08 febrero 2021
07 febrero 2021
7 de febrero
06 febrero 2021
6 de febrero
Última hora de la noche en la calle MacDougal. Un viejo se me acerca y dice: «Señor, estoy escribiendo la historia de mi vida y necesito una moneda de diez centavos para terminarla». Le doy un dólar.
Otra noche, en Washington Square, una gorda con una peluca con los pelos de punta me dice: «Soy Esther, la diosa del Amor. Si no me da un dólar, le lanzaré una maldición». Le doy una moneda de cinco centavos.
Uno de tantos recuerdos de posguerra: un carrito de bebé empujado por una anciana con joroba; y sentado en él, su hijo, con las dos piernas amputadas.
Ella estaba regateando con el tendero cuando el carrito se le escapó. La calle tenía tanto desnivel que el carrito empezó a rodar cuesta abajo con el tullido agitando la muleta, la madre pidiendo ayuda a gritos, y todo el mundo riéndose como si estuviera en el cine. Buster Keaton o alguien por el estilo a punto de caer por el acantilado…
Uno se reía porque sabía que acabaría bien. Uno se llevaba una sorpresa cuando no era así.
No les he contado cómo me llené de piojos al ponerme un casco alemán. Fue una historia célebre en mi familia. Recuerdo esas noches de invierno justo después de la guerra, con todo el mundo acurrucado alrededor de la estufa, hablando y angustiándose hasta la madrugada. Tarde o temprano, era inevitable, alguien mencionaba mi casco alemán lleno de piojos. Pensaban que era lo más gracioso que habían escuchado jamás. Los mayores lloraban de la risa. Un crío tan estúpido como para ir por ahí con un casco alemán lleno de piojos. Estaba infestado de ellos. ¡Cualquier tonto podía verlo!
Me quedaba sentado sin decir nada, fingiendo que me hacía gracia, asintiendo con la cabeza mientras me decía a mí mismo, ¡qué panda de idiotas! ¡Todos ellos! No tenían ni idea de cómo había conseguido el casco, y no estaba dispuesto a decírselo.
Fue uno de esos días que siguieron a la liberación de Belgrado. Yo estaba fisgando en el viejo cementerio con algunos amigos. ¡Entonces, de repente, los vimos! Un par de soldados alemanes, claramente muertos, espatarrados en el suelo. Nos acercamos para verlos mejor. Estaban desarmados. No llevaban botas, pero había un casco en el suelo, junto a uno de los cuerpos. No recuerdo con qué se quedaron los demás, pero yo me hice con el casco. Caminé de puntillas para no despertar al muerto. También procuré mantener los ojos apartados. Nunca vi su rostro, aunque a veces piense que lo hice. Tengo un recuerdo muy intenso y nítido de ese instante.
Ésa es la historia del casco lleno de piojos.
Comíamos melón bajo un enjambre de aviones que volaban a gran altura. Mientras comíamos, las bombas caían sobre Belgrado. Veíamos el humo alzarse a lo lejos. El calor del jardín nos sofocaba y pedimos permiso para quitarnos la camisa. Cada vez que mi madre cortaba un trozo con un cuchillo de cocina, el melón hacía un ruido tierno, como un chasquido. También oíamos lo que nos parecían truenos, pero cuando alzábamos la vista el cielo azul estaba despejado.
Una vez mi madre oyó a un hombre rogar por su vida. Recuerda las estrellas, las oscuras siluetas de los árboles junto al camino por el que huían del ejército austriaco en un carro de bueyes que avanzaba con lentitud. «Aquel hombre parecía terriblemente asustado allá en el bosque», dice. El carro siguió su camino. Nadie dijo nada. Pronto pudieron oír el sonido del río que debían cruzar.
Cuando yo era un niño, las mujeres remendaban sus medias por la noche. Tener una «carrera» en la media era catastrófico. Las medias eran caras, y también lo era la electricidad. Nos sentábamos alrededor de la mesa con una sola lámpara, mi abuela leyendo el periódico, los niños fingiendo hacer los deberes, mientras veíamos a mi madre extender sus uñas pintadas de rojo por dentro de la media transparente.
En la biografía de la poeta rusa Marina Tsvetaeva leo que su primera lectura poética en París tuvo lugar el 6 de febrero de 1925, y el recorte de prensa dice que el programa incluía también a tres músicos: madame Cunelli, que cantó viejas canciones italianas, profesor Mogilewski, que tocó el violín, y V. E. Byutsov al piano. ¡Esto es asombroso! Madame Cunelli, que se llamaba Nina, era amiga de mi madre. Las dos estudiaron con la misma profesora de canto, madame Kedrov, en París, y por alguna razón Nina Cunelli acabó en Belgrado durante la Segunda Guerra Mundial. Allí me enseñó canciones infantiles rusas y francesas, que aún conozco bien. Recuerdo que era una mujer hermosa, algo mayor que mi madre, y que se fue al extranjero al acabar la guerra.
05 febrero 2021
5 de febrero
Una mirada de despedida a los actores de esta historia que no han sucumbido con el curso de los acontecimientos y habremos terminado.
El señor Haredale huyó aquella misma noche. Antes de que pudieran comenzar las pesquisas, y hasta antes de que se advirtiese la desaparición de sir John y corrieran en su busca, ya había salido del reino hacia un establecimiento religioso célebre en Europa por el rigor y la severidad de su disciplina y por la penitencia inflexible que su regla imponía a los que iban a buscar en él un refugio contra el mundo. Allí hizo votos que lo separaron para siempre de sus parientes y amigos, y después de algunos años de remordimiento fue sepultado en los sombríos claustros del convento.
Transcurrieron dos días antes de que se encontrase el cadáver de sir John. Cuando lo hubieron reconocido y trasladado a su casa, su apreciable ayuda de cámara, fiel a los principios de su amo, desapareció con todo el dinero y los objetos de valor que pudo llevarse consigo, con cuyo auxilio partió a una ciudad distante a darse ínfulas de perfecto caballero. En esta distinguida carrera tuvo un éxito completo, y hasta hubiera acabado por casarse con alguna heredera de no ser por una orden de detención que ocasionó su fin prematuro; murió a causa de una fiebre contagiosa que hacía entonces grandes estragos llamada tifus carcelario.
Lord George Gordon, después de haber estado preso en la Torre de Londres hasta el lunes 5 de febrero del año siguiente, fue juzgado dicho día en Westminster por crimen de alta traición. Después de un sumario formal y detenido fue absuelto de esta acusación por no haberse podido probar que había agitado al pueblo con intenciones malévolas e ilegales. Por otra parte, además, existían aún tantas personas a quienes los desórdenes no habían servido de lección para moderar su falso celo, que se abrió en Escocia una suscripción para pagar los costes del proceso.
Durante los siete años siguientes permaneció en silencio, gracias a la asidua intercesión de sus amigos, pero encontró de vez en cuando ocasiones para desplegar su fanatismo protestante con algunas demostraciones extravagantes que divirtieron mucho a sus amigos, y hasta fue excomulgado por el arzobispo de Canterbury por haberse negado a comparecer como testigo a instancias del tribunal eclesiástico. En el año 1788, impulsado por un nuevo acceso de locura, escribió y publicó un folleto injurioso contra la reina de Francia. Acusado de difamación, después de haber hecho delante del tribunal diferentes declaraciones violentas e insensatas, fue condenado y huyó a Holanda para evitar la pena que se le había impuesto. Pero como a los buenos burgomaestres de Amsterdam no les placía especialmente su compañía, lo enviaron a toda prisa a Inglaterra. Llegó a Harwich en el mes de julio, se trasladó desde allí a Birmingham, y en el mes de agosto hizo profesión pública de la religión judía, y fue considerado judío hasta el momento en que fue preso y conducido a Londres para sufrir su condena. En virtud de la sentencia dictada contra él, fue encerrado en el mes de diciembre en la cárcel de Newgate, donde pasó cinco años y diez meses, obligado a pagar una elevada multa y presentar garantías de su conducta en adelante.
Después de haber dirigido a mediados del verano siguiente una nota de disculpa a la Asamblea Nacional de Francia, que el embajador inglés se negó a entregar, se resignó a sufrir hasta el fin el castigo que le habían impuesto; se dejó crecer la barba hasta la cintura y, adoptando todas las ceremonias de su nueva religión, se dedicó al estudio de la historia y a ratos perdidos al arte de la pintura, para el cual desde su juventud había mostrado buenas condiciones. Abandonado de todos sus antiguos amigos y tratado en la cárcel como el mayor criminal, vivió alegre y resignado hasta el 1 de noviembre de 1793, día en que murió en su calabozo a la edad de cuarenta y tres años.