fiesta de la iglesia va unida una fiesta hogareña. En casi todos los países cristianos se ha extendido la costumbre de mostrar a los niños la llegada del niñito Jesús, —también un niño, el más maravilloso que jamás viera el mundo— como algo alegre, brillante y solemne, que sigue manteniendo su influencia toda la vida y que a veces, aun entrados en años, recordando momentos sombríos, melancólicos o conmovedores es como una mirada hacia el tiempo pasado que vuela con alas brillantes y llenas de calor por el desolado, triste y vacío cielo nocturno. Se acostumbra a darles a los niños los regalos que les ha traído el Santo Niño para causarles alegría. Esto suele hacerse en Nochebuena, cuando ha comenzado el profundo crepúsculo y se encienden luces, la mayoría de las veces muchas, velitas que a menudo se balancean reposando sobre las hermosas ramas verdes de un pequeño abeto o pino colocado en el centro de la sala. A los niños no se les deja entrar hasta que se da la señal de que el Niño Dios ya ha estado allí y ha dejado los regalos que traía consigo. En ese momento se abre la puerta, se les permite entrar a los pequeños y ven el maravilloso resplandor brillante de las luces, ven las cosas que cuelgan del árbol o extendidas en la mesa y que sobrepasan con mucho todo lo que hubieran podido imaginar, no se atreven a tocarlas, y cuando por fin las han recibido las llevan en sus bracitos toda la noche y las meten consigo en la cama. Cuando después, entre sueños, oyen las campanadas de medianoche con las que se llama a los mayores a orar en la iglesia, entonces podría parecerles que los angelitos atraviesan en ese momento el cielo o que Cristo vuelve a casa, después de haber visitado y llevado un magnífico presente a cada niño.
El día siguiente, la Navidad, será ese día tan solemne en el que estén con sus ropas más hermosas en la cálida sala, cuando el padre y la madre se arreglen para ir a la iglesia, y cuando al mediodía haya una comida de celebración mejor que la de cualquier otro día del año, será cuando por la tarde o al anochecer vengan amigos y conocidos y se sienten en las sillas y en los bancos y puedan hablar entre ellos mirando placenteramente por las ventanas el paisaje invernal, mientras caen lentos los copos o una opaca niebla ciñe las montañas o se oculte un sol frío de un rojo intenso. En distintos lugares de la estancia, sobre una sillita, o sobre un banco, o en el alféizar de la ventana están esparcidos los mágicos regalos de ayer, aunque ahora ya mejor conocidos y más familiares.
Después transcurre el largo invierno, llega la primavera y el interminable verano; y cuando la madre vuelve a hablar sobre el Niño Dios, de que pronto será su fiesta y de que también ahora bajará, a los niños les parece como si hubiera transcurrido una eternidad desde la última vez, y como si la alegría de entonces se encontrara en una latitud lejana y nebulosa.
Como esa fiesta perdura tanto y como su destello llega hasta tan lejos en nuestra vida, por eso la vivimos con tanta alegría cuando los niños la celebran y se regocijan con ella.
Adalbert Stifter
Piedras de colores
«Cristal de roca» y «Creta blanca»
Adalbert Stifter (1805-1868) fue un escritor austriaco perteneciente a la corriente Biedermeier.
Título original: Bunte Steine
Adalbert Stifter, 1853
Traducción: Juan Conesa Sánchez & Jesús Alborés
01 febrero 2023
TRECE LINEAS (más o menos). 18 de 365
SONETO V
y cuanto yo escrebir de vos deseo;
vos sola lo escrebistes, yo lo leo
tan solo, que aunque de vos me guardo en esto.
En esto estoy y estaré siempre puesto;
que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,
de tanto bien lo que no entiendo creo,
tomando ya la fe por presupuesto.
Yo no nací sino para quereros;
mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma misma os quiero.
Cuanto tengo confieso yo deberos;
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir y por vos muero.
Garcilaso de la Vega
Garci Lasso de la Vega (Toledo, 1491/1503-Niza, 14 de octubre de 1536), más conocido como Garcilaso de la Vega, fue un poeta y militar español del Siglo de Oro.
TRECE LINEAS (más o menos)
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