17 diciembre 2020
16 diciembre 2020
16 de diciembre
De Madrid me mandaron me partiese para Nápoles, donde era Virrey el Conde mi señor y, en llegando, me mandó tomase una compañía de infantería española. Díjele cómo yo lo había sido ya cuatro veces; porfióme y toméla, con la cual entré de guarda a su persona. Y de allí a dos meses me envió de presidio a la ciudad de Nola. Y estando allí quieto, una mañana, martes 16 de diciembre, amaneció un gran penacho de humo sobre la montaña de Soma, que otros llaman el Vesubio, y entrando el día comenzó a oscurecerse el sol, y a tronar, y llover ceniza; advierto que Nola está debajo casi del monte, cuatro millas y menos. La gente comenzó a temer, viendo el día noche y llover ceniza, con lo cual comenzaron a huirse de la tierra. Y esa noche fue tan horrenda que me parece no puede haber otra semejante el día del juicio, porque, demás de la ceniza, llovía tierra y piedras de fuego como las escorias que sacan los herreros de las fraguas, y tan grandes como una mano, y mayores y menores; y tras todo esto había un temblor de tierra continuo, que esa noche se cayeron treinta y siete casas, y se sentía desgajar los cipreses y naranjos como si los partiesen con un hacha de hierro. Todos gritaban «¡Misericordia!», que era terror oírlo. El miércoles no hubo día casi, que era menester tener luz encendida. Yo salté en campaña con una escuadra de soldados y traje siete cargas de harina y mandé cocer pan, con lo cual se remediaron muchos de los que estaban fuera de la tierra por no estar debajo de techado. Había en este lugar dos conventos de monjas, las cuales no quisieron salir fuera aunque el Vicario les dio licencia para ello antes que se fuera; los cuales conventos se cayeron y no hizo mal a nadie, porque estaban en el cuerpo de la iglesia rogando a Dios.
Los soldados de mi compañía casi se levantaron contra mí en esta forma: hicieron su consejo entre ellos, diciendo que viniesen juntos a forzarme saliese de allí, porque el fuego llegaba cerca. Topélos juntos en una calle, que venían a lo dicho, y yo, como los vi, les dije «¿Dónde, caballeros?». Respondió uno «Señor…»; y antes que dijese más, dije yo «Señores, el que se quisiere ir, váyase, que yo no he de salir de aquí hasta que me queme las pantorrillas, que, cuando llegue a ese término, la bandera poco pesa y me la llevaré yo». Con esto no hubo nadie que respondiese. Pasamos este día, unas veces de noche y otras con poco día. Las lástimas eran tantas que no se pueden decir ni exagerar, porque ver la poca gente que había quedado, desmelenadas las mujeres, y las criaturas sin saber dónde meterse y aguardando la noche natural, y que allí caían dos casas, allí otra se quemaba, se deja considerar; y por cualquiera parte que quisiera salir era imposible, porque se hundía en la ceniza y tierra que cayó el jueves por la mañana. Trabajó el elemento del agua, aunque no cesaba el fuego y llover ceniza y tierra, porque nació un río tan caudaloso de la montaña que sólo el ruido ponía terror; un pedazo de él se encaminaba a la vuelta de Nola, y yo tomé treinta soldados y gente de la tierra, con zapas y palos, e hice una cortadura, de suerte que se encaminó por otra parte y dio en dos lugarejos que se los llevó como hormigas, con todo el ganado y bestias mayores que no se pudieron salvar, con que consideré si, cuando los soldados venían a que me fuese, me voy, se anega la tierra.
Alonso de Contreras
Vida de este capitán
15 diciembre 2020
15 de diciembre
15 de diciembre.
Ayer, a las dos, fui a pasear por los Campos Elíseos y al Bosque de Bolonia, en uno de esos días de otoño que tanto hemos admirado a orillas del Loira. Así, pues, he tenido ocasión de ver París. El aspecto de la Plaza de Luis XV es realmente bello, pero con esa belleza que crean los hombres. Yo iba muy arreglada, y melancólica, aunque bien dispuesta para la risa, con el semblante tranquilo bajo un sombrero encantador, y con los brazos cruzados. No he cosechado la más mínima sonrisa, no he conseguido que se detuviese un solo joven para contemplarme, nadie ha vuelto la cabeza para mirarme y, sin embargo, el coche iba con una lentitud muy en armonía con mi postura. Me equivoco: un duque encantador que pasaba hizo volver bruscamente su caballo. Este hombre, que ante el público ha puesto a salvo mi vanidad, era mi padre, cuyo orgullo, según he sabido, acababa de ser agradablemente halagado. He encontrado a mi madre, la cual, con el dedo, me ha enviado un pequeño saludo que parecía un beso. Mi buena Griffith, que no desconfiaba de nadie, miraba a diestro y siniestro. Me parece que una joven debe saber siempre dónde fija la mirada. Yo estaba furiosa. Un hombre ha examinado gravemente mi coche sin fijarse en mí. Este adulador era, probablemente, un carrocero. Me equivoqué al evaluar mis fuerzas: la belleza, ese raro privilegio que sólo Dios otorga, es algo mucho más común en París de lo que yo creía. Estúpidas melindrosas han sido graciosamente saludadas. Mi madre fue admirada de un modo extraordinario. Este enigma debe tener una clave y yo la buscaré. Los hombres, querida, me han parecido en general muy feos. Los que son guapos se parecen a nosotras, pero mal.
No sé qué espíritu maligno habrá sido el que ha inventado su modo de vestir. Sorprende por su fealdad cuando se le compara con el de los siglos precedentes. Carece de belleza, de color y de poesía; no se dirige a los sentidos, ni a la inteligencia, ni a la vista y debe resultar incómodo; es ancho y corto. Sobre todo, me ha sorprendido el sombrero; es como un fragmento de columna y no se adapta a la forma de la cabeza; pero me han dicho que es más fácil provocar una revolución que hacer elegantes los sombreros. ¡Luego dirán que los franceses son ligeros! Los hombres resultan, por otro lado, completamente horribles, sea cual fuere el sombrero que lleven. No he visto más que semblantes fatigados y duros, en los que no hay calma ni tranquilidad; las líneas son poco armoniosas y las arrugas anuncian ambiciones frustradas, tristes vanidades. Es raro encontrar una bella frente.
—¡Ah, he ahí a los parisienses! —le dije a miss Griffith.
—Unos hombres muy amables e ingeniosos —me respondió.
Me he callado. Se trata de una solterona de treinta y cinco años, cuyo corazón está lleno de indulgencia.
Honoré de Balzac
La casa del gato que juega a la pelota & otras historias
14 diciembre 2020
14 de diciembre
La policía apareció a la hora de la comida. Se habían tomado en serio la carta al Herald y el detective a cargo del caso tenía que hacerle a Sammy unas cuantas preguntas sobre Joe.
Sammy le contó al detective, un hombre llamado Lieber, que no había visto a Joe Kavalier desde la tarde del 14 de diciembre de 1941 en el muelle 11, el día que Joe zarpó para iniciar su instrucción básica en Newport, Rhode Island, a bordo de un paquebote llamado Comet. Joe nunca había contestado a ninguna de sus cartas. Luego, hacia el final de la guerra, la madre de Sammy, en calidad de pariente más cercana, había recibido una carta de la oficina de James Forrestal, el Secretario de la Marina. Decía que Joe había sido herido o había enfermado en el cumplimiento de su deber. La carta era imprecisa sobre la naturaleza de la herida y el escenario de guerra. También decía que llevaba cierto tiempo recuperándose en bahía de Guantánamo en Cuba, pero que en breve lo iban a licenciar y le iban a conceder una distinción. Al cabo de dos días, llegaría a Newport News a bordo del Miskatonic. Sammy había ido hasta Virginia en un autobús Greyhound para recogerlo y llevarlo a casa, pero de alguna forma Joe se las había arreglado para escapar.
—¿Escapar? —dijo el detective Lieber. Era un hombre sorprendentemente joven, un judío rubio de manos gordezuelas con un traje gris que parecía caro sin resultar ostentoso.
—Era un talento que tenía —dijo Sammy.
Michael Chabon
Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay
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