03 noviembre 2021

3 de noviembre

 El 3 de noviembre de 1918, la jornada histórica de Trieste, realmente había de resultar bien poco idónea para burlas.

A las ocho de la tarde Mario, a instancias del hermano que tras haber oído contar del desembarco de los italianos quedaba en cama ansioso de saber más noticias, se acercó hasta el café a tomar aquel mejunje endulzado con sacarina que los triestinos se habían habituado a considerar café.
De entre sus conocidos solo encontró allí a Gaia que, sentado en un diván, descansaba del par de horas que había pasado de pie. Sintiéndolo mucho por él, hay que decir que Gaia era la viva imagen del espíritu del mal. No que por ello fuera feo. A los cincuenta y cinco años su cabellera era de un blanco reluciente que reflejaba la luz con destellos como de metal, mientras el mostacho que le tapaba los labios finos seguía siendo oscuro.
Enjuto y nada corpulento, habría dado la impresión de ser ágil si no fuera porque iba algo encorvado y porque su cuerpo menudo soportaba el peso de una barriguita que destacaba prominente y fuera de proporción, más baja que la que típicamente provoca en los hombres la falta de actividad, o simplemente el buen apetito: una barriga de esas que los alemanes —que de esto entienden— achacan a la acción de la cerveza. Sus ojillos negros ardían de alegre malicia y presunción. Tenía la voz ronca propia del bebedor y a veces la forzaba para gritar, pues se regía por la regla de que es preciso hablar algo más alto que el interlocutor. Cojeaba, como Mefistófeles, aunque a diferencia de aquel no siempre de la misma pierna, porque el reúma lo atacaba unas veces por la derecha y otras veces por la izquierda.
Mario, a pesar de ser mayor que él y de tener todo el pelo blanco —como es de rigor en las personas serias a su edad— en su rostro lozano, tranquilo y sereno, se percibía que era claramente rubio.

Hojas de liquidámbar en otoño

 liquidámbar

02 noviembre 2021

2 noviembre

2 noviembre, domingo. Las Ánimas

Por la mañana fui al camposanto a llevar al padre unas flores. He oído que en el cementerio hay una plaga de conejos. Me alegra por el padre. Así podrá entretenerse viéndoles corretear por entre las tumbas las noches de luna. Digo yo que así no se sentirá tan solo. Hace ya quince años que se marchó. ¡Cómo pasa el tiempo! A la salida del camposanto tropecé con don Florián, el cura párroco del Carmen. Me interesé por su reuma y me dijo que en los otoños secos mejora. Volvimos por el paseo de cipreses hablando del padre. Hacía una mañana templada y de no ser por lo apagado del sol y el aspecto del campo, parecería primavera. Le recordé al cura que hacía quince años de lo del padre y él dijo: «Verdaderamente no somos nadie». Él me contó algunas anécdotas de cuando cazaban juntos. Luego le recordé la tarde del entierro y le dije lealmente que su presencia me dio valor. Aquel día, quince años antes, don Florián me cogió de los brazos y me dijo: «Ya eres un hombre, Lorenzo». Lo decía porque yo tenía los ojos secos, sin darse cuenta de lo que a mí me costaba tener los ojos secos, recordando la mañana que el padre marró una liebre, tiró la escopeta y me dijo llorando: «Esto no debes hacerlo nunca, hijo». Le dije luego si recordaba que el Don pasó la noche aullando como un poseído. Don Florián dijo: «¡Qué hermoso animal aquel! ¡Sentía casi como una persona!». En seguida cambió de conversación y me mostró las casas del Secretariado. Le dije que vaya si era una gran obra. Al pasar por casa del Pepe me preguntó don Florián cómo marchaba y yo le dije que lo mismo. Él dijo que si seguía sin acercarse a la iglesia y tomando sus cosas a chacota. Le contesté lealmente que ya se sabe que el Pepe no toma nada en serio. Don Florián dijo que qué lástima de chico, que tenía buenos principios.

Hubo carta de Tino. El hombre, tan satisfecho de la vida como siempre. La madre dijo que todos los días le pide al Señor que a la Veva le nazca un crío. Le pregunté el porqué y ella dijo sólo que Tino necesita un hijo. Mi hermano dice en su carta que no podrá venir para Nochebuena.

Miguel Delibes
Diario de un cazador

Premio Nacional de Literatura 1955

Lorenzo trabaja de bedel en una escuela, mantiene a su madre, tiene las ideas muy claras sobre muchas cosas y en los ratos libres, y todos los domingos durante la temporada, va de caza. Contempla el mundo con su lúcida inteligencia de muchacho de pueblo y se cuenta a sí mismo las cosas que pasan sin pensar en la posteridad. Su existencia, aunque estrecha y humilde, está tamizada por un optimismo beligerante y una clara conciencia de su dignidad. Frente a los sinsabores cotidianos está siempre la caza, que le llena el alma de gozo —desde la elección de los cartuchos al regreso con las piezas— incluso en los días de fiasco. Delibes consigue con Diario de un cazador —Premio Nacional de Literatura 1955— una obra extraordinaria, divertida —a menudo hilarante— y conmovedora, y convierte a Lorenzo en uno de los personajes más intensos y de carne y hueso de la literatura española.

Retamas

 Valdemoro, unas vistas

01 noviembre 2021

1 de noviembre

 VII.— La capilla

En la misma New Bedford se yergue una capilla de los Balleneros, y pocos son los malhumorados pescadores, con rumbo al océano índico o al Pacífico, que dejan de hacer una visita dominical a ese lugar.
Al regresar de mi primer paseo mañanero, volví a salir para ese especial destino. El cielo había cambiado de un frío soleado y claro, a niebla y aguanieve con viento. Envolviéndome en mi áspero chaquetón, del tejido llamado «piel de oso», luché por abrirme paso contra la terca tempestad. Al entrar, encontré una pequeña y desparramada feligresía de marineros y de mujeres y viudas de marineros. Reinaba un silencio ahogado, sólo roto a veces por los aullidos de la tempestad. Cada silencioso adorador parecía haberse sentado a propósito aparte de los demás, como si cada dolor silencioso fuera insular e incomunicable. El capellán no había llegado todavía; y allí, aquellas calladas islas de hombres y mujeres se habían sentado mirando fijamente varias lápidas de mármol, con bordes negros, incrustadas en la pared a ambos lados del púlpito. Tres de ellas rezaban algo así como lo que sigue, aunque no pretendo citar:

CONSAGRADA
A LA MEMORIA
DE
JOHN TALBOT
Que, a la edad de dieciocho años,
Se perdió en el mar,
Cerca de la Isla de la Desolación,
A la altura de Patagonia,
El 1 de noviembre de 1836
SU HERMANA
Dedica a su memoria
ESTA LÁPIDA


EN MEMORIA
DE
ROBERT LONG, WILLIS ELLERY,
NATHAN COLEMAN, WALTER CANNY,
SETH MACY Y SAMUEL GLEIG,
Que formaban la tripulación de una de las lanchas
DEL BARCO ELIZA
Arrastrados por una ballena hasta perderse de vista
En las pesquerías del Pacífico,
El 31 de diciembre de 1839
Ponen esta lápida
Sus compañeros supervivientes.


EN MEMORIA
del difunto
CAPITÁN EZEKIEL HARDY,
Que, en la proa de su lancha,
Fue muerto por un cachalote
En la costa del Japón,
El 3 de agosto de 1833,
DEDICA ESTA LÁPIDA
a su recuerdo
SU VIUDA

 Sacudiéndome el aguanieve de mi sombrero y mi chaquetón helados, me senté junto a la puerta, y al volverme a un lado me sorprendió ver a Queequeg cerca de mí. Afectado por la solemnidad de la escena, en su rostro había una mirada interrogativa de curiosidad incrédula. El salvaje fue la única persona presente que pareció darse cuenta de mi entrada, porque era el único que no sabía leer, y, por lo tanto, no leía esas frígidas inscripciones de la pared. No sabía yo si entre los asistentes había ahora algún pariente de los marineros cuyos nombres aparecían allí; pero son tantos los accidentes de la pesca que no se anotan, y tan claramente llevaban varias mujeres de las presentes el rostro, si no el hábito, de algún dolor incesante, que sentí con seguridad que allí delante de mí estaban reunidos aquellos en cuyos corazones incurables la vista de aquellas desoladas lápidas hacía que sangraran por simpatía las viejas heridas.
¡Ah, vosotros, cuyos muertos yacen sepultados bajo la verde hierba; que, en medio de las flores podéis decir: aquí, aquí yace mi ser amado; vosotros no conocéis la desolación que se cobija en pechos como éstos! ¡Qué amargos vacíos en esos mármoles bordeados de negro que no cubren cenizas! ¡Qué mortales huecos y qué infidelidades forzosas en las líneas que parecen roer toda fe, rehusando resurrecciones a los seres que han perecido sin sitio y sin tumba! Estas lápidas podrían estar lo mismo en la cueva del Elephanta que aquí.
¿En qué censo de criaturas se incluyen los muertos de la humanidad? ¿Por qué dice de ellos un proverbio universal que no contarán historias, aunque contengan más secretos que las Arenas de Goodwin? ¿Cómo es que a ese nombre que ayer partió para el otro mundo le anteponemos una palabra tan significativa y traidora, y sin embargo, no le damos ese título, aunque se embarque para las remotas Indias de esta tierra de los vivos? ¿Por qué las compañías de seguros de vida pagan indemnizaciones de muerte a cuenta de inmortales? ¿En qué eterna e inmóvil parálisis, en qué trance mortal y sin esperanza yace todavía el antiguo Adán que murió hace sesenta siglos, en números redondos? ¿Cómo es que todavía rehusamos consolarnos por aquellos que, sin embargo, afirmamos que residen en inefable bienaventuranza? ¿Por qué los vivos se empeñan tanto en silenciar a los muertos, de tal modo que el rumor de un golpe en una tumba aterroriza a una ciudad entera? Todas estas cosas no carecen de sus significados.
Pero la fe, como un chacal, se alimenta entre las tumbas, e incluso de esas dudas mortales extrae su esperanza más vital.
Apenas hace falta decir con qué sentimientos, en vísperas de mi viaje a Nantucket, consideré esas lápidas de mármol, y, a la lóbrega luz de aquel día oscurecido y lastimero, leí el destino de los balleneros que habían partido por delante de mí. Sí, Ismael, ese mismo destino puede ser el tuyo. Pero, no sé cómo, volví a sentirme alegre. Deliciosos incentivos para embarcar, buenas probabilidades de ascender, al parecer: sí, un bote desfondado me hará inmortal por diploma. Sí, hay muerte en este asunto de las ballenas; el caótico y rápido embalar a un hombre sin palabras hacia la Eternidad. Pero ¿y qué? Me parece que hemos confundido mucho esta cuestión de la Vida y la Muerte. Me parece que lo que llaman mi sombra aquí en la tierra es mi sustancia auténtica. Me parece que, al mirar las cosas espirituales, somos demasiado como ostras que observan el sol a través del agua y piensan que la densa agua es la más fina de las atmósferas. Me parece que mi cuerpo no es más que las heces de mi mejor ser. De hecho, que se lleve mi cuerpo quien quiera, que se lo lleve, digo: no es yo. Y por consiguiente, tres hurras por Nantucket, y que vengan cuando quieran el bote desfondado y el cuerpo desfondado, porque ni el propio Júpiter es capaz de desfondarme el alma.


Moby Dick
Herman Melville

«Llamadme Ismael.» Muy pocos personajes literarios hay hoy tan conocidos como la ballena blanca, o Ismael o el capitán Ajab, y probablemente no haya un inicio de novela tan famoso como el de Moby-Dick. Concebida por Herman Melville como respuesta norteamericana a la gran literatura europea de finales del siglo XVIII y principios del XIX, Moby-Dick recoge la tradición romántica y gótica dando forma a un épico poema que ha llegado a ocupar en Estados Unidos el puesto de gran novela nacional y a ser considerada como la gran epopeya en prosa del mundo occidental contemporáneo.

Mariposa sobre arañuela

Valdemoro, mariposa y arañuela