22 junio 2008
21 junio 2008
20 junio 2008
"Cartas del diablo a su sobrino" por C. S. Lewis (IV)
IV
Mi querido Orugario:
Las inexpertas sugerencias que haces en tu última carta me indican que ya es hora de que te escriba detalladamente acerca del penoso tema de la oración. Te podías haber ahorrado el comentario de que mi consejo referente a las oraciones de tu paciente por su madre "tuvo resultados particularmente desdichados". Ese no es el género de cosas que un sobrino debiera escribirle a su tío... ni un tentador subalterno al subsecretario de un Departamento. Revela, además, un desagradable afán de eludir responsabilidades; debes aprender a pagar tus propias meteduras de pata.
Lo mejor, si es posible, es alejar totalmente al paciente de la intención de rezar en serio. Cuando el paciente, como tu hombre, es un adulto recién reconvertido al partido del Enemigo, la mejor forma de lograrlo consiste en incitarle a recordar —o a creer que recuerda— lo parecidas a la forma de repetir las cosas de los loros que eran sus plegarias infantiles. Por reacción contra esto, se le puede convencer de que aspire a algo enteramente espontáneo, interior, informal, y no codificado; y esto supondrá, de hecho, para un principiante, un gran esfuerzo destinado a suscitar en sí mismo un estado de ánimo vagamente devoto, en el que no podrá producirse una verdadera concentración de la voluntad y de la inteligencia. Uno de sus poetas, Coleridge, escribió que él no rezaba "moviendo los labios y arrodillado", sino que, simplemente, "se ponía en situación de amar" y se entregaba a "un sentimiento implorante". Ésa es, exactamente, la clase de oraciones que nos conviene, y como tiene cierto parecido superficial con la oración del silencio que practican los que están muy adelantados en el servicio del Enemigo, podemos engañar durante bastante tiempo a los pacientes listos y perezosos. Por lo menos, se les puede convencer de que la posición corporal es irrelevante para rezar, ya que olvidan continuamente —y tú debes recordarlo siempre— que son animales y que lo que hagan sus cuerpos influye en sus almas. Es curioso que los mortales nos pinten siempre dándoles ideas, cuando, en realidad, nuestro trabajo más eficaz consiste en evitar que se les ocurran cosas.
Si esto falla, debes recurrir a una forma más sutil de desviar sus intenciones. Mientras estén pendientes del Enemigo, estamos vencidos, pero hay formas de evitar que se ocupen de Él. La más sencilla consiste en desviar su mirada de Él hacia ellos mismos. Haz que se dediquen a contemplar sus propias meritos y que traten de suscitar en ellas, por obra de su propia voluntad, sentimientos o sensaciones. Cuando se propongan solicitar caridad del Enemigo, haz que, en vez de eso, empiecen a tratar de suscitar sentimientos caritativos hacia ellos mismos, y que no se den cuenta de que es eso lo que están haciendo. Si se proponen pedir valor, déjales que, en realidad, traten de sentirse valerosos. Cuando pretenden rezar para pedir perdón, déjales que traten de sentirse perdonados. Enséñales a medir el valor de cada oración por su eficacia para provocar el sentimiento deseado, y no dejes que lleguen a sospechar hasta qué punto esa clase de éxitos o fracasos depende de que estén sanos o enfermos, frescos o cansados, en ese momento.
Pero, claro está, el Enemigo no permanecerá ocioso entretanto: siempre que alguien reza, existe el peligro de que Él actúe inmediatamente, pues se muestra cínicamente indiferente hacia la dignidad de Su posición y la nuestra, en tanto que espíritus puros, y permite, de un modo realmente impúdico, que los animales humanos arrodillados lleguen a conocerse a sí mismos. Pero, incluso si Él vence tu primera tentativa de desviación, todavía contamos con un arma más sutil. Los humanos no parten de una percepción directa del Enemigo como la que nosotros, desdichadamente, no podemos evitar. Nunca han experimentado esa horrible luminosidad, ese brillo abrasador e hiriente que constituye el fondo de sufrimiento permanente de nuestras vidas. Si contemplas la mente de tu paciente mientras reza, no verás eso; si examinas el objeto al que dirige su atención, descubrirás que se trata de un objeto compuesto, y que muchos de sus ingredientes son francamente ridículos: imágenes procedentes de retratos del Enemigo tal como se apareció durante el deshonroso episodio conocido como la Encarnación; otras, más vagas, y puede que notablemente disparatadas y pueriles, asociadas con Sus otras dos Personas; puede haber, incluso, elementos de aquello que el paciente adora (y de las sensaciones físicas que lo acompañan), objetivados y atribuidos al objeto reverenciado. Sé de algún caso en el que aquello que el paciente llamaba su "Dios" estaba localizado, en realidad... arriba y a la izquierda, en un rincón del techo de su dormitorio; o en su cabeza; o en un crucifijo colgado de la pared. Pero, cualquiera que sea la naturaleza del objeto compuesto, debes hacer que el paciente siga dirigiendo a éste sus oraciones: a aquello que él ha creado, no a la Persona que le ha creado a él. Puedes animarle, incluso, a darle mucha importancia a la corrección y al perfeccionamiento de su objeto compuesto, y a tenerlo presente en su imaginación durante toda la oración, porque si llega a hacer la distinción, si alguna vez dirige sus oraciones conscientemente "no a lo que yo creo que Sois, sino a lo que Sabéis que Sois", nuestra situación será, por el momento, desesperada. Una vez descartados todos sus pensamientos e imágenes, o, si los conserva, conservados reconociendo plenamente su naturaleza puramente subjetiva, cuando el hombre se confía a la Presencia real, externa e invisible que está con él allí, en la habitación, y que no puede conocer como Ella le conoce a él..., bueno, entonces puede suceder cualquier cosa. Te será de ayuda, para evitar esta situación —esta verdadera desnudez del alma en la oración—, el hecho de que los humanos no la desean tanto como suponen ¡se puede encontrar con más de lo que pedían!
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
Las inexpertas sugerencias que haces en tu última carta me indican que ya es hora de que te escriba detalladamente acerca del penoso tema de la oración. Te podías haber ahorrado el comentario de que mi consejo referente a las oraciones de tu paciente por su madre "tuvo resultados particularmente desdichados". Ese no es el género de cosas que un sobrino debiera escribirle a su tío... ni un tentador subalterno al subsecretario de un Departamento. Revela, además, un desagradable afán de eludir responsabilidades; debes aprender a pagar tus propias meteduras de pata.
Lo mejor, si es posible, es alejar totalmente al paciente de la intención de rezar en serio. Cuando el paciente, como tu hombre, es un adulto recién reconvertido al partido del Enemigo, la mejor forma de lograrlo consiste en incitarle a recordar —o a creer que recuerda— lo parecidas a la forma de repetir las cosas de los loros que eran sus plegarias infantiles. Por reacción contra esto, se le puede convencer de que aspire a algo enteramente espontáneo, interior, informal, y no codificado; y esto supondrá, de hecho, para un principiante, un gran esfuerzo destinado a suscitar en sí mismo un estado de ánimo vagamente devoto, en el que no podrá producirse una verdadera concentración de la voluntad y de la inteligencia. Uno de sus poetas, Coleridge, escribió que él no rezaba "moviendo los labios y arrodillado", sino que, simplemente, "se ponía en situación de amar" y se entregaba a "un sentimiento implorante". Ésa es, exactamente, la clase de oraciones que nos conviene, y como tiene cierto parecido superficial con la oración del silencio que practican los que están muy adelantados en el servicio del Enemigo, podemos engañar durante bastante tiempo a los pacientes listos y perezosos. Por lo menos, se les puede convencer de que la posición corporal es irrelevante para rezar, ya que olvidan continuamente —y tú debes recordarlo siempre— que son animales y que lo que hagan sus cuerpos influye en sus almas. Es curioso que los mortales nos pinten siempre dándoles ideas, cuando, en realidad, nuestro trabajo más eficaz consiste en evitar que se les ocurran cosas.
Si esto falla, debes recurrir a una forma más sutil de desviar sus intenciones. Mientras estén pendientes del Enemigo, estamos vencidos, pero hay formas de evitar que se ocupen de Él. La más sencilla consiste en desviar su mirada de Él hacia ellos mismos. Haz que se dediquen a contemplar sus propias meritos y que traten de suscitar en ellas, por obra de su propia voluntad, sentimientos o sensaciones. Cuando se propongan solicitar caridad del Enemigo, haz que, en vez de eso, empiecen a tratar de suscitar sentimientos caritativos hacia ellos mismos, y que no se den cuenta de que es eso lo que están haciendo. Si se proponen pedir valor, déjales que, en realidad, traten de sentirse valerosos. Cuando pretenden rezar para pedir perdón, déjales que traten de sentirse perdonados. Enséñales a medir el valor de cada oración por su eficacia para provocar el sentimiento deseado, y no dejes que lleguen a sospechar hasta qué punto esa clase de éxitos o fracasos depende de que estén sanos o enfermos, frescos o cansados, en ese momento.
Pero, claro está, el Enemigo no permanecerá ocioso entretanto: siempre que alguien reza, existe el peligro de que Él actúe inmediatamente, pues se muestra cínicamente indiferente hacia la dignidad de Su posición y la nuestra, en tanto que espíritus puros, y permite, de un modo realmente impúdico, que los animales humanos arrodillados lleguen a conocerse a sí mismos. Pero, incluso si Él vence tu primera tentativa de desviación, todavía contamos con un arma más sutil. Los humanos no parten de una percepción directa del Enemigo como la que nosotros, desdichadamente, no podemos evitar. Nunca han experimentado esa horrible luminosidad, ese brillo abrasador e hiriente que constituye el fondo de sufrimiento permanente de nuestras vidas. Si contemplas la mente de tu paciente mientras reza, no verás eso; si examinas el objeto al que dirige su atención, descubrirás que se trata de un objeto compuesto, y que muchos de sus ingredientes son francamente ridículos: imágenes procedentes de retratos del Enemigo tal como se apareció durante el deshonroso episodio conocido como la Encarnación; otras, más vagas, y puede que notablemente disparatadas y pueriles, asociadas con Sus otras dos Personas; puede haber, incluso, elementos de aquello que el paciente adora (y de las sensaciones físicas que lo acompañan), objetivados y atribuidos al objeto reverenciado. Sé de algún caso en el que aquello que el paciente llamaba su "Dios" estaba localizado, en realidad... arriba y a la izquierda, en un rincón del techo de su dormitorio; o en su cabeza; o en un crucifijo colgado de la pared. Pero, cualquiera que sea la naturaleza del objeto compuesto, debes hacer que el paciente siga dirigiendo a éste sus oraciones: a aquello que él ha creado, no a la Persona que le ha creado a él. Puedes animarle, incluso, a darle mucha importancia a la corrección y al perfeccionamiento de su objeto compuesto, y a tenerlo presente en su imaginación durante toda la oración, porque si llega a hacer la distinción, si alguna vez dirige sus oraciones conscientemente "no a lo que yo creo que Sois, sino a lo que Sabéis que Sois", nuestra situación será, por el momento, desesperada. Una vez descartados todos sus pensamientos e imágenes, o, si los conserva, conservados reconociendo plenamente su naturaleza puramente subjetiva, cuando el hombre se confía a la Presencia real, externa e invisible que está con él allí, en la habitación, y que no puede conocer como Ella le conoce a él..., bueno, entonces puede suceder cualquier cosa. Te será de ayuda, para evitar esta situación —esta verdadera desnudez del alma en la oración—, el hecho de que los humanos no la desean tanto como suponen ¡se puede encontrar con más de lo que pedían!
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
en "CARTAS DEL DIABLO A SU SOBRINO"
"The Screwtape Letters"
C. S. LEWIS
19 junio 2008
"Cartas del diablo a su sobrino" por C. S. Lewis (III)
III
Mi querido Orugario:
Me complace mucho todo lo que me cuentas acerca de las relaciones de este hombre con su madre. Pero has de aprovechar tu ventaja. El Enemigo debe estar trabajando desde el centro hacia el exterior, haciendo cada vez mayor la parte de la conducta del paciente que se rige por sus nuevos criterios cristianos, y puede llegar a su comportamiento para con su madre en cualquier momento. Tienes que adelantártele. Mantente en estrecho contacto con nuestro colega Gluboso, que se ocupa de la madre, y construid entre los dos, en esa casa, una costumbre sólidamente establecida y consistente en que se fastidien mutuamente, pinchándose todos los días. Para ello, los siguientes métodos son de utilidad.
1. Mantén su atención centrada en la vida interior. Cree que su conversión es algo que está dentro de él, y su atención está, por lo tanto, volcada, de momento, sobre todo hacia sus propios estados de ánimo, o, más bien, a esa versión edulcorada de dichos estados que es cuanto debes permitirle ver. Fomenta esta actitud; mantén su pensamiento lejos de las obligaciones más elementales, dirigiéndolo hacia las más elevadas y espirituales; acentúa la más sutil de las características humanas, el horror a lo obvio y su tendencia a descuidarlo: debes conducirle a un estado en el que pueda practicar el autoanálisis durante una hora, sin descubrir ninguno de aquellos rasgos suyos que son evidentes para cualquiera que haya vivido alguna vez en la misma casa, o haya trabajado en la misma oficina.
2. Por supuesto, es imposible impedir que rece por su madre, pero disponemos de medios para hacer inocuas estas oraciones: asegúrate de que sean siempre muy "espirituales", de que siempre se preocupe por el estado de su alma y nunca por su reuma. De ahí se derivarán dos ventajas. En primer lugar, su atención se mantendrá fija en lo que él considera pecados de su madre, lo cual, con un poco de ayuda por tu parte, puede conseguirse que haga referencia a cualquier acto de su madre que a tu paciente le resulte inconveniente o irritante. De este modo, puedes seguir restregando las heridas del día, para que escuezan más, incluso cuando está postrado de rodillas; la operación no es nada difícil, y te resultará muy divertida. En segundo lugar, ya que sus ideas acerca del alma de su madre han de ser muy rudimentarias, y con frecuencia equivocadas, rezará, en cierto sentido, por una persona imaginaria, y tu misión consistirá en hacer que esa persona imaginaria se parezca cada día menos a la madre real, a la señora de lengua puntiaguda con quien desayuna. Con el tiempo, puedes hacer la separación tan grande que ningún pensamiento o sentimiento de sus oraciones por la madre imaginaria podrá influir en su tratamiento de la auténtica. He tenido pacientes tan bien controlados que, en un instante, podía hacerles pasar de pedir apasionadamente por el "alma" de su esposa o de su hijo a pegar o insultar a la esposa o al hijo de verdad, sin el menor escrúpulo.
3. Es frecuente que, cuando dos seres humanos han convivido durante muchos años, cada uno tenga tonos de voz o gestos que al otro le resulten insufriblemente irritantes. Explota eso: haz que tu paciente sea muy consciente de esa forma particular de levantar las cejas que tiene su madre, que aprendió a detestar desde la infancia, y déjale que piense lo mucho que le desagrada. Déjale suponer que ella sabe lo molesto que resulta ese gesto, y que lo hace para fastidiarle. Si sabes hacer tu trabajo, no se percatará de la inmensa inverosimilitud de tal suposición. Por supuesto, nunca le dejes sospechar que también él tiene tonos de voz y miradas que molestan a su madre de forma semejante. Como no puede verse, ni oírse, esto se consigue con facilidad.
4. En la vida civilizada, el odio familiar suele expresarse diciendo cosas que, sobre el papel, parecen totalmente inofensivas (las palabras no son ofensivas), pero en un tono de voz o en un momento en que resultan poco menos que una bofetada. Para mantener vivo este juego, tú y Globoso debéis cuidaros de que cada uno de ellos tenga algo así como un doble patrón de conducta. Tu paciente debe exigir que todo cuanto dice se tome en sentido literal, y que se juzgue simplemente por las palabras exactas, al mismo tiempo que juzga cuanto dice su madre tras la más minuciosa e hipersensible interpretación del tono, del contexto y de la intención que él sospecha. Y a ella hay que animarla a que haga lo mismo con él. De este modo, ambos pueden salir convencidos, o casi, después de cada discusión, de que son totalmente inocentes. Ya sabes como son estas cosas: "Lo único que hago es preguntarle a qué hora estará lista la cena, y se pone hecha una fiera". Una vez que este hábito esté bien arraigado en la casa, tendrás la deliciosa situación de un ser humano que dice ciertas cosas con el expreso propósito de ofender y, sin embargo, se queja de que se ofendan.
Para terminar, cuéntame algo acerca de la actitud religiosa de la vieja señora. ¿Tiene celos, o algo parecido, de este nuevo ingrediente de la vida de su hijo? ¿Se siente quizá "picada" de que haya aprendido de otros, y tan tarde, lo que ella considera que le dio buena ocasión de aprender de niño? ¿Piensa que está "haciendo una montaña" de ello, o, por el contrario, que se lo toma demasiado a la ligera? Acuérdate del hermano mayor de la historia del Enemigo.
Tu cariñoso tío,
Me complace mucho todo lo que me cuentas acerca de las relaciones de este hombre con su madre. Pero has de aprovechar tu ventaja. El Enemigo debe estar trabajando desde el centro hacia el exterior, haciendo cada vez mayor la parte de la conducta del paciente que se rige por sus nuevos criterios cristianos, y puede llegar a su comportamiento para con su madre en cualquier momento. Tienes que adelantártele. Mantente en estrecho contacto con nuestro colega Gluboso, que se ocupa de la madre, y construid entre los dos, en esa casa, una costumbre sólidamente establecida y consistente en que se fastidien mutuamente, pinchándose todos los días. Para ello, los siguientes métodos son de utilidad.
1. Mantén su atención centrada en la vida interior. Cree que su conversión es algo que está dentro de él, y su atención está, por lo tanto, volcada, de momento, sobre todo hacia sus propios estados de ánimo, o, más bien, a esa versión edulcorada de dichos estados que es cuanto debes permitirle ver. Fomenta esta actitud; mantén su pensamiento lejos de las obligaciones más elementales, dirigiéndolo hacia las más elevadas y espirituales; acentúa la más sutil de las características humanas, el horror a lo obvio y su tendencia a descuidarlo: debes conducirle a un estado en el que pueda practicar el autoanálisis durante una hora, sin descubrir ninguno de aquellos rasgos suyos que son evidentes para cualquiera que haya vivido alguna vez en la misma casa, o haya trabajado en la misma oficina.
2. Por supuesto, es imposible impedir que rece por su madre, pero disponemos de medios para hacer inocuas estas oraciones: asegúrate de que sean siempre muy "espirituales", de que siempre se preocupe por el estado de su alma y nunca por su reuma. De ahí se derivarán dos ventajas. En primer lugar, su atención se mantendrá fija en lo que él considera pecados de su madre, lo cual, con un poco de ayuda por tu parte, puede conseguirse que haga referencia a cualquier acto de su madre que a tu paciente le resulte inconveniente o irritante. De este modo, puedes seguir restregando las heridas del día, para que escuezan más, incluso cuando está postrado de rodillas; la operación no es nada difícil, y te resultará muy divertida. En segundo lugar, ya que sus ideas acerca del alma de su madre han de ser muy rudimentarias, y con frecuencia equivocadas, rezará, en cierto sentido, por una persona imaginaria, y tu misión consistirá en hacer que esa persona imaginaria se parezca cada día menos a la madre real, a la señora de lengua puntiaguda con quien desayuna. Con el tiempo, puedes hacer la separación tan grande que ningún pensamiento o sentimiento de sus oraciones por la madre imaginaria podrá influir en su tratamiento de la auténtica. He tenido pacientes tan bien controlados que, en un instante, podía hacerles pasar de pedir apasionadamente por el "alma" de su esposa o de su hijo a pegar o insultar a la esposa o al hijo de verdad, sin el menor escrúpulo.
3. Es frecuente que, cuando dos seres humanos han convivido durante muchos años, cada uno tenga tonos de voz o gestos que al otro le resulten insufriblemente irritantes. Explota eso: haz que tu paciente sea muy consciente de esa forma particular de levantar las cejas que tiene su madre, que aprendió a detestar desde la infancia, y déjale que piense lo mucho que le desagrada. Déjale suponer que ella sabe lo molesto que resulta ese gesto, y que lo hace para fastidiarle. Si sabes hacer tu trabajo, no se percatará de la inmensa inverosimilitud de tal suposición. Por supuesto, nunca le dejes sospechar que también él tiene tonos de voz y miradas que molestan a su madre de forma semejante. Como no puede verse, ni oírse, esto se consigue con facilidad.
4. En la vida civilizada, el odio familiar suele expresarse diciendo cosas que, sobre el papel, parecen totalmente inofensivas (las palabras no son ofensivas), pero en un tono de voz o en un momento en que resultan poco menos que una bofetada. Para mantener vivo este juego, tú y Globoso debéis cuidaros de que cada uno de ellos tenga algo así como un doble patrón de conducta. Tu paciente debe exigir que todo cuanto dice se tome en sentido literal, y que se juzgue simplemente por las palabras exactas, al mismo tiempo que juzga cuanto dice su madre tras la más minuciosa e hipersensible interpretación del tono, del contexto y de la intención que él sospecha. Y a ella hay que animarla a que haga lo mismo con él. De este modo, ambos pueden salir convencidos, o casi, después de cada discusión, de que son totalmente inocentes. Ya sabes como son estas cosas: "Lo único que hago es preguntarle a qué hora estará lista la cena, y se pone hecha una fiera". Una vez que este hábito esté bien arraigado en la casa, tendrás la deliciosa situación de un ser humano que dice ciertas cosas con el expreso propósito de ofender y, sin embargo, se queja de que se ofendan.
Para terminar, cuéntame algo acerca de la actitud religiosa de la vieja señora. ¿Tiene celos, o algo parecido, de este nuevo ingrediente de la vida de su hijo? ¿Se siente quizá "picada" de que haya aprendido de otros, y tan tarde, lo que ella considera que le dio buena ocasión de aprender de niño? ¿Piensa que está "haciendo una montaña" de ello, o, por el contrario, que se lo toma demasiado a la ligera? Acuérdate del hermano mayor de la historia del Enemigo.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
"The Screwtape Letters"
C. S. LEWIS
18 junio 2008
"Cartas del diablo a su sobrino" por C. S. Lewis (II)
II
Mi querido Orugario:
Veo con verdadero disgusto que tu paciente se ha hecho cristiano. No te permitas la vana esperanza de que vas a conseguir librarte del castigo acostumbrado; de hecho, confío en que, en tus mejores momentos, ni siquiera querrías eludirlo. Mientras tanto, tenemos que hacer lo que podamos, en vista de la situación. No hay que desesperar: cientos de esos conversos adultos, tras una breve temporada en el campo del Enemigo, han sido reclamados y están ahora con nosotros. Todos los hábitos del paciente, tanto mentales como corporales, están todavía de nuestra parte.
En la actualidad, la misma Iglesia es uno de nuestros grandes aliados. No me interpretes mal; no me refiero a la Iglesia de raíces eternas, que vemos extenderse en el tiempo y en el espacio, temible como un ejército con las banderas desplegadas y ondeando al viento. Confieso que es un espectáculo que llena de inquietud incluso a nuestros más audaces tentadores; pero, por fortuna, se trata de un espectáculo completamente invisible para esos humanos; todo lo que puede ver tu paciente es el edificio a medio construir, en estilo gótico de imitación, que se erige en el nuevo solar. Y cuando penetra en la iglesia, ve al tendero de la esquina que, con una expresión un tanto zalamera, se abalanza hacia él, para ofrecerle un librito reluciente, con una liturgia que ninguno de los dos comprende, y otro librito, gastado por el uso, con versiones corrompidas de viejas canciones religiosas —por lo general, malas—, en un tipo de imprenta diminuto; al llegar a su banco, mira en torno suyo y ve precisamente a aquellos vecinos que, hasta entonces, había procurado evitar. Te trae cuenta poner énfasis en estos vecinos, haciendo, por ejemplo, que el pensamiento de tu paciente pase rápidamente de expresiones como "el cuerpo de Cristo" a las caras de los que tiene sentados en el banco de al lado. Importa muy poco, por supuesto, la clase de personas que realmente haya en el banco. Puede que haya alguien en quien reconozcas a un gran militante del bando del Enemigo; no importa, porque tu paciente, gracias a Nuestro Padre de las Profundidades, es un insensato, y con tal de que alguno de esos vecinos desafine al cantar, o lleve botas que crujan, o tenga papada, o vista de modo extravagante, el paciente creerá con facilidad que, por tanto, su religión tiene que ser, en algún sentido, ridícula. En la etapa que actualmente atraviesa, tiene una idea de los "cristianos" que considera muy espiritual, pero que, en realidad, es predominantemente gráfica: tiene la cabeza llena de togas, sandalias, armaduras y piernas descubiertas, y hasta el simple hecho de que las personas que hay en la iglesia lleven ropa moderna supone, para él, un auténtico (aunque inconsciente, claro está) problema. Nunca permitas que esto aflore a la superficie de su conciencia; no le permitas que llegue a preguntarse cómo esperaba que fuesen. Por ahora, mantén sus ideas vagas y confusas, y tendrás toda la eternidad para divertirte, provocando en él esa peculiar especie de lucidez que proporciona el Infierno.
Trabaja a fondo, pues, durante la etapa de decepción o anticlímax que, con toda seguridad, ha de atravesar el paciente durante sus primeras semanas como hombre religioso. El Enemigo deja que esta desilusión se produzca al comienzo de todos los esfuerzos humanos: ocurre cuando el muchacho que se deleitó en la escuela primaria con la lectura de las Historias de la Odisea, se pone a aprender griego en serio; cuando los enamorados ya se han casado y acometen la empresa efectiva de aprender a vivir juntos. En cada actividad de la vida, esta decepción marca el paso de algo con lo que se sueña y a lo que se aspira a un laborioso quehacer. El Enemigo acepta este riesgo porque tiene la curiosa ilusión de hacer de esos asquerosos gusanillos humanos lo que Él llama Sus "libres" amantes y siervos ("hijos" es la palabra que Él emplea, en Su incorregible afán de degradar el mundo espiritual entero a través de relaciones "contra natura" con los animales bípedos). Al desear su libertad, el Enemigo renuncia, consecuentemente, a la posibilidad de guiarles, por medio de sus aficiones y costumbres propias, a cualquiera de los objetivos que Él les propone: les deja que lo hagan "por sí solos".
Ahí está nuestra oportunidad; pero también, tenlo presente, nuestro peligro: una vez que superan con éxito esta aridez inicial, los humanos se hacen menos dependientes de las emociones y, en consecuencia, resulta mucho más difícil tentarles.
Cuanto te he escrito hasta ahora se basa en la suposición de que las personas de los bancos vecinos no den motivos racionales para que el paciente se sienta decepcionado. Por supuesto, si los dan —si el paciente sabe que la mujer del sombrero ridículo es una jugadora empedernida de bridge, o que el hombre de las botas rechinantes es un avaro y un chantajista—, tu trabajo resultará mucho más fácil. En tal caso, te basta con evitar que se le pase por la cabeza la pregunta: "Si yo, siendo como soy, me puedo considerar un cristiano, ¿por qué los diferentes vicios de las personas que ocupan el banco vecino habrían de probar que su religión es pura hipocresía y puro formalismo?" Te preguntarás si es posible evitar que incluso una mente humana sé haga una reflexión tan evidente. Pues lo es, Orugario, ¡lo es! Manéjale adecuadamente, y tal idea ni se le pasará por la cabeza. Todavía no lleva él tiempo suficiente con el Enemigo como para haber adquirido la más mínima humildad auténtica: todo cuanto diga, hasta si lo dice arrodillado, acerca de su propia pecaminosidad, no es más que repetir palabras como un loro; en el fondo, todavía piensa que ha logrado un saldo muy favorable en el libro mayor del Enemigo, sólo por haberse dejado convertir, y que, además, está dando prueba de una gran humildad y de magnanimidad al consentir en ir a la iglesia con unos vecinos tan engreídos y vulgares. Mantenle en ese estado de ánimo tanto tiempo como puedas.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
en "CARTAS DEL DIABLO A SU SOBRINO"
"The Screwtape Letters"
C. S. LEWIS
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