CAP. I. FLOR DE SANTIDAD |
CAMINABA rostro a la venta uno de esos
peregrinos que van en romería a todos los santuarios y recorren los caminos
salmodiando una historia sombría, forjada con reminiscencias de otras cien, y a
propósito para conmover el alma de los montañeses, milagreros y trágicos. Aquel
mendicante desgreñado y bizantino, con su esclavina adornada de conchas, y el
bordón de los caminantes en la diestra, parecía resucitar la devoción penitente
del tiempo antiguo, cuando toda la Cristiandad creyó ver en la celeste altura
el Camino de Santiago. ¡Aquella ruta poblada de riesgos y trabajos, que la
sandalia del peregrino iba labrando piadosa en el polvo de la tierra!
No estaba la venta situada sobre el camino
real, sino en mitad de un descampado donde sólo se erguían algunos pinos
desmedrados y secos. El paraje de montaña, en toda sazón austero y silencioso,
parecíalo más bajo el cielo encapotado de aquella tarde invernal. Ladraban los
perros de la aldea vecina, y como eco simbólico de las borrascas del mundo se
oía el retumbar ciclópeo y opaco de un mar costeño muy lejano. Era nueva la
venta, y en medio de la sierra adusta y parda, aquel portalón color de sangre y
aquellos frisos azules y amarillos de la fachada, ya borrosos por la perenne
lluvia del invierno, producían indefinible sensación de antipatía y de terror.
La carcomida venta de antaño, incendiada una noche por cierto famoso bandido,
impresionaba menos tétricamente.
Anochecía, y la luz del crepúsculo daba al
yermo y riscoso paraje entonaciones anacoréticas que destacaban con sombría
idealidad la negra figura del peregrino. Ráfagas heladas de la sierra que
imitan el aullido del lobo, le sacudían implacables la negra y sucia guedeja, y
arrebataban, llevándola del uno al otro hombro, la ola de la barba que al
amainar el viento caía estremecida y revuelta sobre el pecho donde se
zarandeaban cruces y rosarios. Empezaban a caer gruesas gotas de lluvia, y por
el camino real venían ráfagas de polvo y en lo alto de los peñascales balaba
una cabra negra. Las nubes iban a congregarse en el horizonte, un horizonte de
agua. Volvían las ovejas al establo, y apenas turbaba el reposo del campo aterido
por el invierno el son de las esquilas. En el fondo de una hondonada verde y
umbría se alzaba el Santuario de San Clodio Mártir rodeado de cipreses
centenarios que cabeceaban tristemente. El mendicante se detuvo y apoyado a dos
manos en el bordón contempló la aldea agrupada en la falda de un monte, entre
foscos y sonoros pinares. Sin ánimo para llegar al caserío cerró los ojos
nublados por la fatiga, cobró aliento en un suspiro y siguió adelante.
Título original: Flor de santidad
Ramón María del Valle-Inclán, 1904