29 diciembre 2022

Demasiado caro

Demasiado caro
(relato verídico inspirado en Maupassant)
Existe un reino pequeñito, minúsculo, a orillas del Mediterráneo, entre Francia e Italia. Se llama Mónaco y cuenta con siete mil habitantes, menos que un pueblo grande. La superficie del reino es tan pequeña que ni siquiera tocan a una hectárea de tierra por persona. Pero, en cambio, tienen un auténtico reyecillo, con su palacio, sus cortesanos, sus ministros, su obispo y su ejército.
Éste es poco numeroso, en total unos sesenta hombres; pero no deja de ser un ejército. El reyecillo tiene pocas rentas. Como por doquier, en ese reino hay impuestos para el tabaco, el vino y el alcohol y existe la capitación. Aunque se bebe y se fuma, el reyecillo no tendría medios de mantener a sus cortesanos y a sus funcionarios ni podría mantenerse él, a no ser por un recurso especial. Ese recurso se debe a una casa de juego, a una ruleta que hay en el reino. La gente juega y gana o pierde; pero el propietario siempre obtiene beneficios. Y paga buenas cantidades al reyecillo. Las paga, porque no queda ya en toda Europa una sola casa de juego de este tipo. Antes las hubo en los pequeños principados alemanes; pero hace cosa de diez años, las prohibieron porque traían muchas desgracias. Llegaba un jugador, se ponía a jugar, se entusiasmaba, perdía todo su dinero y, a veces, incluso el de los demás. Y luego, en su desesperación, se arrojaba al agua o se pegaba un tiro. Los alemanes prohibieron a sus príncipes que tuvieran casas de juego; pero no hay quien pueda prohibir esto al reyecillo de Mónaco: por eso sólo allí queda una ruleta.

Soportales

en Aranjuez

28 diciembre 2022

cuando el señor Pickwick se inclinó sobre la balaustrada del puente de Rochester

 Claro y agradable estaba el cielo, perfumado el aire y hermoso el aspecto de todas las cosas en torno, cuando el señor Pickwick se inclinó sobre la balaustrada del puente de Rochester, contemplando la naturaleza y esperando la hora del desayuno. La escena, en efecto, podía muy bien haber hechizado una mente mucho menos reflexiva que aquella ante la cual se presentaba.
A la izquierda del espectador quedaba la muralla ruinosa, rota en muchos puntos y, en algunos, dominando la estrecha ribera con sus rudas y pesadas masas. Grandes matas de hierbajos pendían entre las melladas y puntiagudas piedras, temblando a cada soplo del viento, y la verde hiedra trepaba lúgubremente en torno a las almenas sombrías y derruidas. Tras de estas se elevaba el viejo castillo con sus torres sin tejados y sus macizas paredes desmigajándose, pero hablándonos orgullosamente de su antiguo poder y fuerza, cuando, setecientos años antes, resonaba con el entrechocar de las armas o retumbaba con el ruido de los festines y orgías. A un lado o a otro, las riberas de Medway, cubiertas de campos de trigo y pastos, con algún molino de viento acá y allá, o una iglesia lejana, se extendían en todo lo que alcanzaba la mirada, presentando un paisaje rico y variado, embellecido aún por las sombras cambiantes que pasaban rápidamente sobre él al alejarse y deshacerse las leves nubes a medio formar bajo la luz del sol mañanero. El río, reflejando el claro azul del cielo, brillaba y resplandecía en su corriente sin ruido; y los remos de los pescadores se sumergían en el agua con un ruido claro y límpido, mientras sus barcas, pesadas pero pintorescas, se deslizaban lentamente río abajo. (Cap.V)

Charles Dickens
Los papeles póstumos del Club Pickwick

Muchos o bastantes

en Aranjuez

Enriketa ve un fantasma