24 julio 2008
23 julio 2008
EL MISTERIO DE LAS CATEDRALES (I) de Fulcanelli
¿En qué lenguaje, por qué medios, podríamos expresarles nuestra admiración, testimoniarles nuestro reconocimiento y todos los sentimientos de gratitud que llena nuestro corazón, por todo lo que nos han enseñado a gustar, a conocer, a descubrir, esas obras maestras mudas, esos maestros sin palabras y sin voz?
¿Sin palabras y sin voz? ¡Qué estamos diciendo! Si estos libros lapidarios tienen sus letras esculpidas -frases en bajos relieves y pensamientos en ojivas-, tampoco dejan de hablar por el espíritu imperecedero que se exhala de sus páginas. Más claros que sus hermanos menores -manuscritos e impresos-, poseen sobre éstos la ventaja de traducir un sentido único, absoluto, de expresión sencilla, de interpretación ingenua y pintoresca, un sentido expurgado de sutilezas, de alusiones, de equívocos literarios.
«La lengua de piedras que habla este arte nuevo -dice con gran propiedad J. F. Colfs - es a la vez clara y sublime. Por esto, habla al alma de los más humildes como a la de los más cultos. ¡Qué lengua tan patética es el gótico de piedras! Una lengua tan patética, en efecto, que los cantos de un Orlando de Lasso o de un Palestrina, las obras para órgano de un Haendel o de un Frescobaldi, la orquestación de un Beethoven o de un Cherubini, o, lo que es todavía más grande, el sencillo y severo canto gregoriano, no hacen sino aumentar las emociones que la catedral nos produce por sí sola. ¡Ay de aquellos que no admiran la arquitectura gótica, o, al menos, compadezcámosles como a unos desheredados del corazón!»
Santuario de la Tradición, de la Ciencia y del Arte, la catedral gótica no debe ser contemplada como una obra únicamente dedicada a la gloria del cristianismo, sino más bien como una vasta concreción de ideas, de tendencias y de fe populares, como un todo perfecto al que podemos acudir sin temor cuando tratamos de conocer el pensamiento de nuestros antepasados, en todos los terrenos: religioso, laico, filosófico o social.
Las atrevidas bóvedas, la nobleza de las naves, la amplitud de proporciones y la belleza de ejecución, hacen de la catedral una obra original, de incomparable armonía, pero que el ejercicio del culto parece no tener que ocupar enteramente.
Si el recogimiento, bajo la luz espectral y policroma de las altas vidrieras, y el silencio invitan a la oración y predisponen a la meditación, en cambio, la pompa, la estructura y la ornamentación producen y reflejan, con extraordinaria fuerza, sensaciones menos edificantes, un ambiente más laico y, digamos la palabra, casi pagano. Allí se pueden discernir, además de la inspiración ardiente nacida de una fe robusta, las mil preocupaciones de la grande alma popular, la afirmación de su conciencia y de su voluntad propia, la imagen de su pensamiento en cuanto tiene éste de complejo, de abstracto, de esencial, de soberano.
Si venimos a este edificio para asistir a los oficios divinos, si penetramos en él siguiendo los entierros o formando parte del alegre cortejo de las fiestas sonadas, también nos. apretujamos en él en otras muchas y distintas circunstancias. Allí se celebran asambleas políticas bajo la presidencia del obispo; allí se discute el precio del grano y del ganado; los tejedores establecen allí la cotización de sus paños; y allí acudimos a buscar consuelo, a pedir consejo, implorar perdón. Y apenas si hay corporación que no haga bendecir allí la obra maestra del nuevo compañero y que no se reúna allí, una vez al año, bajo la protección de su santo patrón.
Otras ceremonias, muy del gusto de la multitud, celebrábanse también allí durante el bello período medieval. Una de ellas era la Fiesta de los locos -o de los sabios-, kermés hermética procesional, que salía de la iglesia con su papa, sus signatarios, sus devotos y su pueblo -el pueblo de la Edad Media, ruidoso, travieso, bufón, desbordante de vitalidad, de entusiasmo y de ardor-, y recorría la ciudad... Sátira hilarante de un clero ignorante, sometido a la autoridad de la Ciencia disfrazada, aplastado bajo el peso de una indiscutible superioridad. ¡Ah, la Fiesta de los locos, con su carro del Triunfo de Baco, tirado por un centauro macho y un centauro hembra, desnudos como el propio dios, acompañado del gran Pan; carnaval obsceno que tomaba posesión de las naves ojivales! ¡Ninfas y náyades saliendo del baño; divinidades del Olimpo, sin nubes y sin enaguas: Juno, Diana, Venus y Latona, dándose cita en la catedral para oír misa! ¡Y qué misa! Compuesta por el iniciado Pierre de Corbeil, arzobispo de Sens, según un ritual pagano, y en que las ovejas de 1220 lanzaban el grito de gozo de las bacanales: ¡Evohé! ¡Evohé!, y los hombres del coro respondían, delirantes:
Haec est clara dies clararum clara dierum!
Haec est festas dies festarum festa dierum!
¡Este día es célebre entre los días célebres!
¡Este día es de fiesta entre los días de fiesta!
Otra era la Fiesta del asno, casi tan fastuosa como la anterior, con la entrada triunfal, bajo los arcos sagrados, de maitre Alibororn, cuya pezuña hollaba antaño el suelo judío de Jerusalén. Nuestro glorioso Cristóforo era honrado en un oficio especial en que se exaltaba, después de la epístola, ese poder asnal que ha valido a la Iglesia el oro de Arabia, el incienso y la mirra del país de Saba Parodia grotesca que el sacerdote, incapaz de comprender, aceptaba en silencio, inclinada la frente bajo el peso del ridículo que vertían a manos llenas aquellos burladores del país de Saba, o Caba, ¡los cabalistas en persona! Y es el propio cincel de los maestros imaginemos de la época, el que nos confima estos curiosos regocijos. En efecto, en la nave de Nótre-Dame de Estrasburgo, escribe Witkowski, «el bajorrelieve de uno de los capiteles de las grandes columnas reproduce una procesión satírica en la que vemos un cerdito, portador de un acetre, seguido de asnos revestidos con hábitos sacerdotales y de monos provistos de diversos atributos de la religión, así como una zorra encerrada en una urna. Es la Procesión de la zorra o de la Fiesta del asno». Añadamos que una escena idéntica, iluminada, figura en el folio 40 del manuscrito núm. 5.055 de la Biblioteca Nacional.
Había, en fin, ciertas costumbres chocantes que traslucen un sentido hermético a menudo muy duro, que se repetían todos los años y que tenían por escenario la iglesia gótica, como la Flagelación del Aleluya, en que los monaguillos arrojaban, a fuertes latigazos, sus sabots (Trompo con perfil de Tau o Cruz. En cábala, sabot equivale a cabot o chabot, el chat botié (gato con botas) de los Cuentos de la Madre Oca. El roscón de Reyes contiene a veces un sabot en vez de un haba.) zumbadores fuera de las naves de la catedral de Langres; el Entierro del Carnaval; la Diablería de Chaumont; las procesiones y banquetes de la Infantería de Dijon, último eco de la Fiesta de los locos, con su Madre loca, sus diplomas rabelesianos, su estandarte en el que dos hermanos, con la cabeza gacha, se divertían mostrando las nalgas; el singular Juego de pelota, que se disputaba en la nave de San Esteban de la catedral de Auxerre y desapareció allá por el año 1538; etcétera.
EL MISTERIO DE LAS CATEDRALES (I) de Fulcanelli
22 julio 2008
21 julio 2008
20 julio 2008
Las grandes lluvias por Álvaro Cunqueiro
Las grandes lluvias
Hace algunos años que reinaba la sequía estival en el Oeste de Alemania. Secaban los pozos, no daban las fuentes más que un débil hilillo de agua, y en los ríos sin caudal morían los peces. Creo que ya lo conté aquí mismo, y que en una aldea de la comarca azotada por la sequía estaba acantonada una unidad del ejército norteamericano, en la que prestaba servicios un soldado de raza siuj, un nieto de los grandes jefes que cabalgaron las praderas del Far West, devorando bisontes y saludando en los días de luna llena al Gran Manitú, juez clemente con los valerosos. El soldado indio se ofreció para practicar los ritos de su tribu, lo que fue aceptado. Y una mañana, ante la expectación de los germanos, serios desde Tácito, en la plaza de un pequeño pueblo, pintó el suelo con tizas de colores y bailó la danza ad pretendam pluviam. Una hora duró el baile ritual, y poco después aparecieron en el horizonte esas grandes y hermosas nubes que el viento del Oeste regala en los primeros días del otoño, y a media tarde comenzó a llover, y una vez más se cumplió aquello que para los antiguos griegos era dogma: un rito rectamente cumplido es siempre eficaz. Habrá habido, sin duda, gentes que dijeran que la sequía no iba a durar siempre, y que algún día tenía que llover. El incrédulo, que por racionalista resulta después que es el máximo crédulo, es especie que abunda. Y en la sequía pasada me sorprendió, y he de decirlo, que no hubo noticia de que se celebrasen rogativas pidiendo la bendición del agua para los campos, y me pregunto si, por casualidad, o por nueva teología —dicho sea latu sensu—, las rogativas, ya pidiendo lluvia, ya serenidad, se habrán transformado en antiguallas preconciliares. Pero éste es otro tema.
Vinieron las lluvias cuando yo estaba buscando en mis libretas de notas datos sobre sequías. Y ya no me sirven de nada los hallados, pues que llueve, para el artículo que pensaba escribir. Aunque algo puedo aprovechar, como, por ejemplo, un aviso de Jerónimo de Barrionuevo, fechado el 5 de enero de 1656, reinando en las Españas la pomposa majestad de Felipe IV —«grande eres Felipe a manera de hoyo», etc.—. Y la noticia de Barrionuevo dice así: «Avisan de Sevilla que una niña de ocho años, hija de gente humilde y pobre, tiene espíritu de profecía. Llamóla el arzobispo, y examinándola primero en la doctrina cristiana, según lo que se puede saber en aquellos primeros años, le preguntó cuándo llovería, por la mucha necesidad que se tiene de agua. Respondióle que a los quince llovería muy bien. Replicóle: "¿Pues, qué sabes de los quince ni veinte?". Replicóle la niña: "Sí sé, y que somos hoy a los diez". Y sucedió como lo dijo». Pero el arzobispo sevillano quería saber algunas cosas más, y prosiguió en el interrogatorio de la niña, inquiriendo cuándo sería la llegada de los galeones de Indias, con el oro y la plata. La niña bajó la cabeza, miró al suelo, y al final dijo que veía y no veía la flota, que los vientos le eran contrarios, y que llegaría con el favor de Dios. Lo que no era, en verdad, afirmar mucho. (A 2 de febrero aún no había llegado la flota y el rey estaba sin blanca; se hablaba de empréstitos sobre la plata de las iglesias; y al fin se supo que la flota se había vuelto, con el temporal de la mar, a Cartagena de Indias, y en cuestión de tesoros ya sólo se hablaba de la herencia del arzobispo de Burgos, de la cual treinta y una arrobas de oro y cuarenta y seis de plata llegaron a Madrid alrededor del 12 de febrero de 1656. Se depositaron en casa de un ginovés, Piquinoti, y se decía en la Corte que iban a ser repartidas esas riquezas entre el ejército de Cataluña y las plazas de armas de Extremadura y Galicia —era la guerra contra el Braganza—, «donde por falta de dinero hay muy poca gente, o nada». Seis de las arrobas de plata del burgalés, eran de cucharas y tenedores.)
Felipe IV, enterado de la niña profetisa de Sevilla, mandó que se la llevasen a Madrid, creyendo que con su ayuda su gobierno acertaría en algo. Barrionuevo lo duda, irónico y pesimista. El español de entonces esperaba cada día el milagro que lo arreglase todo. Algo ha cambiado ese apetito del milagro por el hispano, pero no mucho. Leo en un periódico que se organizan excursiones «nacionales» para ir a Villanueva de la Serena el próximo día 23, con motivo de la prueba del motor movido por agua.